No es sino hasta el
instante previo a que ha de salir el Sol, que la noche nos muestra su cara más
oscura.
Bien es entonces que a eso se deba la circunstancia por la
cual el Hombre, asumida que no entendida su condición, muestra su enésima
paradoja en el hecho que se manifiesta cuando no es sino a través del calibre
de sus dramas que con mas certeza pueda
dar fe de la magnificencia de su condición. Una condición en esencia magnífica,
llamada no obstante a redundar permanentemente en lo efímero toda vez que no es
sino la consciencia de su propia muerte lo que le lleva a saberse especial,
toda vez que no es sino la ¿capacidad? de morir, lo que torna en verdaderamente
magnífico el hecho en sí mismo que
significa la vida, incluso cuando ésta queda reducida al mero acto, a la mera
acción.
Es entonces que la Vida, ya sea como causa o como efecto,
adquiere y se torna en diversos matices los cuales no resultan perceptibles en
tanto no se observan en la acción que se manifiesta en tanto que tal; lo que viene a significar que la cognición de la
vida solo puede asumirse acercándose a aquellos que viven.
Aquellos que viven, que ejercen, que desarrollan la Vida. Pero no es el
hecho de vivir, un proceder científico. Más bien al contrario, y una vez
superado el concepto a través de la
irrupción del hecho clave, a saber, el de el
procedimiento; que la paradoja surge de nuevo adoptando un papel que supera
con mucho al de la mera comparsa al que muchos han intentado siempre reducirla,
para adoptar aquí un papel protagonista al presentar su función más drástica,
si por drástico puede ser visto el hecho de enfrentar de manera fría en tanto
que científica la acción de decir que muy
probablemente, la vida adquiere su valor a menudo solo una vez superado el
instante en el que el individuo es netamente consciente de que puede morir.
No en vano es el propio HOMERO el llamado a descubrirnos el
secreto de la vida: pues si bien es
cierto que no es sino ésta insuflada en el hombre por los dioses; no lo es
menos que lo hacen para su disfrute (…) pues los dioses nos envidian, o
envidian el hecho de ver hasta qué punto algo como la vida puede producir en
nosotros una sensación de deleite tal, desconocida para ellos, pues están
privados de la sensación que proporciona el sabernos mortales.
De esta manera, y por deducción si se quiere, bien resulta
posible establecer el vínculo por el cual la vivencia (que resulta de añadir
conciencia, humanidad, al mero hecho de vivir), puede erigirse en marco
descriptor de lo que supone vivir en un momento o estado determinado. Dicho de
otro modo, existen personas cuyo modo de vivir ha de resultar tan pleno, que de su comprensión bien puede
redundar una sensación lo suficientemente completa como para ser considerada modelo de complejidad de lo que bien
podría considerarse una vida plena a
desarrollarse según los modos y maneras
del instante en cuestión.
Son éstas sin duda personas
especiales las destinadas a sentar
cátedra. Personas destinadas a no
pasar, toda vez que ya sea por sus acciones, por sus acciones de vida o por
consideraciones si cabe más complejas; están llamadas a erigirse en formas
resolutivas de comprensión capaces de contener aspectos que en sí solos son
suficientes para contener los modos y maneras
determinantes de tal o cual época.
Estas personas, recreaciones o mitos si se refieren a periodos remotos; se vuelven si cabe más
sorprendentes cuando nos sorprenden al estar presentes y funcionales en toda la
extensión que hemos descrito, haciéndolo en épocas de las que tenemos muchas
más reseñas, o incluso en momentos mucho más recientes.
Evoluciona entonces la
idea del mito en sí misma, y lo hace adaptándose a la nueva realidad que el
instante le demanda. De esta manera, los motivos que llevan a una sociedad a
identificar a uno de sus semejantes con la finalidad descrita cambia o lo que
es lo mismo, evoluciona, de manera que la comprensión de esas causas y las
implementaciones que de la misma se deriven aportarán posteriormente datos que
en sí mismo serán útiles para describir las nociones implementadas en las
épocas en cuestión.
Como ni puede ni deber ser de otro modo, el mito que llama hoy nuestra atención
cumple todos y cada uno de esos requisitos. Pues es María CALLAS, de cuya
muerte acaba de conmemorarse el cuadragésimo aniversario; una mujer que adoptó
(o por ser más preciso, a la que su momento histórico proporcionó la condición
de Diva).
Describe, o para ser más precisos ha de contener nuestro protagonista, una serie de requisitos que no
ya de manera independiente sino como unidad tienen que ser capaces de enamorar al presente y al futuro, no en
vano tienen que ser capaces de cautivar de igual manera a los que son sus
contemporáneos, reservando algo muy especial que la haga no perder ni por un
instante su brillo, aunque éste haya de redundar en los cánones y estereotipos
de los que están llamados a conformar su futuro.
Compleja misión, por eso su éxito es esquivo, y está tan
reservado. Pero María CALLAS lo alcanzó, y con creces. De hecho dejó el
pabellón tan alto, que bien podríamos afirmar nos encontramos ante la última Gran Diva
de la Ópera.
Reunía “La Callas” en lo que significa el a priori casi
todos los requisitos previos para el éxito en la misión que la Historia parecía
haberle encomendado. Así, habiendo nacido en el periodo de los años treinta, la cognición del escenario global que
describiremos como “el propio a la inmediata posterioridad al desastre de 1929” faculta por sí sola la
comprensión de una fenomenología global predispuesta
a permitir casi todo, o cuando menos mucho más de lo normal, a una niña
nacida de emigrantes que manifiesta activamente su deseo literal de comerse el mundo en este caso por medio
de la interpretación lírica.
Añadamos a tal consideración el hecho de su fundamento (la
Callas manifestó desde muy pequeña aptitudes reales para el canto), y tendremos
sin duda un ingrediente magnífico de cara a interpretar un papel esencial
dentro del melodrama hacia el que
transitaba la realidad del mundo, y en especial la de Norteamérica ,
en lo que era ya el Periodo de
Entreguerras.
Conseguirá su primer éxito real en 1942 en la representación
de Tosca, en el Teatro de Atenas. Pero su éxito hubiera sido otro sin duda de
no haber sido escuchada por Edward
Johnson, el director general del Metropolitan Opera House, quien le ofreció
inmediatamente los principales papeles en dos producciones en las temporadas de
1946-1947: Fidelio, de Ludwig van Beethoven, y Madama Butterfly, de Giacomo
Puccini. Para sorpresa de Johnson, María rechazó los papeles: no quería cantar
Fidelio en inglés, y consideraba que el rol de Butterfly no era el mejor para
su debut en América.
Mas lo que importaba en ese momento estaba más en lo que
significaba el cuándo, que en el
propio qué. El mundo de 1947 acaba de
superar la que bien puede ser considerada la
mayor prueba conocida por La Humanidad hasta ese momento. Y si algo nos
reconoce la Historia es que el Hombre no es plenamente consciente del logro que
supone una victoria hasta que se halla en condiciones para celebrarla. Y María
CALLAS no se conformará con ser parte de esa celebración, más bien al contrario
se erigirá en símbolo de la misma, sobre todo en lo que concierne a lo llamado a resultar propio para las
celebraciones de esa floreciente Clase
Media que en forma de Burguesía vinculada al metal, al carbón y al comercio en
general, amenaza con apropiarse del mundo.
La ecuación es perfecta: Un nuevo estrato social recién
surgido, gustoso de considerarse a sí mismo como formado como digna retribución por lo grandioso de su éxito, que a
duras penas puede diferenciar en la mayoría de los casos una ausencia plena de
historia como se desprende de la evidente ausencia de antecedentes. Son ricos
por acontecimientos, carecen de dinastía.
Son monedas de cobre cubiertas por una todavía fina capa de fulgor, la cual
amenaza con desprenderse con el menor roce. La
Bolsa y otros riesgos similares les
proporcionan a ellos la emoción del
riesgo destinado a convencer a propios y a extraños de una valía que solo su
conciencia necesita aplacar. Ellas, por el contrario, lo tienen más difícil si
cabe, pues están llamadas a ser lo que la Historia denomina Las Princesas del Millón de Dólares: Ricas
herederas llamadas a venir a Europa a casarse con apellidos arruinados que no obstante aportan como contraprestación la distinción de un apellido ilustre,
llamado por supuesto a perdurar.
Y en medio de todo ello La
Diva. Brillante en toda forma de ejecución, lo que la
lleva a resultar propicia para papeles inalcanzables para otras; su arrojo y
especial determinación la llevarán a escalar muy lejos a la par que muy rápido
de la mano del auge de un Bel Canto que
por cumplir escrupulosamente con los condicionantes que los componentes de la
sociedad solicitan, harán de ella la persona destinada a convertir en éxito
cualquier representación llamada en pasado o en presente a contar con su
arrojo.
Pero la ecuación no aparecería completa de no contener el
ingrediente específico llamado a convertir en definitivo un instante. Así, la
configuración de una sociedad vacua y efímera como la que hemos descrito, posee
no obstante una psicología muy específica a la par que compleja. En esencia
fomentan el éxito, pero envidian por otro lado a los que triunfan. Es así que la
recompensa que supone ver caer a quien
amasó cierta forma de éxito, añade curiosamente un elemento diríamos que
imprescindible para que alguien además de triunfar, sobreviva a su éxito.
Es en este caso el drama personal cifrado en la
imposibilidad para alcanzar la felicidad por medio del amor, lo que convertirá
definitivamente en mito a la que por propia capacidad fue La Diva. Sus desgraciados
amores, con especial referencia en el abandono que sufrirá en la persona del
magnate ONASIS, el llamado a ser su gran amor; desequilibrará definitivamente a
la que habiéndolo sido todo recorrerá en
la más íntima de las soledades el último periodo de su vida.
Un último periodo que se tornará en auténtico periplo,
acabará de manera poco clara en su casa de París, el 16 de septiembre de 1977.
Como aportación, su visión del mundo. Una visión que tiene
su clamor en los éxitos de 1958, su mejor año; y que tiene sus recelos en la
comprensión de que si bien los dioses envidian a los hombres, bien merecido lo
tienen, pues sólo éstos saben de lo complicado que es vivir.
Luis Jonás VEGAS Velasco.
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