Vivimos tiempos convulsos, y la primera y la sazón mejor
muestra de que tal consideración responde en realidad a un hecho, procede de comprobar
que la fuente de la misma no es sino la constatación certera de lo que nos
hemos dado en llamar realidad.
Es esa realidad el
modus que envuelve a la vez que
narcotiza al Hombre Moderno. Mas cómo
vivir, como sobrevivir si no nada menos que a
la propia Vida, de no asumir un eterno
procedimiento destinado a ahogar en el agotamiento propio del no parar las lágrimas de lo que otrora
hubieron de proceder de la constatación de la eterna pena cuya consideración (que no necesariamente su
comprensión), no hace sino tornarnos humanos (definitivamente humanos).
Definitivamente humanos. ¡Cuán simple parece la afirmación!
Y no obstante qué llena de compromiso conceptual parece estar llena. Tal llena
tan llena, que tal vez y solo por ello haya de resultar inaccesible al Hombre.
Nos damos entonces, casi de bruces, no ya con la definición
de Hombre Moderno, que sí más bien
con la forma de primera derivada destinada
a permitirnos tomar por eliminación el
recurso destinado a entornar a tal respecto del que por oposición habrá de
conformarse como Hombre Clásico pues, sin entrar en mayores consideraciones:
¿Cuál de los dos se encontrará sinceramente en condiciones de asumir cuando no
de explicar lo que sólo las palabras de Job exponen cuando éste define por primera vez “lo que es estar a solas con
Dios”. Un Dios que le ha probado haciéndole objeto de las más crueles
desgracias, y al que él, a pesar de todo, interroga esperanzado.
No es que el Hombre Moderno se diferencia de Job a la hora
de mostrarse incapaz del todo de interrogar a Dios. Es que la fuente de esa
incapacidad, lejos de encontrarse en la humildad (no necesariamente en el
miedo); se halla más bien en la certeza que, destinada a sustituir una creencia por otra, afirma una vez más
que Dios ha muerto. De hecho, Dios
parece haber muerto hace tanto, que
apenas se le descubre entre los vestigios de tal o cual ruina, a veces en
figura de estatua a la que los siglos han arrancado la cabeza.
No es por ello de extrañar que asustados (aunque hoy
prefiramos tornar en hastíos y abulias lo que no dejarán de ser sino humanos miedos), los hombres (en este
caso tanto Clásicos como Modernos), hagamos
de nuestra capa un sayo a la hora de
enfrentar, nunca mejor dicho cada uno a
su manera, o como Dios a cada uno mejor le dé a entender; lo que no son
sino como entonces y siempre diarias muestras de compromiso a través de las
cuales se circunscribe lo que siempre se ha denominado vida, y para cuya superación a menudo hace falta encomendarse a
Job, ya sea consciente o inconscientemente.
Porque vivir ha de ser mucho más que transitar. De ello se
encarga el afecto que a la obligación para con la vida nos conduce la forma de conciencia unas veces vivida, otras padecida que entendemos como conciencia,
la cual se encarga de imbuirnos en esa suerte de nostalgia que se traduce de
sabernos como tal vez los únicos seres de la creación conocedores de la
etimología de la muerte.
La muerte, compañero leal, dador de vida en tanto que
proveedor de dignidad, pues a menudo uno solo sabe que ha sido regalado con una
buena vida, precisamente porque los que le recuerdan lo hacen desde la certeza
de saber que tuvo una buena muerte. Una
buena muerte que al contrario de lo que puede llegar a ser pensado, no acorta
la vida sino que la nutre, pues muchas son las ocasiones en las que lo único
que nos impulsa a seguir viviendo, es saber que la muerte puede estar oculta en
cualquier recodo, lista, unas veces para llevarnos, otras para hacernos
eternos.
Porque no ha de ser sino la muerte, o convendría mejor decir
que la noción que de la misma le es revelada al Hombre; la responsable de las
más hermosas a la par que más co-substanciales
nociones a las que el Hombre puede acceder. Así, la preeminencia de la
eternidad (característica de lo ajeno al Hombre por excelencia en tanto que
ingrediente definitivo del Motor Inmóvil),
sirvió, sirve y previsiblemente servirá, nada más y nada menos que para
poner al Hombre frente a sí, al enfrentarle a la necesidad de encontrarse a sí
mismo por medio del reconocimiento de sus propias características (no
necesariamente de sus propias debilidades).
Hombre, transición, muerte. Conceptos absolutos y por
excelencia eternos, cuya mención ha de llevarnos sobre la senda de los otros
elementos llamados hoy a configurar la noción de lo que realmente conforma la
esencia de nuestra reflexión de hoy.
Elementos de por sí difíciles de conjugar, que habrán de
tener no obstante en algún punto una convergencia cuya convergencia lleve a
cabo la magia de ubicar en tiempo y espacio factores aparentemente
inabordables.
Empecemos pues por el espacio:
Ávila la ciudad de los
páramos. Inmersa en su propia realidad, la que procede como en pocas otras
de su especial orografía. Una orografía que imprime
carácter, pues no en vano ser de Ávila confiere un espíritu tan propio, tan
específico, que si bien el mismo no dota,
al menos a priori de una ventaja conceptual, no es menos cierto que sí se
traduce en una suerte de arte
procedimental el cual se revela como especialmente adecuado, si no valioso,
cuando ha de exhibirse en momentos especialmente delicados, cuando no meramente
crudos, como es el caso.
Es entonces que aquel que resulta agraciado con la condición
de nativo de Ávila, a la postre lo
que se regula en el “clericus o presbiter abulensis”, no es que se muestre o porte una forma de estandarte
identificador de alguna diferencia previa, o denotado por algo especialmente
excelso…Mas ser de Ávila proporciona cierta capacidad para interpretar tanto la
realidad, como por supuesto los tiempos que vienen a componerla, de una manera
diferente.
En lo concerniente al tiempo, no parece a la sazón que la
cuestión se disponga de manera más sencilla, en vista sobre todo de lo relativo que el tratamiento del tiempo
puede llegar a ser cuando, no lo olvidemos, nos movemos en parámetros cuya
asíntota es la eternidad.
Es desde esa perspectiva, la de la paradoja de considerar que hablar de alguien que vivió hace más de
cuatrocientos años es posible, supone asumir que al menos en el fondo (o
tal vez muy en el fondo), no hemos de renunciar a la esperanza de que algo
esencial prevalezca; algo cuya nitidez y persistencia nos permita identificar
como iguales al hombre que siendo contemporáneo de Lope de VEGA y del mismísimo
CERVANTES; tenga un mínimo de noción reconocible por el hombre de Internet, y
de la imposibilidad de disfrutar del silencio.
Pero todo ha de converger. Y esa convergencia se lleva a
cabo en este caso nada más y nada menos que en la persona de Tomás Luis de
VICTORIA.
Hablar de Tomás Luis de Victoria resulta complicado, y esa
complejidad no hace sino incrementarse a partir del momento en el que somos
conscientes de que la aproximación
contextual ha de ser llevada a cabo desde la concepción básica de tener muy
en cuenta las premisas propias que sin duda han de afectar a alguien que murió
en Ávila, en el ocaso de un mes de agosto de 1611.
Sin embargo, y lejos en nuestro ánimo el resultar
redundante, todo empieza a encajar, sería más justo decir que todo empieza a
adquirir sentido, cuando decimos que rápidamente, Victoria entiende y pone en
marcha la realidad vital procedente de reaccionar a la comprensión de las dos
certezas cuando no premisas que al menos en apariencia siempre han resultado
claves para ser aceptado, no digamos
ya para triunfar, en esta tierra. La
primera y a saber, dedicar tu vida a La Iglesia. La segunda, y no por ello
menos imprescindible, marchar pronto y lejos.
Y cierto es que Tomás Luis de Victoria entendió pronto y
bien las circunstancias que con lo dicho se pormenorizaban, y cierto que lo
desarrolló de manera eficaz es decir: de manera rápida, y en toda su
intensidad.
Es por ello que la vida, o más concretamente lo que de la
misma podemos mentar por hallarnos en disposición de probarlo documentalmente
(ya sea a través del Archivo Catedralicio
de Ávila, o del “Liber ordinationum” conservado en el Archivo General del
Vicariato de Roma) donde desde el 6 de marzo de 1575 consta la anotación que
concierta lo adecuado de su calidad musical con lo prolífica de su obra, lo que
le faculta desde entonces para hacer aparecer su nombre en la portada de sus
obras, queda inexorable e inquisitivamente vinculado al binomio taxativo que en
lo tocante a su vida forman La Música y La Iglesia; binomio al que Victoria,
como pocos, aportará claridad, coherencia y por encima de todo, belleza
estética.
Una vez consagrada su vida a Dios, Tomás Luis de Victoria
desarrollará su labor de permanencia y vocación al servicio de La Iglesia
descubriendo, promoviendo y reforzando hasta el infinito los nexos que a su
entender existen entre las dos magnitudes
a las que hemos hecho mención.
Sin embargo, no podemos dejar el menor resquicio a través
del cual puedan colarse malas interpretaciones. Así, ha de quedar muy claro que
Victoria no se limita a musicar la Misa. Más
bien al contrario, Tomás Luis de Victoria está netamente convencido, y así se
lo expresa a sus maestros entre los que destacan Raffaele Casimiri, de
que resulta viable una opción por medio
de la cual el acceso a Dios se lleve a cabo netamente a través del ejercicio de
la Música. (…) La Música enardece al Hombre, le predispone para ser agente
activo y paciente a la vez a la hora de entender la belleza; y se pone de
manifiesto entonces como un instrumento imposible de ignorar a la hora de
usarlo para aproximar a Dios y al Hombre. (De la Correspondencia con Felipe II,
Rey de España.)
Dedicado pues y pocas veces resulta más acertado el uso de
la expresión en cuerpo y alma a la
Música toda vez que para él no hay contradicción entre sus deberes para con
Dios toda vez que éstos quedan sobradamente nutridos por medio de su condición
musical, o más concretamente por la calidad que la misma promueve; es cuando no
resulta para nada sorprendente sino que más bien al contrario se revela como
casi lógico el que Tomás Luis de Victoria compusiera exclusivamente en el marco
de lo Sacro. Mas tal consideración no es óbice, y de serlo cometeríamos un
error imperdonable, de cara a pensar que ello pudiera traducirse en una suerte
de limitación que ya fuera desde el punto de vista de lo conceptual, o
posteriormente una vez alcanzado el plano de lo procedimental, se tradujera en
limitaciones para el compositor.
Más bien al contrario, no solo el cúmulo de acontecimientos,
sino evidentemente también el orden en el que éstos vinieron a desarrollarse,
imprimen a la personalidad de el abulense
una serie de sellos imprescindibles a la hora de avalar la certeza que le
caracteriza a la hora de por ejemplo ser justamente tenido en cuenta como un verdadero humanista.
De esta manera, la soberbia combinación que produce la unión
del soberbio catálogo conceptual al que Victoria ha ido accediendo desde su
ingreso en la Catedral de Ávila, con la inigualable capacitación que a título
de aptitud el mismo demuestra, termina por poner de manifiesto lo que no es
sino la constatación de una realidad
llamada a subrayar la existencia de uno de los destinados a ser conocido como Grande entre los Grandes en la Música de
España y por supuesto de Europa.
Llamado a brillar participando de lo que llamaríamos natural desarrollo del movimiento musical
renacentista, Tomás Luis de Victoria se mostró como un valuarte
imperturbable a la hora de desarrollar todas las técnicas musicales que el que
el que era su presente le ofrecía, abocándolas en cualquier caso hasta sus
últimas consecuencias, sobrepasando en muchos casos las limitaciones que en
principio bien podrían haber restringido el que parecía su desarrollo
potencial. Pero lejos de ceder a la tentación natural de rendirse ante los
problemas, el abulense sacaba entonces su proceder, y a partir de las premisas
de lo existente, conseguía hacer fluir un mundo nuevo en el que la nueva Música más que superar el
presente, anticipaba el futuro.
Se constata así la genialidad del que fue capaz de anticipar
movimientos que aún tardarían mucho en llegar, como es el caso del Barroco
Musical; sin que por ello se resientan ni un ápice los que habrían de ser sus
más brillantes composiciones, todas ellas dentro del Renacimiento Musical.
El Gran Maestro Polifónico había llegado, y era nuestro. Más nuestro que otros, si cabe.
Pero Ávila es Ávila. En Ávila no se triunfa, se perdura, se
sobrevive. Es por ello que la manifestación natural de Ávila es la piedra, y el
carácter natural del que es natural de Ávila pasa por lo imperturbable, lo pétreo. Con todo y con ello, o tal vez solo a
pesar de ello, el que estuvo llamado a renovar el mundo de la Música a través
de su particular interpretación del carácter
polifónico era de nuestra tierra, y se llamaba Tomás LUIS DE VICTORIA.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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