Instalados prematuramente en la falacia, presos cuando no de
un mundo, sí tal vez de una mera interpretación de éste que, no por mundana es
capaz de ocultar lo cetrino de un ambiente conformado a imagen y semejanza de
lo pútrido de las almas de los llamados a ser sus propios; es cuando con mayor exigencia ha de hacerse a lo que
llamamos responsabilidad, en aras de que de ella, o cuando menos a partir de la
interpretación que de ella podamos llevar a cabo, surjan los resquicios de un
pasado al cual seamos capaces de aferrarnos, si no para salvarnos, sí cuando
menos para rescatar los restos de una España que como tantas otras veces estaba llamada a ser, pero lamentablemente
no pudo ser, y cuyo recuerdo es en realidad mucho más importante de lo que
podemos llegar a intuir en tanto que, como suele ocurrir en más ocasiones de
las que la prudencia indica como adecuadas, lo que creímos olvidado se erige en
realidad como el flamante origen de nuestro presente.
Bien pudiera ser que la que estaba llamada a ser La España de Goya, no fuese en realidad,
si quiera a priori, una España mejor o peor, llena como es de esperar, de
españoles mejores y peores. Mas esa
sensación se desmorona cuando constatamos que esa España, la que esta condenada
a ser reconocida y nefastamente etiquetada como La España de Carlos III es en realidad la España de BOCCHERINI, de JOVELLANOS, y por supuesto la del
propio GOYA. No en vano, y aunque solo sea por efecto acumulativo, la sola mención de tanto fenómeno acumulado, quién sabe si a
título de correlato, o más como causa, ha de servir cuando menos para dar por
sentado que algo enorme tiene que estar a
punto de ocurrir. ¿O sería más acertado decir que de estallar?
Porque una vez más eso y nada más que eso fue lo que le
ocurrió a España. Una vez más su incapacidad, tantas y tantas veces consolidada
a la par que descrita bajo en consolidado argumento de El Trauma Español, se dispone a hacer acto de presencia en aras no
tanto de impedir que la Historia siga su curso (lo que en este caso se
materializaría obligando a nuestro país a ocupar su sitio, habiendo con ello de
asumir sus responsabilidades), sino más bien disponiendo las bazas para que la última partida se lleve a cabo, una partida
diseñada para que por una vez, quién sabe si por una única vez, no sea la falta
de resuello o de capacidad la que provoque el conocido desenlace.
Es la España de la
segunda mitad del XVIII una España rica. Por primera vez verdaderamente
rica, ya que a la grandeza cuantitativa
tantas veces desentrañada, y que como siempre se hace palpable a través del
Erario Público, procede en este caso
la riqueza de fuentes mucho más difíciles de desentrañar, toda vez que las
mismas, tanto las fuentes como por supuesto las riquezas se hallan en este caso
tamizadas por el filtro de un elemento mucho más tendente a lo conceptual y a
la sazón contemplativo, que a lo mesurable en tanto que sometible a los
impropios de la fuerza bruta.
Es la España de Goya por primera vez una España competente
para con las obligaciones que su época habría de disponer. Una España
responsable para con su presente, capaz de dirimir las coyunturas del llamado a
ser su momento, edificando en torno a
las conclusiones que de tal proceder pudieran derivarse, el cúmulo de realidad
llamado a erigirse en el compendio de su futuro.
Pero de nuevo, una vez más, tal compendio decide tenderse
oscuro. España renuncia una vez más al cumplimiento de sus obligaciones, unas
obligaciones que, de haberse tornado en pos de la satisfacción de las
necesidades propias (las cuales una y cien veces antes fueron olvidadas), de
nadie en justicia habrían llamado a devanar en recriminación; pero que como
corresponde con todo viejo héroe, ya
sea la procedencia de éste mítica o no, decide postergar su satisfacción real a
la potencial de los llamados a ser considerados sus protegidos, termina por
arrojarse voluntariamente a las llamas de la hoguera una y cien veces erigida
(unas veces por sus enemigos, otras consciente o inconscientemente por ella
misma).
Tenemos entonces que muy probablemente el negro, aspecto que no color en el que Goya se mostrara tan
pródigo, incurra en una suerte de representación llamada en este caso a
trascender los propios paradigmas del hecho
pictórico como tal considerado, para acabar consolidando una suerte de
consideración pésima en torno de la cual el maestro no escatima en recursos a
la hora de iniciar un periplo destinado no tanto a representar su pasado, ni
siquiera su presente, sino que muy probablemente el uso que de la oscuridad lleva a cabo Goya no está destinado sino
a anticipar de manera sublime lo que según su percepción habrá de ser la
cotidianeidad desde la que su/nuestro país habrá de tomar decisiones cuya
validez no se percibe tanto en tono de presente, como sí más bien de futuro.
Se sabe Goya rodeado de un bagaje cuya contrastada calidad
pocas veces tuvo y probablemente habrá de tener su/nuestra España. Un bagaje
que tal y como se desprende de la lectura de la Historia, habrá de consolidarse
causa suficiente de ruina, no solo de sus componentes, sino del país en sí
mismo. Goya sabe que una vez más, la
necesidad del drama español ha de llevar a su/nuestro país a su enésima
cita con el desastre. Pero también sabe, o si no lo sabe, lo deduce, que la
sola mención de los entes llamados a participar en este caso de la partida presagia
un colapso de tal magnitud que el desastre asociado bien puede acabar con el
país entero, pues las consecuencias del mismo habrán de extenderse de forma
inequívoca a lo largo del tiempo y cómo no, del espacio.
Tal es el drama en el que se desarrollan Goya y la España
que le es propia. Una España en la que los ecos
de la Ilustración, síntoma de alegría en otros territorios, bien pueden
tornar las risas en llanto de desencadenarse como tal en nuestro territorio. Un
territorio que, al contrario de lo que resulta propio en aquellos terrenos del
norte de Europa en los que lo yermo del terreno va asociado al tratamiento como
de baldío; explica aquí su incapacidad de producir nada más y nada menos que en
el agotamiento propio de la tierra que ha sido sobre-explotada. Como la árida
ubre de la madre que, reseca solo
puede castigar a su bebé con el tacto desértico de la esperanza suplida
reflejada en la definición propia de lo estéril; España no da para más, y por ello la habitual conciencia que otrora
llenaba los caminos de mujeres y hombres llamados a celebrar con júbilo la
llegada del progreso; apenas da para enviar plañideras a los cruces y posadas
donde de perseverar, La Ilustración habrá de hacer parada y fonda.
Esta es la España que vio Jovellanos. Esta es la España que
pintó Goya. Una España de eternas contradicciones, las cuales en el caso de
proceder de la interpretación del pasado convertían a la Historia en
responsable, y de las que tan acertadamente se ocupó el propio Jovellanos; pero
que en el peor de los casos extendían la desgracia hacia delante toda vez que
ubicaban en el futuro no ya la causa de los desmanes, sino la esperanza de la
superación de los mismos, siendo Goya el artífice de los mismos.
Pero Goya lo ve claro, Y por eso nos hace a todos partícipes
de su pesimismo. Un pesimismo que está ahí, a la vista de todos (de todo el que
tenga la valentía de asumir no tanto su presencia, como sí más bien la
trascendencia del mensaje que lleva implícito).
Se trata de un mensaje claro, trasparente y sin doblez. Un
mensaje llamado a unir tal vez como nadie antes y nadie después será capaz de
volver a hacerlo: la certeza de que el éxito a futuro de nuestro proyecto
depende de la responsabilidad con la que en nuestro presente seamos capaces de
desenvolvernos.
Pero Goya sabía. Jovellanos…sabía. Ambos, por no decir
todos, conocían el gran mal del que adolecía su/nuestro país. Un mal terrible,
como prueba el largo tránsito desarrollado por las épocas llamadas a sufrirlo.
Un mal endémico, como prueba el hecho de que su diagnóstico es preciso toda vez
que del mismo se adolece en tanto que tal
es decir, por ser España. Un mal misterioso, pues como ocurre con el tiempo
cuando es considerado como magnitud, su existencia solo se intuye, o a lo sumo
se deduce a la vista de los efectos que en su derredor causa.
Pinta así pues como nadie Goya, sobre todo porque pinta una
España que solo él se atreve a representar, por más que todos la puedan ver. Es
con ello doble su virtud, pues no solo se atreve a desvelar el mal que a título de presente aqueja ya con
gravedad al enfermo, sino que pone de manifiesto con precisión no de artista
sino de cirujano el torrente de males que de perseverar en la indolencia
llegarán a aquejar al enfermo. Males llamados en unos casos a incrementar la
gravedad de dolencias ya atribuibles como clásicas en unos casos, pero que bien
podrían erigirse en novedosas en aquellos casos en los que el abandono de la senada conocida llevara a algún intrépido a
aventurarse en busca de quién sabe qué.
Resulta pues que el periplo de Goya, del que como en el caso
de un capitán de barco son sus pinturas reflejo como de éste podría serlo su Cuaderno de Bitácora; consiste en un
ejercicio llamado a guardar contribución a la consabida virtud de la que se
erige en tema la responsabilidad, y que transita por los pasos del que
conociendo a los demás, básicamente porque se conoce a sí mismo, decide que es
demasiado tarde para salvar a sus contemporáneos, si bien un último esfuerzo
llamado a salvar a los que habrán de plagar el llamado a ser considerado como
su futuro, bien puede merecer la pena.
Por eso que la pintura de Goya no solo no envejece, sino que
el paso de los decenios, lejos de restarle brillo, siempre aporta algún asunto digno de ser reconsiderado.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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