Si cierto es que pocos son los escenarios en los que afirmar
que un único suceso puede erigirse de
manera categórica como responsable final de los acontecimientos que como
consecuencia directa o indirecta acabarán luego por desarrollarse; esa
afirmación adquiere especial significado a la hora de tratar no ya de
interpretar, siquiera de aproximarnos, a la conjugación de consideraciones que
ya sea en lo que concierne al campo de lo conceptual, así como a su posterior
interpretación en el campo de los procederes, acabaron por erigirse en
competentes para discernir lo que desde la perspectiva podríamos intuir como el
esquema de la Revolución Rusa de 1917.
Si desde una de las acepciones del término complejo podemos delimitar el suceso
llamado a estar explicado no desde una, sino desde múltiples perspectivas, lo
cual hace esperar del mismo tantos o más procederes; lo cierto es que entonces
resulta no ya sencillo, habría que decir que casi imprescindible, habilitar el
ya mencionado término de complejo, como
uno de los pocos verdaderamente destinados a copar todos los corolarios a la
hora de discernir no tanto el presente, como sí más bien el pasado, del
mencionado episodio histórico.
Imprescindible y trascendental como pocos, no solo el
estallido que sí más bien su gestación, convierten a la Revolución
Rusa en uno de
esos acontecimientos sin los cuales es absurdo no ya interpretar la historia,
sino tratar de entender al hombre en
lo que concierne al menos en su consideración
histórica.
Porque si algo está claro en lo que concierne no tanto a la Revolución, como sí más bien a las
causas que llevaron no a su estallido, más bien a su gestación; es que la misma
era ya una acción imprescindible de cara a permitir
el desarrollo del Hombre. Y no solo del Hombre
Ruso.
La Historia de Rusia es incomprensible si para
hacerla posible no consideramos adecuadamente lo que llamaremos La Historia de la Dinastía Romanov.
Enclavados en lo más profundo de las tradiciones, procedentes
además de los confines más remotos en lo que concierne a lo estrictamente
espacial y confinados (seguramente por supervivencia) en lo más arcaico de los
procederes gubernamentales; Los Romanov se extienden a lo largo y ancho de
los siglos que van desde el XVII hasta el 2 de marzo de 2017; en un transitar
que atendiendo solo a su longevidad, ha de servir para proporcionarnos una idea
de lo magnífico que en el sentido
histórico (a saber capacidad para transitar por la historia), salvando sin duda
múltiples complicaciones, hubo de ser lo que queda unificado bajo un periodo
llamado a contener entre otros a la mismísima Catalina
“La Grande”, o al mismísimo Alejandro I.
Si bien este 2017 habrá de suponer territorio abonado para
que a lo largo del mismo llevemos a cabo si no notables, seguro que
bienintencionadas aproximaciones destinadas a conmemorar el centenario de los
acontecimientos que cuando menos objetivamente se muestran como balizas en
torno a las cuales ubicar el fenómeno revolucionario como hecho (pues cualquier otra aproximación resultaría un acto
descabellado abocado al fracaso en forma de discordancia histórica), lo cierto
es que superado ya el mes de febrero, lo que nos incapacita para erigir en
tales los puntos de anclaje en los cuales ubicar una aproximación a los
acontecimientos que en febrero de 1905 y 1917 respectivamente a algunos les
sirven para ubicar siquiera incipientemente las causas cuando no abiertamente
el origen de los hechos que finalmente hoy nos han traído hasta aquí; lo cierto
es que yo me inclino más por escenificar lo protocolario de tal hecho en los
acontecimientos que desembocaron en la dimisión del Zar Nicolás II. Un hecho que si bien acontece como tal el 2 de marzo de
1917, se halla como pocos cimentado en cuestiones estrictamente subjetivas (la
personalidad del personaje se vuelve imprescindible), siendo con ello que como
pocos otros acontecimientos de exclusiva consideración humana hunde sus
pareceres en lo más remoto de los confines de la historia no solo de Rusia,
sino del mundo (pues de mundiales han de considerarse sin duda las
consecuencias que en derredor de tal hecho habrán de concitarse).
Si en cualquier momento y lugar cabe decirse que el éxito
cuando no la supervivencia de una dinastía gobernante, está inexorablemente
vinculada a la capacidad que tenga para erigirse en representante de la
personalidad propia del pueblo sobre
el que ejerce sus acciones; tal afirmación salta no obstante por los aires
cuando la referimos a los vínculos que unen (o en este caso cabría decir mejor
que separan) a la estructura gobernante, del pueblo gobernado.
Tal afirmación, o por ser más exacto las consecuencias que
de las mismas se dirimen, no son para nada accidentales. Así no en vano, basta
una ligera aproximación a lo que suponen los marcos objetivos vinculados a
Rusia en los últimos 400 años (me refiero a datos estadísticos tales como
extensión, número de habitantes, producción agropecuaria y el respectivo
impacto de ésta en la economía mundial), para que en lo atinente solo a supervivencia de la estructura los
procederes del Zar resulten no solo comprensibles, sino casi inevitables.
Porque la Rusia que acertó a otear el siglo XX era por sí
sola inconcebible. Y no solo porque resultara una incongruencia para el propio
siglo XX, que lo era; sino fundamentalmente porque de aberración podría haber
sido considerada desde el momento en el que de
obviedad merecía ser tratado el hecho por el cual el consumo de energía institucional que era imprescindible para
garantizar la sostenibilidad del sistema en sí mismo, superaba con mucho a los
costes energéticos que se destinaban al servicio y provisión de recursos de
aquellos para los que al menos en principio se destinaba todo, inclusive la
existencia del sistema en tanto que tal, a saber, los ciudadanos habilitados
dentro del sistema.
Múltiples fueron las causas que desembocaron en el acto que
por medio de la entrega del poder por parte de Nicolás II vinieron a significar
el fin de una época llamada a no repetirse. De calado objetivo las más científicas,
y con claras connotaciones subjetivas las que a la larga estaban llamadas a ser
las que solo la perspectiva histórica acabará revelando como las verdaderamente
imprescindibles para desencadenar la Revolución;
lo único cierto es que la Rusia llamada a ver en siglo XX era, ante todo,
un estado imposible.
Y lo era, porque solo desde la superposición de las
estimaciones objetivas (en forma de datos), con las subjetivas (llamadas a
hacer o no soportables las calamidades que las primeras podían reportar);
estamos en condiciones no solo de explicar, casi de describir hasta el grado de
connotación, el porqué de la Revolución Rusa.
La Rusia llamada a dar el salto a la centuria de 1900, lo
está tan solo en lo que concierne a la comprensión de lo irreversible del
factor cronológico. Tal afirmación, que discurre en paralelo a la certeza de
que a lo sumo el calendario pone a
sus habitantes al corriente de lo que significa el hecho de alumbrar el Siglo
XX, muestra su lado más surrealista en el instante en el que detenernos en la
realidad de cualquier habitante de extracción digamos normal, no hace sino enfrentarnos con el hecho de que se halla en
un grado de desarrollo que en el continente bien pudo verse superado en el
Siglo XVI.
Tal constatación, o más concretamente la de los hechos que
la misma lleva aparejados, nos sumerge en la paradoja cuya comprensión es
imprescindible para entender no ya a Rusia, como sí más bien a sus dirigentes.
Porque si como cabría esperarse, Rusia es el Zar, en este caso además los zares son Rusia.
Solo desde esta perspectiva podemos entender que en lo que
concierne al capítulo objetivo, las cifras de producción en materias tales como
el grano, se muevan en parámetros
propios de la Edad Media. No
se trata tan solo de que efectivamente los métodos de producción sean
equiparables a los de los tiempos en los que el vasallo trabaja como aparcero las tierras de su señor, que lo
son. Se trata más bien de comprender que así y solo así es como el Régimen puede aspirar a mantenerse:
generando en torno primero de sí, y luego de sus integrantes, un halo de
misterio cuando no de franco misticismo, llamado a hacer del distanciamiento
para con sus gobernados la más eficaz de cuantas armas pueden ser puestas a su
disposición.
Y aquí fue donde Nicolás II se mostró más equivocado, en lo
que acabó por erigir el factor subjetivo al grado de imprescindible, lo que a
su vez se traduce en la efectiva conveniencia de elevar la personalidad de este
Zar, y por tanto la de su desaparición (siquiera primero solo a título
político) al grado de causa sin la cual la Revolución como consecuencia no
cabría ser pensada.
Y no es que el llamado a ser el último de los Romanov fuera
débil, ni siquiera más débil que cualquiera de los anteriores. Tampoco que sus
políticas fueran en si mismas desacertadas, no al menos en mayor grado de lo
que algunas decisiones tomadas por sus antecesores pudieron llegar a serlo. Lo
que ocurrió fue que la presión que el resto del mundo ejercía sobre Rusia, ya
fuera conscientemente (la guerra europea podría haberse decantado en un sentido
diferente de haber permanecido Rusia en ella) o inconscientemente (en el
metafísico alma de Europa no tenía cabida la esclavitud que si bien había sido
revocada a principios de la segunda mitad del XIX, lo cierto es que en el XX
era todavía comprendida); condenaron de manera irremediable a una Rusia cuya
supervivencia ya fuera de manera real o percibida, significaba el último a la
par que el mayor de los peligros para una Europa, que ya se sentía presagiar.
Y todo ello convergía en Nicolás II, o al menos en lo que el
mismo significaba. De ahí la importancia de este dos de marzo, centenario del
fin del poder de los Romanov.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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