sábado, 25 de febrero de 2017

DE EL PODER DE LA RENUNCIA.

Obnubilados una vez más por el efecto que la realidad provoca sobre nosotros, que decididamente procedemos a cambiar el sentido de nuestra apuesta toda vez que muy probablemente hayamos de comprender que si nuestros dilatados esfuerzos una y mil veces destinados a derribar los muros que nos separan de la comprensión, no hacen sino fracasar, bien pueda ser porque en realidad dirigimos nuestros esfuerzos por la senda equivocada.

Decididos pues a cuestionar todo cuanto en realidad parezca inferencia, o sea, todo aquello que si bien forma parte de la realidad no es parte substancial de la misma, o sea, es en realidad elemento complementario o a lo sumo modificador; que procederemos siguiendo siempre los esquemas cartesianos a redefinir nuevas formas dentro de las cuales acabarán por encontrar su espacio natural todos los elementos destinados a conformar la verdadera realidad.

Inmersos como cualquier otro en el momento que nos es propio o sea, en el tiempo que nos ha tocado vivir, bien puede ser que la única reacción razonable que frente a tal mundo pueda serle exigida al que aspire a considerarse hombre razonable, sea la que se encuentra precisamente inmersa en esa la tan en apariencia simple afirmación.
Si el hombre decide vivir a expensas del cumplimiento de las obligaciones propias para con el mundo que le ha tocado vivir, más pronto que tarde acabará por comprobar que tal hecho, además de frustrante, no es sino alienante por excelencia ya que, si no son más que las vivencias las destinadas a permitirnos inferir el valor atribuible a nuestro papel en el mundo, qué esperanza cabe si tal vivencia se desarrolla en un mundo que no nos es propio, tal y como se desprende de la resignación que subyace camuflada en el reconocimiento de la impotencia para reconocer éste como nuestro mundo.

Reconociendo que nuestra incapacidad para decidir qué mundo o qué manera de vivir son en definitiva las más recomendables, es por lo que un día más reduciremos el espectro de nuestro elemento de observación, y nos limitaremos a esas otras cuestiones más propias de los hombres (pues las anteriores nos acercarían peligrosamente al espacio en el que se guarece El Demiurgo), que pasan por relatar no tanto cuál es el escenario presto a ser considerado como digno de ser merecido, que sí más bien cuáles son las realidades que por su bajeza cuando no por su decrepitud, parecen destinadas a inferir en nosotros todas y cada una de las certezas llamadas a ser enumeradas a la hora de considerar la nuestra como una realidad decididamente mejorable.

Y es entonces cuando la conmemoración de los llamados a ser considerados como hitos históricos, o más concretamente la ausencia de éstas, sirve para poner de manifiesto las múltiples carencias de las que adolece nuestra realidad, manifiestos en la más que evidente resignación que se esconde tras la consabida renuncia.

En la semana que ya dejamos atrás, muere también la posibilidad de rendir merecido tributo a dos de los más grandes de las Letras de nuestro país. Son respectivamente ZORRILLA y MACHADO, dos figuras llamadas a erigirse por si solas en elementos nucleares, cuando no descriptivos, de un periodo que nunca regresará. Solo la amnesia, disfraz tras el que a menudo se ocultan otras consideraciones de naturaleza generalmente más vergonzante, se muestra como elemento mínimamente legitimador de ese ejercicio cada vez más repetido que pasa por arrancar a ciertos mitos el derecho que por su vida o por su obra, sin duda les ha hecho acreedores de ser recordados ya sea periódica o puntualmente.

Engloba la figura de José ZORRILLA, de cuyo nacimiento vinieron a cumplirse doscientos años el pasado martes 21 de febrero; si no todos sí cuando menos la mayoría de los calificativos que sin duda están llamados a formar parte de las aptitudes no ya de cualquier dramaturgo, que sí del que quiera formar parte de ese exclusivo catálogo llamado a conformarse a partir de los nombres a la par que las esencias de los exclusivos que en España triunfaron sin renunciar a las artes propias del quehacer romántico.

De haber sido de interés, o siquiera un poco menos vergonzante; un día después, concretamente el miércoles 22 de febrero bien podríamos haber encontrado un instante para rendir tributo a la muerte de uno de los más grandes creadores de cuantos han dado nuestras Letras. Pues el 22 de febrero de 1939 la muerte se cruzaba en el camino del más joven de los componentes de La Generación del 98.

No pasan  nuestras intenciones, pues de perseverar en ello tan solo lograríamos poner de manifiesto nuestra galopante ignorancia; el hacer aquí y ahora una compilación grande o pequeña de la en cualquier caso ingente aportación que uno y otro tuvieron a bien regalar a la configuración de nuestra Cultura. Sin embargo, y tal vez precisamente por la obligación que consideramos digna de ser restaurada y que pasa por constatar que pocos materiales aportan mayor dignidad y coherencia a la configuración de un Pueblo que los llamados precisamente a configurar su Cultura, es por lo que si dos figuras de la talla de ZORRILLA y MACHADO no encuentran un instante en el cual ser recordados dentro de esta vorágine en la que en mayor o menor medida nos hallamos sumidos; el mismo, sencillamente como hecho, habría de bastar para poner definitivamente sobre la mesa la certeza de que algo muy grave se ha adueñado de nuestra conciencia.

Abrigados en la certeza de que toda decisión trae inexorablemente aparejada una renuncia, es desde donde hoy podemos afirmar que a la vista del calibre de la renuncia expresada, es más que probable que el tópico venga a darnos la razón a la hora de considerar que no el mero paso del tiempo ha de ser confundido con progreso.
Porque si erigimos la vida y obra de ZORRILLA en prólogo de una ficticia obra llamada a considerar su epílogo en lo propio visto en este caso desde MACHADO, bien podríamos toparnos con la definición de un intervalo útil para compendiar la larga lista de fracasos que tras la renuncia que se esconde en el periodo que dista entre el nacimiento de ZORRILLA y la desaparición de MACHADO, se mostrarían como suficientes para poner de manifiesto que a la hora de determinar el futuro de España estuvieron llamadas a ser más incisivas las renuncias, que las acciones.

Ambos dramaturgos, será el amor a España, conjugado de formas inherentemente diferentes lo que esté llamado a configurar un escenario que como decimos está presidido por la renuncia, elemento proveedor de coherencia al argumento.

Renuncia así ZORRILLA a triunfar. Y lo hace simplemente porque renunciar a lo otro, o sea, a producirse como un romántico, hubiera sido una traición aún mayor pues la traición habría estado en este caso destinada a su propia persona.
Vertebrada toda su producción en torno a una consideración no tanto neta como sí exuberante del amor, ZORRILLA queda pues inexorablemente vinculado a una corriente literaria, la del Romanticismo, contra la que España está inevitablemente vacunada; o tal vez sería más justo decir que incapacitada.

Por otra parte, Antonio MACHADO es, y en este caso no hace falta subjetividad alguna, el más joven a la par que uno de los más prolíficos componentes de una Generación del 98 que lleva en su génesis la desazón propia de haber de cantar a la desesperación que inevitablemente forma parte de frustración y la renuncia que azota las estructuras más profundas del país que habrá de resultar.

Porque en el fondo, de eso y de nada más que de eso se trata. De comprender que nuestro presente es el resultado de las acciones que desde aquellos aprioris se tomaron.

De esta manera, el presente de España bien podría ser una mentira, o por no ser tan reaccionarios, bien podríamos decir que los hechos llamados a inferir nuestra actualidad no son en realidad sino la resultante de un fraude que ha transitado a partir de la renuncia a un Romanticismo del que implícitamente se cumplen ahora doscientos años con el nacimiento de José ZORRILLA; y que culminó con los significantes y significados que estuvieron llamados a cifrar la confección de la España que en 1939 fue incapaz de despedir tal y como se merecía a un Antonio MACHADO que desde la distancia fue capaz de retratarla como pocos, o como ninguno.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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