“Si me hubieran hecho
objeto, sería objetivo, pero como me hicieron sujeto, pues he de ser
subjetivo”.
Tal vez estas palabras, dichas por José BERGAMÍN, quien sin
duda ha hecho méritos más que suficientes para ser reconocido no solo como su
mejor biógrafo en lengua castellana,
sino que sus méritos se superan hasta permitirnos afirmar sin el menor género
de dudas que es una de las personas que mejor nos pueden hablar de él (con todo
lo que significa poder decir tal cosa al respecto de alguien que se convertirá
en nuestro guía a la hora de navegar en la procelosa personalidad de quien
incluso para sus contemporáneos se erigió como un verdadero misterio viviente) a saber: Franz
SCHUBERT.
Puede ser que ver hasta qué punto lo que ansiaba ser tan
solo una breve introducción, excusa como en muchas otras ocasiones llamada a
erigirse en el amable catalizador a
partir del cual la pluma, como correlato
de la mente, con la que ha de estar en franca consonancia; se suelta, arrastrando
siquiera tras de sí a la mano (pues pobre del que sufra los delirios propios
del que recorre el camino a la inversa, viviendo en el sin vivir de ver cómo ha
de ser siempre la mente la que ha de correr presta tras la mano); ha terminado
por convertirse en algo más. Algo que ha superado con creces las simples aunque
sincera expectativas que albergaba, y de lo que da muestra no tanto su excesiva
extensión, como sí más bien lo voluminosamente
complejo que se ha vuelto un proceder que, como decimos, poco o nada
perseguía.
Puede que tal proceder se deba a la incapacidad que sentimos
para hablar del que hoy es nuestro protagonista de forma no ya ligera, tan
siquiera liviana. Aunque si tal hecho devengara de una reacción voluntaria (lo
que justificaría entonces que hablásemos de proceder),
lo cierto es que, como ocurre con todo lo referido a SCHUBERT, la grandeza
que de tal pueda devengarse, habrá de
estar refrendada en los efectos que la misma nos ofrezca en la medida en que
ésta se refleje en la fertilidad de una planta, en el brío de un río, o en la
magnificencia que se esconde tras la
fuente que sempiternamente corona cualquier
paisaje imaginario o real (si por real puede entenderse el gozar el privilegio
de haber sido representado), que se
esconde detrás de cualquier Acto
Schubertiano. Porque todo acto de SCHUBERT, goce o no del privilegio de ser
consciente, es ante todo un Acto
Romántico.
Porque SCHUBERT nace Romántico, en la misma manera en que El Romanticismo adquiere forma en él, en
su vida, y en sus actos (sobre todo en aquellos que, sin llegar a ocurrir, lo
llenaban todo igualmente).
Porque SCHUBERT lo llenaba todo. Su mera presencia reforzaba lo que era, y servía para
mejorar lo que estaba llamado a ser. Era
capaz de ser siendo, dejando siempre
a su interlocutor presa de la certeza de que podía ser eso, y cien cosas más.
Y para nuestra suerte decidió ser lo que fue, o cabria mejor
decir que fue lo que creemos que fue.
Porque la corta dura de SCHUBERT sirve, y puede parecer que
es poco, para apuntar lo que pudo haber sido. Si bien sería injusto que de
estas palabras se desprendiera la imagen de que nuestro protagonista “llegó a
ser poco”, lo cierto es que en una suerte de guiño a esa desazón que la
perspectiva nos regala cuando tenemos la fortuna de descansar un instante
nuestra mirada en lo que fue la vida de alguno de los llamados a ser concebidos
como genios, lo que con mayor
presteza emerge ante nosotros es la pena por saber que solo sabremos aquello que fue, perdiéndose para
siempre, escondido a lo sumo en el baúl de la especulación, lo que pudo haber sido.
Condenados a morir
jóvenes en la paradoja de saber que de perseverar en semejante trance
moriremos además insatisfechos (pues dar más valor al instante que pudo llegar a ser, que a aquel instante que llamado a ser, acabó por
materializarse), ya fuera en un pensamiento, o en cualquiera de las inmortales
corcheas a través de las cuales nuestro protagonista desgranaba la vida, o por
ser más justo, desgranaba la interpretación que su forma de ver la vida le
dictaba; estaremos en condiciones de aproximarnos no tanto a la vida que vivió,
como sí más bien a la que creyó vivir, pues para guardar consonancia con las
palabras que han servido hoy para abrir nuestra reflexión, vivir puede
convertirse en algo demasiado marcial, por
ello demasiado objetivo; siendo más acertado dar nuestra opinión sobre la vida, lo que a la larga se convierte
en la más dulce de las vidas, la que es subjetiva.
Y sin embargo SCHUBERT y su obra son ante todo sinceros, y
creo que solo desde la objetividad puede uno aspirar a ser sincero pues como
dice el aforismo: “Es la verdad
privilegio del que no tiene miedo a olvidar nada”.
Pero que nadie se confunda, puesto que en lo que bien
podríamos considerar como el guiño
definitivo a la subjetividad; el compositor nos regala una visión excelsa
de aquello que él comprende como algo insignificante a saber, el tiempo.
Es el tiempo, algo más que la fútil expresión de lo que a
través de él acontece o, dicho de otro modo, el tiempo posee, siempre que es
mencionado desde el punto de vista del Romántico,
un valor intrínseco. Solo desde tamaña percepción, podemos siquiera
hacernos una idea no de las consecuencias como si más bien de las connotaciones
que el tiempo, en tanto que tal, adquiere
para quien sin duda ninguna está llamado a ser, no por su naturaleza sino más
bien por la de sus actos, el primer
Romántico de la Historia.
Porque decir que SCHUBERT es el primer Romántico de la
Historia, ha de ser mucho más que creer siquiera con absoluta convicción que su
música está concebida, probablemente por primera vez en toda la historia,
escrupulosamente dentro de los cánones que a posteriori servirán para catalogar
como tal toda composición que a tal respecto haga gala. En realidad, decir que
la música de SCHUBERT responde por primera vez a tales cánones supone
reconocer, ya sea de manera consciente o inconsciente, que se trata de una
música plena, necesaria esto es, que tiene en sí misma la causa suficiente a la
hora de justificar su propia existencia.
De este modo, ejercicios posteriores tales como los
desarrollados más o menos inmediatamente después de su muerte, todos ellos
directa o indirectamente encaminados a reducir su obra y a la sazón su persona
al esquema reduccionista en cumplimiento del cual nuestro protagonista
sencillamente va detrás de BEETHOVEN en
un supuesto orden de las cosas, quedan por sí solos desautorizados.
Como el propio BEETHOVEN dejó escrito: “Es verdad que en SCHUBERT
hay una chispa divina”. ¿Nos encontramos ante un anticipo? Tal vez simplemente
estemos ante un ejercicio por medio del cual un genio reconoce a otro. Sea como
fuere, lo cierto es que la relación que se adivina entre ambos compositores,
establecida ésta desde el marco conceptual de sus múltiples coincidencias, así
como de sus evidentes contradicciones, resulta concebible desde un paradigma
semejante al que se presenta cuando el desarrollo o la evolución de un
determinado procedimiento, amenaza con fracasar por haber explorado todos los
campos que a priori se le consideran propios, sin haber obtenido resultados
satisfactorios. No es sino llegados a ese punto, que se impone una necesaria
ruptura, la cual habrá de darse en forma de superación
de las estructuras dentro de las que pudiera haberse definido el “experimento”,
habilitando con ello un espacio totalmente nuevo, proclive por ello a la
generación no solo de realidades nuevas, sino de verdaderos contextos netamente
revolucionarios en lo que se refiere sobre todo a la concepción de múltiples y
novedosos descubrimientos.
Estamos pues hablando de la paradoja de la implantación de algo nuevo, sin que el protocolo de
superación de lo anterior requiera reducir al rango de obsoleto lo propio del
ente superado. Se trataría pues de una forma de superación, sin que ello requiera discriminar lo que vendría a
considerarse superado. Hablamos pues
de una forma de ruptura no traumática, en
la que la asunción de la mejora permite mantener intacta la continuidad de los
entes afectados.
Porque tanto SCHUBERT como por supuesto BEETHOVEN sabían algo y lo que es más, compartían
ese saber habilitando un puente que unía no tanto diferentes saberes como sí
más bien el mismo saber analizado desde distintas perspectivas. Y eso está tan
claro como que sirvió para que uno cerrara el Periodo Clásico, a la vez que el otro inauguraba el futuro Periodo Romántico.
Hoy sabemos de qué estaba compuesto ese saber; nada más y
nada menos que de nostalgia, o como
hemos dicho, de las distintas formas que el Ser Humano tiene de enfrentarse al mundo, ya sea por o desde la nostalgia.
De esta manera, SCHUBERT y BEETHOVEN están más cercanos de
lo que podemos llegar a imaginar. Unir a ambos es rendir tributo a la devoción
filial que nos ha conmovido a todos y que marca el sendero de una historia
musical que posteriormente habrá de llevarnos a SCHUMANN, CHOPIN, BRAHMS y por
supuesto, a MAHLER.
Será muy difícil, casi imposible que vuelvan a coincidir dos
genios en tan corto espacio de tiempo; porque ellos contaban con el interrogante
propicio, conscientes como eran de que el fracaso es el pronóstico de un logro;
los fantasmas, epítome de la realidad, las ideas definitivas, solo pasos dados
por o hacia lo inestable. Los hombres sagrados (HAYDNT, MOZART, BACH), solo
maestros que incitaban de nuevo para crear un sentido alternativo allí donde no
lo había.
¿Y de verdad aún os sorprendéis de que se les eche de menos?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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