Múltiples, a la par que complicadas, son las variables
llamadas a converger en la figura de quien es hoy nuestro protagonista: Maurice
RAVEL. Y todas parecen sin duda iluminar la certeza de un proceso que, con
forma de renovación y con visos de inexorable, está llamado a erigirse en el
procedimiento destinado a erigirse en la premisa conceptual, pero sobre todo
actitudinal, llamada a definir los cánones de lo que a partir de entonces será
llamado Neoclasicismo.
Nacido el 7 de marzo de 1875 en un pueblecito pesquero
enmarcado en la comarca del territorio Vasco-Francés, el mero hecho de que su
madre decidiera emprender viaje desde París incluso estando encinta, pone de
relevancia dos de los aspectos que a título en apariencia más habrán de definir
el carácter de nuestro protagonista como serán por un lado el inequívoco amor
que profesará a su madre, y la pasión desde la que siempre vivirá su tortuosa
relación para con España; relación que se mostrará imprescindible tal y como
cabe esperarse del proceder desde el que todo autor francés se posicionaba a la
hora de inflamar su capacidad imaginativa con España, en la que, y siguiendo
algunos de los cánones preceptivos del proceder
romántico, no dudaban en dotar de una suerte de mágico encanto definido a partir de la capacidad para erigir en
ella mágicos a la par que exóticos escenarios.
Despierta muy pronto RAVEL a la música, y lo hace de la mano
de pianistas de la talla del catalán RIGARD, desde cuyas orientaciones no solo
avanzará en lo concerniente a la formación estrictamente técnica, sino que, en
una labor casi más importante, encontrará apoyo en lo concerniente a
desarrollar una suerte de mundo interior que
en RAVEL se erigirá en forma de un eterno
deseo de permanecer ligado al mundo infantil.
Y si las disposiciones de su madre resultarán
imprescindibles a la hora de dibujar la primera impronta, la que sirve sin duda
para definirnos, será su padre, o más concretamente la actitud de éste, la
propia de un Ingeniero Industrial suizo
la que determinará sin duda el devenir de nuestro protagonista, pues solo desde
la condición de un científico, de un hombre vinculado a la tecnología sería más
correcto decir, puede entenderse el amor por la precisión y la meticulosidad
que nuestro protagonista profesa, y que ya desde sus primeras composiciones
resulta manifiesta.
Se van poco a poco y como casi siempre de manera en
apariencia anecdótica, presentándose a
revista todas y cada una de las piezas que al igual que ocurre en cualquier
máquina compleja, por sí solas y por
separado no representan nada, pero que una vez unidas con la armonía que el constructor les confiere, pueden
erigirse en arma cuando no en herramienta competente para hacer saltar por los
aires cualquier estructura previa, por rotunda que por vetusta parezca.
Porque eso, nada más que eso, es lo que está llamado a
definir la trayectoria de nuestro protagonista. Una trayectoria que ya en su
presente apuntaba maneras, y que
pronto le llevó a merecer consideraciones de sus contemporáneos tales como la que STRAVINSKI le
dedicó cuando se atrevió a definirlo en conjunción con su obra como el trabajo de un perfecto relojero suizo.
Porque ahora sin doble intención alguna, de tal
consideración puede y debe concebirse el plano llamado a erigir el contexto en
torno al cual giran tanto nuestro protagonista, como un obra. Una obra llamada
a esbozar no tanto un mundo nuevo, como
sí más bien una nueva manera de
interpretar el mundo. Porque RAVEL nunca ansiará cambiar el mundo, a lo
sumo le bastará con modificar la manera de verlo. Y qué mejor manera que
poniendo al receptor frente a una perspectiva nueva, la perspectiva desde la
que un niño ve el mundo.
Pero esta visión
infantil, no peca para nada de infantilismo.
Más bien al contrario, la capacidad para redefinir el antropomorfismo enriqueciéndolo con las herramientas
que el gusto por la precisión de proporcionan, se mostrarán no ya útiles sino
imprescindibles a la hora de dibujar escenarios y escenas como los que se perfilan
en la ópera Mi madre la oca, en los cuales no se trata ya de que animales y cosas se comporten como personas sino
que al contrario de lo que hasta ese momento cabía esperarse de tales
experimentos, los personajes humanos presentes
en la obra se ven superados en conducta por los objetos, sobre todo en lo
atinente a consideraciones y conductas morales.
Aunque el verdadero punto
y aparte llamado a romper definitivamente la ya de por sí débil relación
que ata a nuestro protagonista para con su mundo, se materializa en su
inolvidable BOLERO.
Concebido como una pieza de ballet destinado a ser bailado, bolero se configura como una muestra
excepcional de sublevación contra lo evidente en la que el poder del ritmo,
definido por la caja adquiere un
valor que a priori resulta impropio y que luego resulta indescriptible toda vez
que en torno a una frase llamada a reproducirse una y mil veces hasta el
infinito, arrastra poco a poco a toda la orquesta en un más que probable
frenesí que si bien se experimenta, más bien ha de intuirse, pues la única
variación estructural de la obra no se produce hasta el instante previo a la
finalización de la misma.
Y mientras, una repetición que en realidad nunca resulta cansada,
va conduciendo nuestra intencionalidad a través de un mundo siquiera sugerido,
toda vez que las únicas variaciones que la obra considera merecen consideración
cromática, subjetiva por ello.
En definitiva, es Maurice RAVEL un compositor llamado a ser reiteradamente redescubierto, pues como
dice el aforismo: Nadie puede bañarse dos
veces en el mismo río. Y las permanentes redefiniciones que RAVEL nos
regala, nos ayudan a menudo a descubrir facetas propias otrora desconocidas, o
nunca exploradas.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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