Instante: Acumulación de pasados destinados a formar nuestro
presente. ¿O eran los sueños en presente los que, empecinados, nos condenan a
vivir en el eterno presagio de un futuro? Sea como fuere, lo cierto es que en
todos, tanto en los instantes, como por supuesto en sus múltiples
disposiciones, recuperamos nuestra esencia. ¡Siempre que tengamos valor para
reconocernos en ella!
Porque a menudo no es tanto el reconocimiento de la persona,
como sí más bien lo que procede del reconocimiento de sus actos lo que está
destinado a asustarnos. Porque de eso se trata, de miedo. Del miedo en sus
diversas versiones y acepciones. Porque la frustración es miedo. Porque la ira
es miedo. Porque el miedo es en sí mismo, un ente que galopa paralelo a los
designios del Hombre, cruzándose a menudo en su camino destinado a menudo a
poner de manifiesto realidades del propio Hombre que de otro modo hubieran
permanecido para siempre ajenas a éste.
Descubrimos así pues un proceso de transformación en el que
algo aparentemente accesorio, algo en principio interpretado como un síntoma de
debilidad, se erige repentinamente como un activo
incondicional llamado a formar parte, cuando no activamente a conformar, el
catálogo de recursos y competencias que lleva al Hombre a desencadenar algunos
de los instantes destinados a fraguar la Historia tal y como la conocemos.
Porque es el miedo el denominador
común llamado a estar presente en todos y cada uno de los caracteres desde
los que aquellos hombres, todos en el mes de julio, decidieron que con sus
actos, la Historia había de cambiar.
Era el miedo la certeza destinada a igualar al caballero con
su palafrenero en los instantes previos
a la batalla que en Las Navas de Tolosa estaba a punto de desarrollarse.
16 de julio de 1212. Muchas y por cierto muy diversas
conjuras van a ver alcanzado su clímax en aquella explanada. Mucho, por no
decir todo, es lo que está en juego. El prestigio de un monarca, en este caso
el de Alfonso VIII, o por ser más exacto, la responsabilidad que al menos en
principio él mismo se ha otorgado, es lo que se encuentra en juego.
El momento ha llegado. Es aquí y ahora. Es el todo, o la nada. La denominada “Liga
de la Santa Cruzada ”
se ha formado. Y lo ha hecho, aunque el peso de la tradición y por qué no
decirlo, del romanticismo, diga que por razones castas; habrá de ser la interpretación de lo que sus actos demanden
la responsable de dotar de valor a tales consideraciones.
Casi 85.000 hombres han venido a componer la mencionada Liga.
Y digo bien: Han venido, porque a la siempre clamorosa llamada
a la lucha en pos de la liberación de los territorios y de los hombres
oprimidos por el yugo del invasor, representado en este caso por el Imperio Almohade, han acudido cientos,
decenas de miles, pertenecientes la mayoría a elementos del todo discordantes,
que albergan en la unidad de la lucha su última esperanza de cara a encontrar
un nexo común.
Ni Alfonso VIII, ni el Arzobispo de Toledo, d. Rodrigo
Jiménez de Rada, habían sido capaces de valorar con la suficiente mesura los
efectos que su llamada desencadenaría en el Mundo
Cristiano. En un mundo frenético en el que por otro lado resultaban ya
fácilmente reconocibles los síntomas llamados a presagiar la cercanía de un fin
que amenaza con llevarse a cabo ya sea por superación, ya sea por colapso; la
llamada a liberar tierra de moros efectuada por los protagonistas
desencadena en todo el mundo civilizado una
forma de frenesí desconocida o al menos no sometida a las crónicas hasta el
momento.
Todo el destinado a tener algo que decir se encontraba allí
en aquel específico momento. Una tropa de
lo más heterodoxa disponía una formación aparentemente coherente empleando para
ello el valor que procedía de la interpretación que en muchos casos a título
particular justificaba la presencia de una estructura que de no ser
precisamente por el efecto que el miedo, reconocible eso sí en todos, aportaba;
convertiría en absolutamente incierta la labor de encontrar un solo elemento
común que uniera a tan solo dos de los llamados a conformar el ejército que
estaba destinado a cambiar la dirección de la Historia…
Pero retrocedamos unos días en el tiempo, concretamente los
necesarios para llegar al 20 de junio. Los mercenarios,
por definición guerreros que ponen tanto sus armas como sus conocimientos
en materia de guerra al servicio del mejor postor, alcanzan la población de Malagón, que por entonces se encuentra
bajo dominio Almohade. En contra de
los dictámenes fundados en la tradición, las negociaciones comienzan sin que de
las mismas tengan conocimiento los que ejercen como responsables de las fuerzas
contendientes a saber, el propio monarca, Alfonso VIII y por supuesto, el
Arzobispo. Las consecuencias serán evidentes, y de las mismas será testigo el
propio Rey una vez alcanza la fortaleza en cuestión. El espectáculo es
dantesco, y será a efectos descrito por los cronistas oficiales. “Colgando de
los lugares más inverosímiles. Degollados, masacrados, muertos de manera impropia;
toda la población ha sucumbido al fanatismo de unos hombres que, víctimas del
mayor de los miedos, el que desde dentro es capaz de pasar desapercibido sobre
todo para el que lo padece, han puesto de manifiesto una vez más el efecto que
el miedo como extensión de la persona, provoca en el tiempo…
El tiempo, o por ser más exactos cada una de las
manifestaciones llamadas a conformar el ideal
que al respecto del mismo nos hemos dado en conformar; son las llamadas a
denotar tanto el orden como la presencia de los actos llamados a conformar en
este caso el episodio que a continuación llama nuestra atención, y detiene
nuestra máquina del tiempo.
14 de julio de 1789, Francia. Provocando mucho más estrépito
que los alborotadores que luego serán en muchos casos idealizados como revolucionarios; el silencio, muestra de la
incapacidad de Luis XVI para entender la gravedad de los hechos, recorre
Versalles.
Luis se sabe perdido. Y lo que es más, sabe que todo está
perdido. La lucha, la verdadera lucha, la llamada a convertir en históricos los acontecimientos de aquellos días, no se
desarrolla entonces, ni allí. No es una batalla al uso, ya que en la misma no
se carga con caballos, ni hay
posibilidad de defender los fortines con honor cercano a la imprudencia soportando
la carga con la esperanza de que ya sea la bayoneta, o la espada, se muestren
certeros y hagan tenue el sufrimiento…
La verdadera batalla se comenzó a perder en 1751, cuando los
philosophes, posteriormente conocidos
como enciclopedistas, pusieron las
bases del que estaba llamado a convertirse en el Nuevo Edificio. El Nuevo Estado, consecuencia única y a la sazón
lógica de éste, requería de multitud de cambios, cambios que en la mayoría de
ocasiones eran no ya imposibles de asumir, es que, de hecho, su mera mención
constituía motivo de sanción bajo pena de Alta Traición. La causa, una vez más,
evidente: La generación del escenario
promovido, no lo olvidemos desde cauces lógicos, requería de la implementación
de una serie de cambios que en sí mismos eran suficientes para poner “en tela
de juicio” todas y cada una de las estructuras que hasta ese momento la
Historia había demostrado como dignas “del mayor orgullo de Francia”.
A Luis XVI no le cupo duda alguna de que su fin estaba
trazado no en la punta de una bayoneta, sino en las anotaciones al margen que efectuadas por uno de aquellos philosophers consignaron la fórmula que
unía bajo el epígrafe de lo inexorable el triunfo de la libertad, al sucumbir
de la tradición.
En consecuencia, la Revolución, prueba del miedo.
28 de julio de 1914. Como consecuencia de la negativa serbia
de cara a aceptar las peticiones que la coalición formada por Austria y Hungría
imponen en pos, supuestamente, de retrotraer el orden de las cosas al estado en
el que se encontraban antes del atentado que causa la muerte al Archiduque
Francisco Fernando y a su esposa en Sarajevo, el 28 de junio de ese mismo año;
se declara la Primera Guerra
Mundial.
Destinada a ser la mayor
conflagración militar de la Historia, la guerra, que se prolongará hasta
noviembre de 1918 en lo concerniente a lo militar, pero que no acabará hasta
1919 con la firma del Tratado de
Versalles; se convertirá en el más elocuente ejemplo a la hora de demostrar
el efecto que el miedo causa en los Hombres.
Los acontecimientos, o más concretamente la intensidad que en los mismos se detectan
y que tienen lugar a lo largo de todo el Siglo XIX, conforman un Estado de las Cosas desconocido hasta el
momento. Por primera vez, la sempiterna relación existente entre los Hombres y
el Estado, y que de forma reduccionista queda formulada en la tesis en base a
la cual el Estado debe su supervivencia a
la capacidad que presente a la hora de dar soluciones no solo rápidas sino
eficaces a las demandas presentadas por los ciudadanos; se tambalea de
manera dramática. No ya solo el Estado, ni siquiera la propia Idea que
del Hombre se tenía, ha sido capaz de resistir a los envites que el XIX y
su eterna revolución conceptual llevan
a cabo. El miedo, y su eterna representación, la inseguridad, se han apoderado
de todo y de todos. La mejor solución, hacer como si nada de esto pasara y lo
que es más, negar el propio paso del tiempo. Así, a efectos sociopolíticos, el
paso al nuevo siglo no se llevará a cabo hasta bien entrada la mitad del siglo
XX.
Luego vendrá la
SGM. Su causa, en un claro paralelismo, la incapacidad para
asumir sin miedo las consecuencias del Tratado de Versalles, que a la postre
supuso el fin de la Primera Guerra
Mundial digamos, de
aquella manera, en lo que la Historia describe gráficamente como la Paz
Armada.
Y siguiendo la senda trazada por las fuerzas en las que
resulta fácilmente reconocible el rastro de el miedo; los acontecimientos que
en Francia ponen día sí, día no, en jaque nuestra estabilidad.
Anecdótico o crucial, lo único indiscutible es que Francia
parece trágicamente condicionada a ondear el estandarte de esa guerra que el
Hombre tiene, y que le enfrenta contra su más terrible enemigo, él mismo.
Porque lo creamos o no, tanto lo que está en juego, como por
supuesto el catálogo de recursos que estemos dispuestos a hipotecar en pos de
la consecución de los llamados a considerarse como objetivos a mesurar en esta
guerra, componen una apuesta que ya sea por el volumen físico que acumulan, o
por lo trascendental de lo metafísico hacia lo que apuntan, predisponen al
Hombre para una suerte de Lucha Final en
la que paradójicamente resultan fácilmente reconocibles muchos de los Caballos de Batalla que ya han campado
por sus designios a lo largo de la Historia.
Y entre todos ellos, el miedo. Otrora elemento de
supervivencia, parece hoy encomendado a llevar a cabo la trágica labor de
promover a la par que justificar la destrucción del Hombre por el propio Hombre
pues, lo queramos o no, solo el Hombre puede ser el Lobo definitivo para el Hombre.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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