Inmersos como estamos en un proceso febril, en el que los dislates, cuando no directamente los desmanes
se adueñan de la llamada actualidad con una fijeza que solo la sinrazón puede
explicar; puede resultar curioso, aunque esperamos que al final cuando menos
desde la indolencia se justifique, te acudamos hoy quién sabe si desde la
ignorancia, o más bien en lo que podría considerarse como una llamada de
auxilio promovida desde el inconsciente, a remover los rescoldos de un otrora
irrepetible, el del Pasado Imperial de
España; pasado cuya encarnación pertenece,¡faltaría más! al que es su
máximo artífice y por supuesto gran valedor: El Rey Carlos I de España,
Emperador del Sacro Imperio.
Alejados de manera exhaustiva en lo que concierne a los
ejercicios que habrán de dar forma a la presente reflexión el erigirnos ni en
biógrafos ni en cronógrafos de la que es sin duda una excelsa figura; no es por ello menos cierto que tal y como han
puesto de relevancia otros sin duda mucho más cualificados, entre los que se
encuentran sin duda autores de la talla de GOODWIN o MARTÍNEZ SHAW; la empresa
a la que nos enfrentamos, hablar de un monarca que sin duda ejerció su labor
actuando en todo o en parte sobre un determinado territorio, a la par que sobre
los súbditos en el mismo contenido; y tratar de hacerlo procediendo desde la
voluntad de aislar los antecedentes y consecuentes que respecto de esos mismos
súbditos sin que el ejercicio tienda al
desastre, al cual se llegaría cuando del proceder se distinguiera cierta
forma de alienación, cierto es que
entraña en sí mismo todo un desafío, por constituir un ejercicio inaudito. Sin
embargo, no es menso cierto que de poderse llevar a cabo, el periodo que se
erige como el llamado a constituirse en el contexto
de Carlos I es el único propenso para ello.
La lista de sucesos que en unos casos resulta correcto decir
que acontecen, otros tan solo comienzan a pergeñarse, coincidiendo con la
llegada a España del que ya es Carlos I de España, pues desde Abril el propio
Cardenal Cisneros ha puesto en conocimiento de
todo aquel destinado a saber por buen fin el hecho de que Carlos se ha titulado Rey; es de una enormidad
sublime, si bien tanto la misma por consecuencia, como los resultados de la
puesta en acción de los elementos consignados en esas listas, ha de buscar
resumen en un único hecho tangencial, pero a la larga vital. Carlo I representa
la superación de todo lo conocido.
El declive de la Dinastía
de los Trastámara, no por progresivo menos llamativo, tendría bien merecido
un desarrollo propio cuya extensión habría de ser proporcional a su grandeza.
Sea como fuere, lo único que ahora haremos será dejar claro que la instauración
de la Dinastía de los Austrias, hecho que acontece en la persona del nuevo
monarca, no ha de tratarse, y mucho menos considerarse, como el resultado de un
proceso de subordinación. Mas bien,
al contrario, la comprensión del resultado por el que la Dinastía de los
Austrias se erige en patrón del Imperio Español hay que buscarla en una suerte
de metáfora por la cual el elemento superado no lo es porque en el mismo se
aprecie dolencia ya sea superficial o estructural. Se trata sencillamente de
que la nueva tecnología, más
eficiente y capaz, representada en este caso por las técnicas que atesora el
Rey Carlos, son sin duda mucho mejores. Así lo reconoce la Historia, y de hecho
así fue asumido por sus protagonistas.
Absurdo por pueril resultaría tratar de afirmar que la irrupción de Carlos I, el destinado a
ser llamado César, no tuvo
desavenencias. Sin embargo, y al margen de las que podríamos llamar pragmáticas, esto es, las que tienen su
desarrollo o consecución en el campo de lo práctico (las que dirimen la suerte
del conflicto que las origina en el terreno de lo material); lo cierto es que serán
otras, precisamente las que se amparan en el terreno de lo conceptual, las que
se ganan modificando preceptos, instaurando o reforzando dogmas, las llamadas a
ser indispensables una vez puesto en marcha el ejercicio destinado a lograr la
comprensión de un periplo tan impresionante.
Porque aprendiendo de nuestros rivales, ejerciendo en este
caso de ingleses cuando éstos
prescinden de sus sin duda múltiples diferencias cuando se unen en pos de
cantar las bondades del Imperio
Británico, así es como deseo yo proceder hoy a la hora de hacer mención de
la grandeza del Imperio Español.
Seguro que mi empresa está llamada al fracaso, de hecho, eso
es algo que asumí desde el momento en el que constaté que adolezco de la
condición indispensable que ha como tal ha quedado demostrada para todo el que
desea ser reconocido como un buen
Hispanista a saber, no ser español.
Y embarcados en las tormentas a las que a veces nos conducen
los paradigmas, testigos quién sabe si de alguna broma macabra, es aquí donde
nos damos cuenta de que, efectivamente, la última piedra que sus detractores
arrojaban sobre el Rey Carlos una vez finiquitado
el arsenal que a tal fin habían dispuesto, era precisamente la que se hacía
fuerte en la obviedad, la que pasaba por constatar que si bien a su muerte en
septiembre de 1558 Carlos era el más
español de los españoles, esto no era así en 1516.
Carlos I no era español. Esta afirmación, petulante por
obvia, causa por sí sola de litigios y desavenencias a cientos en 1516 y
posteriormente, da lugar hoy a una sola consideración, la que pasa por añadir
un “afortunadamente” a la
misma. Conclusión a la que llegamos abusando una vez más y
sin disimulo del que sin duda es nuestro mejor recurso: La Perspectiva Histórica.
Porque si bien resulta incontestable la afirmación en base a
la cual los procesos de descubrimiento en unos casos y de conquista en otros,
llamados en conjunto a definir el marco Geográfico en el que durante varias
centurias habrán de transcurrir los acontecimientos llamados a definir la
historia no solo de un país, más bien de todo un continente, están llamados a
integrarse a partir de algo tan material
y específico como es el brillo del acero, no es menos cierto que lo que
está llamado a constituirse como el pegamento que consolidará las junturas
de un Imperio como el español será a la
postre algo tan racional y a veces oscuro
como es la manera de pensar de alguien que hace de la mezcla del Humanismo con la Idea Absoluta de
Dios, su máxima disposición.
Porque será solo a partir de la intuición de la complejidad de la disposición de los pares de fuerzas
destinados a conformar la insoslayable unión del Imperio Español, la cual
ha de girar íntimamente ligada a la persona de su monarca y señor, donde
ubiquemos el punto exacto donde emplazar el minarete destinado a
proporcionarnos la visión de horizonte, casi
de futuro, que resulta imprescindible no solo para entender la unidad de España
(Carlos es en realidad el primer rey que tiene sobre su cabeza la Corona que no
solo expresa sino que verdaderamente representa la unión de Aragón y Castilla);
como sí más bien para entender la disposición de mente que será imprescindible
para llevar a cabo el cúmulo de modificaciones que sobre todo en el plano
epistemológico serán imprescindibles para ubicar a España en el nuevo tablero.
De la confabulación del escenario descrito (en tanto que
real), con el esperado (cuya naturaleza es, de momento, a lo sumo potencial),
redunda una única conclusión plausible, la que pasa por aceptar que las tensiones
que inexorablemente habrían de depararse a la hora de conciliar los intereses
de nación, con las aspiraciones de los que abiertamente apostaban por la
macroescala, la conformación de un Imperio, habrían hecho saltar literalmente
por los aires las estructuras del no lo olvidemos, aún incipiente estado, de
haber sido las mismas dirigidas a parir de las conformaciones propias derivadas
de las estructuras mentales de las que era capaz el momento histórico de los Trastámara.
¿Dónde reside entonces la gran diferencia llamada a hacer
posible el éxito español? Pues precisamente en la eficacia con la que Carlos I logró instaurar
primero lentamente y con ello con gran precisión, los usos y maneras de una nueva forma de pensar llamada a ser la
protagonista de los Nuevos Tiempos.
Se trata sobre todo de aceptar que Carlos I resume en sí
mismo la instauración del Humanismo
Alemán. Una nueva forma de pensar, destinada a erradicar los angostos
procederes que hasta el momento habían protagonizado la manera mediante la que se toman decisiones en Castilla.
El norte derrota al sur. Este que no otro es el gran triunfo
del que ante todo fue un Hombre capaz y competente. Un Hombre que ejerció por
primera vez la profesión de gobernante. El
cambio parece sutil, pero solo una vez asumidas que no comprendidas las
sutilezas que la afirmación encierra, nos llevan a entender la paradoja que se
encierra en el hecho que nos ha traído aquí hoy a saber, la conmemoración de su
deseo de abdicar. Lo que comenzó a gestarse a finales de junio de 1555.
Capaz para gobernar,
y competente. Competente sobre todo para instaurar no ya una manera de regir,
como sí una manera de pensar. Por eso, ya solo por eso, la memoria de Carlos I
permanece inalterada pese al paso del tiempo. La causa, evidente: Los reyes son
barridos por el tiempo, pues solo sus obras quedan, y éstas, más pronto que
tarde, siguen a los que las pergeñaron. Por el contrario, un gobernante nos
deja Ideas. Su idea de la Vida, su Idea de España. Y las ideas son inmortales,
arrastrando con ello a tal condición a los que fueron capaces de hacerse
grandes pensando.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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