En una Europa presa de la paradoja propia de saber que el
amanecer está llamado a convertirse en el heraldo del ocaso. Cuando los
primeros años del Siglo XX no han servido sino para demostrar por enésima vez
la tesis de que el progreso requiere de
una disposición de ánimo ajena sin cuya presencia, el futuro queda reducido al
efecto reconocible en el mero paso del tiempo. En tales y no en otras
circunstancias, en Salzburgo, en abril de 1908 nace Herbert Von KARAJAN.
Nacido en el seno de una familia acomodada, Karajan
constituye en sí mismo la respuesta a la pregunta que aún no se ha hecho, la
pregunta llamada a representar la cuestión a la que la Humanidad todavía no se
ha enfrentado.
Nacido en el momento de calma que precede a la tempestad,
Herbert Von Karajan puede, una vez analizado no tanto su indiscutible éxito,
sino más bien la inestimable habilidad mediante la que éste se ha conseguido,
ser considerado como uno de esos elementos
que solo son reconocidos en la Historia una vez que la perspectiva
procedente del paso del tiempo nos permite ubicar con precisión el lugar exacto
en el que, atendiendo generalmente a la magnitud de sus actos, o como en el
caso que nos ocupa, atendiendo a las consecuencias de éstos; merecen estar.
Hablar una vez más de las dificultades que entraña conciliar
el peso de los primeros años del Siglo XX en la Historia puede sonar a perorata
baldía y sin sentido. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, poner de
manifiesto el contexto al que inexorablemente hemos de enfrentarnos a la luz de
variables tales como las procedentes de revisar la fenomenología propia del
momento llamado a convertirse en la génesis de los acontecimientos
aparentemente destinados a provocar el azote de los Cuatro Jinetes cabalgando sobre El
Viejo Continente; bien podría por sí solo erigirse en motivo suficiente
como para llamar nuestra atención.
Porque más allá de lo que significa nacer en tal o en cual
fecha, lo único cierto es que todo lo acontecido entre el último cuarto del
Siglo XIX, y la primera mitad del Siglo XX, está destinado a sucumbir bajo el
rodillo conceptual que supone la unas veces premonitoria y otras muy real, permanente idea de la Guerra.
Porque tal que no otro es el contexto en el que se
desarrolla no solo el proceder, sino inexorablemente la vida, de un Herbert Von
Karajan nacido en el seno de un periodo histórico carente no solo de genios,
sino llamado de manera directa a rechazarlos. Es así que en un momento de
oscuridad, en un momento de silencio, cualquier atisbo de luz, cualquier
presagio de armonía, está inexorablemente condenado al destierro toda vez que
de no ser así, el bien planeado proceso que por medio del ruido y la farfulla
conduce a Europa al colapso del Caos, podría
no obstante venirse abajo precisamente ahora, cuando parece que sus objetivos
son realmente alcanzables.
No se trata ya pues solo de que sean malos tiempos para la
Música, en realidad lo son para cualquier materia artística, pues de lo
contrario, de permitirse la profundización en éstas y en otras parecidas
consideraciones, el tupido entramado por algunos tejido a lo largo de siglos,
llamado a amenazar con la oscuridad a todo el Continente Europeo, necesitas
devastar para siempre el alma humana. Hay que agostar cualquier deseo de futuro,
hay que masacrar todo atisbo de esperanza. El Hombre ha de morir, y para ello
el paso decisivo pasa por arrebatar del mismo el más fuerte de los instintos de
cuantos le llevan a perseverar. El instinto destinado a decirle que la vida
merece la pena.
Logrado ya sea a título de presunción, ya sea a modo de
realidad el objetivo de cercenar cualquier proceso creativo; la lógica
implícita en la Naturaleza habrá de poner en práctica otros medios de cara a
desarrollar lo que intrínsecamente le es propio a saber, salir adelante.
Es entonces cuando en uno de sus conocidos giros, en otra de
sus rocambolescas manifestaciones, la Naturaleza nos regala otro de sus
peculiares giros y, en una clamorosa metamorfosis,
es capaz de modificar los parámetros de lo que está llamado a ser
considerado genialidad. abriendo con ello nuevas expectativas destinadas a
bañar con la luz del progreso escenarios hasta el momento condenados, al menos
en apariencia, a sucumbir bajo el nefasto protocolo de la oscuridad.
Es entonces cuando la necesidad se erige en virtud y, una
vez constatada la incapacidad para saciar nuestra sed de genios entre los
llamados a brillar por el clamor que procede de su talento compositor, creamos
una nueva forma de constatación del arte al entender como genialidad, el don propio de aquellos que sin ser
creadores, muestran con su capacidad de
recreación, la posición de alma quién sabe si más cercana, podríamos decir
que casi paralela de la que hacían
gala tal y cual compositor en el momento en el que alumbraban tal o cual obra.
Porque bien visto, la disposición de alma de la que ha de
hacer gala todo director de orquesta que
se precie, ha de pasar inexorablemente por la constatación inequívoca de
entre sus disposiciones, o mejor dicho de que entre sus aptitudes, se
encuentran todas las llamadas a ser reconocibles como las que presentaban los
compositores en el momento de traer de la
oscuridad a la luz el orden llamado a hacer reconocible cualquiera de las obras
hoy destinadas a ser llamadas “Grandes Obras”.
Así visto, el papel del Director de Orquesta se pone de
manifiesto como el propio de los destinados a ocupar un nuevo lugar en el
escenario de los genios. Si bien no es un creador, el Director ha de ser capaz
de sintonizar en una longitud de onda
reconocible las emociones que una vez dominaron el corazón y el alma del
que llamamos Compositor; para trasladarlas de manera coherente hasta un aquí y
un ahora en el que, sin perder su esencia, esto es, siendo reconocibles por el
auditorio, lo sean a su vez de manera coherente con el presente que en este
caso viene dictado por el momento en el que la obra es recreada. ¡Y todo sin
perder por un solo instante la perspectiva!
Y Herbert Von Karajan lo hizo. ¿Por qué? Pues precisamente
porque nadie como él llegó a entender lo esencial de este cambio. Un cambio
que, de no hacerse con cuidado, amenazaría para siempre el futuro de la Música,
no solo de la futura, sino fundamentalmente de la pasada.
Por ello Karajan entendió que su proyecto estaba llamado al
desastre, si para su realización no contaba con el mejor equipo. La Orquesta Filarmónica
de Berlín, y un famoso sello discográfico que aún hoy y desde entonces está
reconocido como el más importante en materia de grabación de Clásica vienen a
conformar este curioso triunvirato que
todavía hoy hace las delicias de cualquiera que se crea competente para
profundizar en este mundo.
Mientras, Herbert Von Karajan recoge las mieles de su éxito
desde la paz de espíritu propia del que si bien ha muerto, el 16 de julio de 1989, a los 81 años de
edad; en realidad se sabe inmortal.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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