Porque tales son, en esencia, los absolutos a cuya percepción tiene acceso el Ser Humano. Como el
ratón que preso sin saberlo, en su jaula, da vueltas y más vueltas en esa rueda
que muestra la definitiva paradoja del mundo, la que pasa por constatar lo
fácil que es moverse hasta la extenuación previa a la propia muerte, sin ir en
realidad a parte alguna; así el Hombre llora hasta el delirio reduciendo a menudo
a un ejercicio de histrionismo aquello que los demás resumen en el tantas veces
resumido ejercicio que es en definitiva, vivir.
Pero, entonces, ¿quién ha de sentirse más desgraciado? Unos
mueren sabiendo que han vivido. Otros, a lo sumo, se dan de bruces con la
muerte, de parecida manera a como otra vez se toparon con la vida. Por ello no es de
extrañar que de los que no supieron vivir, no podamos esperar se muestren ahora
complacientes a la hora de morir con ¿sería acertado denominarlo dignidad?
Mientras arriba la Vida se empeña en volver a encadenarnos a
otro de sus ya a estas alturas casi míticos juegos encaminado, no lo olvidemos,
a desentrañar la más antigua de sus trampas, la que desencadena en colaboración
con su otro gran aliado, a saber, el Tiempo; lo cierto es que hoy más que en
otras ocasiones hemos de mostrarnos raudos, aunque no necesariamente veloces, a
la hora de aprovechar las circunstancias que de manera propicia se presentan
ante nosotros una vez al año, en su periódica coincidencia con las fechas que
estos días redundan en nuestro calendario. Fechas en las que obviamente, la
sensibilidad hacia la muerte es mayor. Fechas por ello propicias para
desenvolvernos durante unos instantes,
sin miedo a la muerte.
Inciden cómo no en la muerte, y en especial en su relación
para con los hombres, muchos, por no decir todos, de los condicionantes que
determinan la vida. Está
presente la muerte, de una u otra manera, en todos los componentes de la propia
vida toda vez que, de manera clara y eminentemente constatable, la causa última
de toda muerte se haya, inexorablemente, ligada a la propia vida.
Es precisamente el conocimiento o constatación de tal hecho,
o más concretamente el efecto que el mismo causa en nosotros, lo que sin duda
de manera más característica marca el desarrollo, cuando no el absoluto
devenir, de cualquier hombre, primero respecto de si mismo y luego, cómo no,
respecto de los demás.
Ahí y en nada más que ahí redunda la mayor, cuando no la
verdaderamente única, de las diferencias que el Hombre en tanto que tal tiene
respecto del resto de animales. De hecho, saber que lo único inexorable es, la
muerte, determina nuestra postura primero respecto de nosotros mismos, acabando
por influir de manera explicita en nuestro comportamiento para con los demás.
De hecho, saber que vamos a morir se convierte, de manera
absolutamente paradójica, en nuestro mayor determinante a la hora de vivir.
Se va así pues poco a poco consolidando una vez más la
extraña escenografía que de manera común a como en otras circunstancias ya ha
ocurrido, la realidad parece empeñada en converger cuando no en divergir de
manera inexcusablemente específica en pos de constatar hasta qué punto
realidades tantas veces observadas en su determinada naturaleza y comportamiento,
redundan de manera totalmente diferente a lo que vendría siendo previsible, incluso
convencional, precisamente cuando lo que se halla al otro lado de la cuerda es,
el Ser Humano.
Es entonces cuando al final de esa escalera que simbólicamente describe si no el devenir, sí cuando
menos el transitar del Hombre a través de lo que nos hemos dado en llamar vida;
descubre el Hombre la mayor de sus motivaciones. Una motivación que procede de
intuir una sed para la que no hay agua capaz de saciarla. Una motivación que
procede de intuir la necesaria existencia de un hambre imposible de saciar por
medio de los alimentos que hasta ese momento ha soñado con poder ingerir.
Comprende así pues el Hombre su posición respecto de lo que
no es natural siguiendo los principios
de lo estrictamente dado por la naturaleza. Se topa pues
el Hombre con la Metafísica y lo hace, cómo no, en el intento de desentrañar el
mayor de los misterios de cuantos ha tenido conciencia desde que es Hombre, lo
que supone mucho más que dar por hecho que desde que dejó de ser animal.
Descubre pues el Hombre el fenómeno de la espiritualidad y
lo hace, por supuesto, vinculado al fenómeno de la muerte.
Uniendo en el mismo transitar al Mugur que en las ya transitadas aunque todavía poco frecuentadas praderas
del Valle de la Vida; elabora
complejos pigmentos destinados a representar de manera consciente (ahí está la
clave) en la pared de la caverna común, complejas representaciones de lo que a
la mañana siguiente será o al menos habrá de ser, una fructífera jornada de
caza; con el sacerdote que hoy implora entonando míticos cantos a la vez que
embadurna en óleos, el cuerpo del fallecido, con la convicción de poder así
alcanzar si no un mínimo conocimiento, si al menos la esperanza de comprender,
aunque sea someramente, los principios que rigen las conexiones que de manera
caprichosa se muestran cuando unen ambos
mundos; lo cierto es que del análisis objetivo de ambas realidades, la que
se ha perdido en los anales de la Historia, y la que sin duda se está dando en
este preciso momento en algún lugar del mundo; lo cierto es que solo una cosa
es cierta, la constatación del permanente pensamiento, que se da en ambos
casos, según el cual entonces y ahora el actor, se siente absolutamente
convencido de que efectivamente sus actos tienen o tendrán algún efecto sobre
aquél que ha muerto.
Unos actos que, no lo olvidemos, aparecen destinados a
influir no tanto en la suerte del que ha abandonado este mundo, como sí más
bien en el bienestar y en la tranquilidad de todos aquellos a los que el
mencionado a precedido en el inexorable, ahí está de nuevo la clave, caminar en
pos del abrazo último hacia la muerte; descripción igualmente somera de lo que
es en sí mismo el acto de vivir.
Balbucea así pues el Hombre en lo que supone la mera
comprensión, pues muy lejos queda aún el dominio, de estos paños; y lo hace transitando por ellos como el niño pequeño lo hace
cuando gateando, inseguro y a veces cómico, participa del más bello de los
logros que va unido al de el mero hecho de vivir a saber, el que supone la
sorpresa vinculada al hecho de descubrir cosas.
Queda así pues la Vida inexorablemente ligada al bello arte
del descubrimiento. Descubre el Hombre la Belleza, aprovecha sus cualidades
para ella, que una vez más se muestran exclusivas en comparación con las que
poseen el resto de animales junto a los que ocupamos
este planeta llamado Tierra; y las ejercemos yendo de nuevo un paso más
allá, creando a tal efecto: El Arte.
Descubre el Hombre las
limitaciones naturales que imperan en todas las cosas, y rápidamente, por
oposición de contrarios, se enfrasca en la que a la vez constituye una de las
epopeyas más complicadas de cuantas han afectado al Ser Humano, la que
inexorablemente pasa por explicar el
concepto de infinito, empleando para ello el compendio de conocimientos que proceden de la observación de la propia Naturaleza
los cuales son, por ello, finitos.
El Infinito. Consagración de lo inmensurable, de lo
inaccesible, de lo eterno…en definitiva, de todo cuanto le está, al menos en
principio, negado a la comprensión del Hombre. El Hombre, y como elemento
inabordable, la paradoja.
La que procede de saber que solo la comprensión de la
existencia de límites que sabemos insalvables, de realidades que bien podrían
ser a lo sumo tan solo accesibles por medio de la intuición, cabe en nosotros
la esperanza de seguir manteniendo viva esa suerte de ilusión que pasa por
considerarnos diferentes de todos aquellos animales que junto a nosotros
pueblan, sin sabernos y sin saberse, el
resto de aspectos de este planeta.
Es así que el Hombre intuye, que no comprende, su posición
en el mundo, precisamente a medida que asume su incapacidad para manipularlo
todo. A medida que abandona las tesis científicas a la hora de manipular esa suerte de realidades que por
etéreas se sublevan ante la mera posibilidad de ser accesibles por métodos
estrictamente empíricos; surge de manera casi proporcional la posibilidad
de acceder a la naturaleza de las mismas empleando como herramienta uno de esos
hallazgos de los que hemos tenido
constancia, tal y como hemos demostrado, precisamente a lo largo del propio
proceso.
Es entonces cuando devengamos de la naturaleza de esas otras
realidades, la firme posibilidad de que estén compuestas a partir de elementos
más propios de esa suerte de Metafísica antes mencionada. Entran entonces en
juego teorías y procedimientos a ella ligados, y de la nueva perspectiva se
derivan rápidamente avances muy notorios a la hora de explicar entonces
fenómenos que vinculados con el infinito, se desarrollan en la belleza, siendo
pues propios del Arte.
Es así como queda determinado que la relación entre el Amor
y la Muerte es, en sí misma, un hecho natural.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.