Mediados del Siglo XIX. Con media Europa sumida todavía en
los estragos derivados de la mala interpretación de los ecos aún no sofocados
de la Revolución
Francesa , y con la otra media protegiéndose de los conatos de
resistencia que todavía emergen en el seno de los soñadores que aspiran cuando
menos a ser dignos herederos de los que otrora la protagonizaron, puede
resultar cuando menos sorprendente el afirmar que en contra de lo que pueda
parecer, algunos de los que más éxito tuvieron al truncar bien uno, o bien otro
de los empeños no fueron sino la Dinastía
de los Strauss.
Con una disposición que en lo estrictamente cronológico
arranca en 1804 con el nacimiento de Johann Strauss, y que se adentrará
profundizando en todo el siglo XIX, concretamente hasta la muerte de su hijo de
nombre idéntico al de su padre, acontecida en 1899; lo cierto es que el
seguimiento y trascendencia de la obra de los Strauss bien puede ofrecer no
solo una muestra, sino a ciencia cierta la mejor, de lo que vendría a ser la
evolución en unos casos, cuando no la involución en otros, de los procesos
sociales, económicos, políticos e incluso religiosos, que flanquearon el
devenir del que bien podríamos llamar El
Hombre del XIX.
En un periodo en el que sin duda resonaban con fuerza, bien
es cierto que a menudo debido a causas histriónicas, los efectos de la Revolución Francesa ,
lo cierto es que resultaba difícil, cuando no del todo imposible, abstraerse a
tales efectos. Sin embargo, considerar la Revolución desde un solo punto de
vista, o hacerlo desde el a priori de que ni tan siquiera al principio, todo el
mundo estaba al corriente de los desarrollos, y ni tan siquiera de las
consecuencias que la misma traería aparejados, da paso a una imagen
desnaturalizada, o cuando menos manipulada en pos de negar que, efectivamente,
en Europa existía también una clase
social empecinada en morir defendiendo unos derechos, o tal vez fuera más
adecuado decir unos privilegios, cuya
procedencia había en este caso de ser buscada en los Derechos Adquiridos, y que constituían
en esencia el meollo, cuando menos la
justificación moral que llevaba a unos a hacer la guerra por conquistar unas
libertades, que inexorablemente requerían de sublimar los previos que otros
disfrutaban.
Es por eso que, alejados de los campos de batalla, o tal vez
no tanto, se libraban otras acciones cuyo éxito en la mayoría de los casos
estribaba en la capacidad para mantener firmes lo que bien podríamos denominar los pabellones de los antiguos principios, para
cuya supervivencia y mantenimiento la Cultura en general, y en especial la
Música, jugaron un papel netamente imprescindible.
Porque una vez los campos de batalla se hubieron vaciado,
una vez que los cañones fueron silenciados, y el brillo de los aceros hubo
sucumbido a la acción pacificadora de las vainas; lo cierto es que en ese
instante dio comienzo otra guerra, sin duda más silenciosa, para nada
soterrada, y sin duda de resultados más trascendentales para la Historia.
La Regeneración, concepto que surgió casi como
consecuencia directa del fin de la Revolución, y sin duda como respuesta a la
larga serie de consecuencias que la misma trajo; no viene sino a encomiar la
labor realizada por unos y por otros, con
la salvedad evidente que la guerra suele hacer cuando no duda en premiar a los
vencedores, aunque ello suponga negar el ápice de razón que bien puede residir
en la labor de los que perdieron.
Y es esa voz, precisamente la procedente de los que
perdieron, la que en este caso retomamos, en forma precisamente no de Contra-revolución, resultará más
sencillo hacerlo desde el punto de vista que la manifestación pacífica de ésta
en forma de música nos ofrece, a través nada más, o habría que decir nada
menos, que de los Valls que la Dinastía Strauss regalan a la posteridad.
Porque si escasas son las acciones que pueden justificar con
fuerza la necesidad de la Revolución, ninguna como la que pasa por considerar
injusto el desigual reparto de la riqueza que sin duda viene existiendo en
Europa. Un reparto que si bien comienza en la Edad Media , con las
aprensiones de terreno por los Señoríos, se
verá acentuado a lo largo del XVIII con las pretensiones ya abiertamente capitalistas que el deseado control de
los recursos asociados al auge de las ciudades, y con ellas de la clase social
que le es propia, la Burguesía, trae aparejado.
Fruto no tanto de la existencia de tales desigualdades, como
sí más bien de la capacidad que el Hombre Ilustrado tiene, y que se manifiesta en
la capacidad para por primera vez, ser consciente de las mismas, surge el
conato de revuelta que se manifiesta en el instante en el que la llama de la autoestima prende con
solvencia en el Hombre del Siglo XVIII, incitando con ello una serie de
pensamientos los cuales acabarán por excitar primero al individuo, para acabar después iluminando a toda la Sociedad.
Mas a pesar de todo ello, de lo dicho, pero también de lo no
mencionado, lo cierto es que el denominador común que afecta a toda revolución
es el de constatar que se hace siempre contra algo, y por supuesto contra
alguien a saber, los poderes establecidos los cuales, amparados unas veces en
la Tradición, y otras simplemente en la poca o nula disposición que el que
manda tiene para abandonar el statu quo que posee; no se mostrarán ni con mucho
complacientes a la hora de facilitar la labor encaminada al cambio, por más que
éste sea del todo inevitable.
Se preconiza cuando no se generaliza así el conflicto. Un
conflicto que tiene su origen en la comprensión de la injusticia que supone la
dialéctica desde la que está concebido el reparto económico, y que tiene su
reflejo mejor que nada en las desigualdades sociales que acarrea. ¿Y acaso hay
alguna imagen que responda mejor a esta injusticia que la procedente de
visualizar un Baile de Máscaras en
cualquier Salón del Trono de alguna
Corte Centro Europea, mientras fuera, la chusma se muere, no de ganas de
bailar, sino de frío?
Y es precisamente de esa imagen, o concretamente de la
comprensión de la música que ilustra esa imagen, donde entran en juego nuestros
protagonistas.
Envueltos en una tumultuosa acción que al puro estilo de Libreto Romántico del XIX incluye desde drama familiar en este caso entre padre
e hijo, hasta por supuesto escenas de celos y luchas por la misma mujer; los
Strauss, con el padre a la cabeza, representan como nadie el arquetipo
defendido por aquéllos que afirman la realidad por la cual no hay más firme
defensor de los valores que pueden justificar las desavenencias de un rico, que
las desarrolladas por el que ha tenido que luchar con uñas y dientes para dejar de ser pobre.
Y es precisamente de tal corolario de donde recogemos la
certeza que nos lleva a comprender los motivos que llevan sucesivamente a todos
los integrantes de la Familia Strauss a luchar fervientemente por el
establecimiento primero, y mantenimiento después, de todos los férreos
condicionantes que sin duda venían a categorizar las conductas de las clases
elevadas de Centro-Europa.
Así, y solo así, podemos empezar a vislumbrar las causas que
les llevan a elevar el Valls, en principio una categoría de baile burda y por
ende reservada a las clases populares, al escalafón de gran ceremonia,
merecedor como llegará a ser en toda la Corte de Europa, de las más altas galas
y distinciones porque, ¿a alguien se le ocurre una escena más abigarrada que la
que procede de vislumbrar a las Altas Damas de la Corte del Sacro Imperio
Romano Germánico, ataviadas cómo no con sus mejores galas, disfrazando con sus
bailes seducidas por los acordes del por ejemplo Vals del Emperador; tratando de conjurar los fantasmas que
anteceden a la desaparición total de una clase, y con ello de toda una época,
que ya hace años que solo existe en su mente, a menudo depravada?
Pues es en tal contexto, un contexto de sueños, de
percepciones, y de eternas conmemoraciones de un pasado que nunca regresará,
donde hemos de ubicar la escenografía propia de un tiempo del que a ciencia
cierta solo nos queda su música. Una música que hacía del vals su más elaborada
creación, pero que también experimentaba con el sentido sufrir nacionalista que
la polka, y por supuesto que las marchas militares, parecían ofrecer.
Una época, o tal vez convendría mejor decir la ilusoria
percepción de una época que comenzó a morir en 1789, pero de la que el tiempo
que tardó en ser plenamente erradicada da
fe, o cuando menos, debería, de la fuerza que en forma de esplendor, ya fuera
éste fingido o no, llegó a consolidar.
Porque más allá de que se esté o no de acuerdo, una vez
iniciadas las labores propias de la Regeneración, resulta imprescindible
reconocer el Complemento Directo, a saber qué es lo que hay que regenerar, para
a continuación delimitar el cómo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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