sábado, 3 de enero de 2015

DE LOS STRAUSS Y SU REVOLUCIÓN. UNA INTERPRETACIÓN DEL REGENERACIONISMO EN EL SIGLO XIX.

Mediados del Siglo XIX. Con media Europa sumida todavía en los estragos derivados de la mala interpretación de los ecos aún no sofocados de la Revolución Francesa, y con la otra media protegiéndose de los conatos de resistencia que todavía emergen en el seno de los soñadores que aspiran cuando menos a ser dignos herederos de los que otrora la protagonizaron, puede resultar cuando menos sorprendente el afirmar que en contra de lo que pueda parecer, algunos de los que más éxito tuvieron al truncar bien uno, o bien otro de los empeños no fueron sino la Dinastía de los Strauss.

Con una disposición que en lo estrictamente cronológico arranca en 1804 con el nacimiento de Johann Strauss, y que se adentrará profundizando en todo el siglo XIX, concretamente hasta la muerte de su hijo de nombre idéntico al de su padre, acontecida en 1899; lo cierto es que el seguimiento y trascendencia de la obra de los Strauss bien puede ofrecer no solo una muestra, sino a ciencia cierta la mejor, de lo que vendría a ser la evolución en unos casos, cuando no la involución en otros, de los procesos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos, que flanquearon el devenir del que bien podríamos llamar El Hombre del XIX.

En un periodo en el que sin duda resonaban con fuerza, bien es cierto que a menudo debido a causas histriónicas, los efectos de la Revolución Francesa, lo cierto es que resultaba difícil, cuando no del todo imposible, abstraerse a tales efectos. Sin embargo, considerar la Revolución desde un solo punto de vista, o hacerlo desde el a priori de que ni tan siquiera al principio, todo el mundo estaba al corriente de los desarrollos, y ni tan siquiera de las consecuencias que la misma traería aparejados, da paso a una imagen desnaturalizada, o cuando menos manipulada en pos de negar que, efectivamente, en Europa existía también una clase social empecinada en morir defendiendo unos derechos, o tal vez fuera más adecuado decir unos privilegios, cuya  procedencia había en este caso de ser buscada en los Derechos Adquiridos, y que constituían en esencia el meollo, cuando menos la justificación moral que llevaba a unos a hacer la guerra por conquistar unas libertades, que inexorablemente requerían de sublimar los previos que otros disfrutaban.

Es por eso que, alejados de los campos de batalla, o tal vez no tanto, se libraban otras acciones cuyo éxito en la mayoría de los casos estribaba en la capacidad para mantener firmes lo que bien podríamos denominar los pabellones de los antiguos principios, para cuya supervivencia y mantenimiento la Cultura en general, y en especial la Música, jugaron un papel netamente imprescindible.

Porque una vez los campos de batalla se hubieron vaciado, una vez que los cañones fueron silenciados, y el brillo de los aceros hubo sucumbido a la acción pacificadora de las vainas; lo cierto es que en ese instante dio comienzo otra guerra, sin duda más silenciosa, para nada soterrada, y sin duda de resultados más trascendentales para la Historia.

La Regeneración, concepto que surgió casi como consecuencia directa del fin de la Revolución, y sin duda como respuesta a la larga serie de consecuencias que la misma trajo; no viene sino a encomiar la labor realizada por unos y por otros, con la salvedad evidente que la guerra suele hacer cuando no duda en premiar a los vencedores, aunque ello suponga negar el ápice de razón que bien puede residir en la labor de los que perdieron.

Y es esa voz, precisamente la procedente de los que perdieron, la que en este caso retomamos, en forma precisamente no de Contra-revolución, resultará más sencillo hacerlo desde el punto de vista que la manifestación pacífica de ésta en forma de música nos ofrece, a través nada más, o habría que decir nada menos, que de los Valls que la Dinastía Strauss regalan a la posteridad.

Porque si escasas son las acciones que pueden justificar con fuerza la necesidad de la Revolución, ninguna como la que pasa por considerar injusto el desigual reparto de la riqueza que sin duda viene existiendo en Europa. Un reparto que si bien comienza en la Edad Media, con las aprensiones de terreno por los Señoríos, se verá acentuado a lo largo del XVIII con las pretensiones ya abiertamente capitalistas que el deseado control de los recursos asociados al auge de las ciudades, y con ellas de la clase social que le es propia, la Burguesía, trae aparejado.
Fruto no tanto de la existencia de tales desigualdades, como sí más bien de la capacidad que el Hombre Ilustrado tiene, y que se manifiesta en la capacidad para por primera vez, ser consciente de las mismas, surge el conato de revuelta que se manifiesta en el instante en el que la llama de la autoestima prende con solvencia en el Hombre del Siglo XVIII, incitando con ello una serie de pensamientos los cuales acabarán por excitar primero al individuo, para acabar después iluminando a toda la Sociedad.

Mas a pesar de todo ello, de lo dicho, pero también de lo no mencionado, lo cierto es que el denominador común que afecta a toda revolución es el de constatar que se hace siempre contra algo, y por supuesto contra alguien a saber, los poderes establecidos los cuales, amparados unas veces en la Tradición, y otras simplemente en la poca o nula disposición que el que manda tiene para abandonar el statu quo que posee; no se mostrarán ni con mucho complacientes a la hora de facilitar la labor encaminada al cambio, por más que éste sea del todo inevitable.

Se preconiza cuando no se generaliza así el conflicto. Un conflicto que tiene su origen en la comprensión de la injusticia que supone la dialéctica desde la que está concebido el reparto económico, y que tiene su reflejo mejor que nada en las desigualdades sociales que acarrea. ¿Y acaso hay alguna imagen que responda mejor a esta injusticia que la procedente de visualizar un Baile de Máscaras en cualquier Salón del Trono de alguna Corte Centro Europea, mientras fuera, la chusma se muere, no de ganas de bailar, sino de frío?

Y es precisamente de esa imagen, o concretamente de la comprensión de la música que ilustra esa imagen, donde entran en juego nuestros protagonistas.

Envueltos en una tumultuosa acción que al puro estilo de Libreto Romántico del XIX incluye desde drama familiar en este caso entre padre e hijo, hasta por supuesto escenas de celos y luchas por la misma mujer; los Strauss, con el padre a la cabeza, representan como nadie el arquetipo defendido por aquéllos que afirman la realidad por la cual no hay más firme defensor de los valores que pueden justificar las desavenencias de un rico, que las desarrolladas por el que ha tenido que luchar con uñas y dientes para dejar de ser pobre.

Y es precisamente de tal corolario de donde recogemos la certeza que nos lleva a comprender los motivos que llevan sucesivamente a todos los integrantes de la Familia Strauss a luchar fervientemente por el establecimiento primero, y mantenimiento después, de todos los férreos condicionantes que sin duda venían a categorizar las conductas de las clases elevadas de Centro-Europa.

Así, y solo así, podemos empezar a vislumbrar las causas que les llevan a elevar el Valls, en principio una categoría de baile burda y por ende reservada a las clases populares, al escalafón de gran ceremonia, merecedor como llegará a ser en toda la Corte de Europa, de las más altas galas y distinciones porque, ¿a alguien se le ocurre una escena más abigarrada que la que procede de vislumbrar a las Altas Damas de la Corte del Sacro Imperio Romano Germánico, ataviadas cómo no con sus mejores galas, disfrazando con sus bailes seducidas por los acordes del por ejemplo Vals del Emperador; tratando de conjurar los fantasmas que anteceden a la desaparición total de una clase, y con ello de toda una época, que ya hace años que solo existe en su mente, a menudo depravada?

Pues es en tal contexto, un contexto de sueños, de percepciones, y de eternas conmemoraciones de un pasado que nunca regresará, donde hemos de ubicar la escenografía propia de un tiempo del que a ciencia cierta solo nos queda su música. Una música que hacía del vals su más elaborada creación, pero que también experimentaba con el sentido sufrir nacionalista que la polka, y por supuesto que las marchas militares, parecían ofrecer.

Una época, o tal vez convendría mejor decir la ilusoria percepción de una época que comenzó a morir en 1789, pero de la que el tiempo que tardó en ser plenamente erradicada da fe, o cuando menos, debería, de la fuerza que en forma de esplendor, ya fuera éste fingido o no, llegó a consolidar.

Porque más allá de que se esté o no de acuerdo, una vez iniciadas las labores propias de la Regeneración, resulta imprescindible reconocer el Complemento Directo, a saber qué es lo que hay que regenerar, para a continuación delimitar el cómo.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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