sábado, 24 de enero de 2015

DE NUEVO, ENERO DE 1905.

Sumidos como estamos en una ola de historicismo, azuzados sin duda por la extraña sensación de que algo grande pasa a nuestro alrededor, y sin embargo radica en la grandiosidad de esa misma sensación lo que nos incapacita para ser netamente conscientes de su significado e importancia; es por lo que una vez más acudimos a la historia, con la clara esperanza de encontrar en los protocolos del pasado una vez más las pistas que nos pongan en el camino de ser capaces de desentrañar el futuro.

Vivimos tiempos extraños. La certeza de que algo grande está a punto de ocurrir se cierne sobre nosotros, encendiendo bajo la temida forma del rumor toda suerte de especulaciones la mayoría de las cuales habrían de ser descartadas de origen no ya solo por su propia condición de descabelladas, como si más bien por el hecho de que de ser más humildes, esto es, de ser capaces de reconocer en las señales evidentes de las sendas por las que ha transitado el que ya se erige como nuestro pasado, bien podríamos ahorrarnos muchos esfuerzos, a la par que muchos sufrimientos.

Pero tal planteamiento, a la larga como se demuestra una mera elucubración, requiere de la conciliación inexorable de un condicionante expreso a la par que difícil de consensuar, el que pasa por hallar un individuo, por ende qué decir de una sociedad, dispuesta a asumir que sus vivencias no solo no son únicas, originales e irrepetibles, sino que más bien al contrario vienen poco menos que a ser la conclusión, en la mayoría de los casos irrefutables, de una pormenorizada sucesión de acontecimientos que a menudo lleva decenios cuando no siglos pergeñándose.

Desde tamaño antecedente, asumiendo pues como imprescindible el baño de humildad que parece consecuencia lícita, podemos llegar a establecer las conexiones evidentes que procedan a inferir de la actual escenificación de los acontecimientos la interesante, aunque no por ello menos lamentable certeza de que en contra de lo que pueda llegar a parecer, tanto los conceptos, como por supuesto los procedimientos, y me atrevería a decir que en muchos casos las aptitudes que rodean nuestro hoy, tienen en multitud de fenómenos del pasado correlatos reales de los cuales, de querer, bien podrían extraer información sin duda más que interesante.

En un contexto como el actual conformado no tanto a partir de la observación, como sí más bien de la interpretación de los factores, a saber tiempo y espacio, de la cual surge con especial importancia el impacto que de la interpretación de variables secundarias, y por ende subjetivas, puede llevarse a cabo; lo cierto es que solo de la intensidad de tales impacto pueden llegar a dirimirse las por otro lado interesadas diferencias hacia los que insisto interesados a menudo promotores de las mismas, pretenden conducir las interpretaciones de los cambios que de una u otra manera infieren en su indiscutible condición de resultados en tanto que tales son los condicionantes perseguidos por los actos referidos, ya procedan éstas de acciones voluntarias en unos casos, o supongan en realidad consecuencia casi accidental, en otras.

Con todo, espero sea ya casi resultado de una función lógica promover el establecimiento de una vinculación igualmente lógica que venga a inferir la relación evidente que se da entre nuestra rabiosa actualidad, y situaciones desencadenantes de reacciones que se desarrollaron hace más de un siglo.

Para cualquiera pues que esté atento, suponemos que no habrá supuesto un esfuerzo desmesurado conducirse hasta las calles de San Petersburgo, en una fría y no por ello menos soleada mañana del domingo veintidós de enero de 1905, y dejarse sobrecoger por las descargas de fusilería proferidas por la infantería del Ejército del Zar, las cuales tenían al otro lado al terrible ejercito que podemos imaginar, imaginando igualmente al Pueblo que, aburrido, cuando no asqueado por toda suerte de calamidades a las que en este último caso había que añadir el penúltimo desplante de su Zar; deseaba sencillamente hacer llegar una carta a su gobernante. Una carta que contenía un listado no de desmanes, ni siquiera de calamidades. Una carta que contenía lo que el Pueblo deseaba comunicarle a su Zar, con el ánimo de poder seguir sintiéndose orgulloso de él.

En un Imperio Ruso que anclado en el Feudalismo se daba de bruces una vez más con la cuestión cronológica, la cual, como mero catalizador del empecinamiento propio del tiempo que se expresa en su lento pero no por ello menos inexorable fluir; las tradiciones autocráticas de un Régimen, obsoleto, arcaico y por ello imposibles de salvar; parecían sumirlo todo en una suerte de ejercicio suicida en el que solo ganar tiempo, destinado no se sabe muy bien a qué, se convertía en el pan nuestro de cada día. Sin embargo estas actitudes, lejos de mostrarse inútiles, o cuando menos desacertadas, llevaban años surtiendo efecto, ya procediera tamaña conclusión de un análisis objetivo, o en cualquier caso viniera precedido de la indiscutible contaminación de un régimen que había hecho del miedo, y de su bastardo evidente, a saber la censura, los acérrimos disciplinados que siempre se mostraban displicentes.

Así, el proceso que podríamos dirimir dentro de los términos de autogestión de un desastre tan previsible como inexorable, va poco a poco conformando un periplo del todo imposible de ser obviado, tal y como se desprende tanto de la existencia, como fundamentalmente de la manera de hacer frente a los mismos en aras de solventarlos; concretamente en 1860, instante en el que bien podríamos situar los antecedentes de los acontecimientos que hoy traemos a colación.

La Segunda Mitad del Siglo XIX será así testigo de un largo proceso jalonado de multitud de acontecimientos todos ellos de importancia capital, los cuales encontrarán obviamente la cohesión imprescindible precisamente en el hecho de ser, de una manera u otra la contestación lógica que el Pueblo daba a una forma de gobernar que más bien y al contrario parecía representar los estertóreos esfuerzos de un sistema que, partiendo de las concepciones personalistas, se empeñaban en anteponer su propia supervivencia al bienestar de su pueblo.

Tales procederes quedaban sutilmente desnaturalizados en forma de una suerte de políticas empecinadas en retrasar en la medida de lo posible la llegada del progreso. Un progreso que como es de suponer y una vez más, tendría en el desarrollo de Políticas de pelaje Económico al Caballo de Troya desde el cual remontarse por encima de los infernales muros que la Medieval Rusia del Zar imponían, los cuales terminarían por venirse abajo muchos años después, contando en este caso con las acciones ya conocidas de 1917, las cuales acabarían como es igualmente sabido muy mal para el propio Zar, circunstancia esta del todo inevitable una vez conocidas y asumidas las consignas desde las que se llevaban a cabo o se invocaban los procederes del todavía Imperio Ruso.

Sea como fuere, que inferimos un escenario en el que las contradicciones propias afloraban en este caso a partir de los ingredientes que la implementación no coherente de medidas obligaba. A título imprescindible, estrategias como las esgrimidas en el Sistema Witte, el cual soñaba con estructurar de manera ordenada un ejercicio de Economía de corte Liberal contando con que las especiales vicisitudes que convertían en realmente único al país no iban a suponer un problema; acabaron sufriendo un sonado fracaso tal y como por otro lado, era de esperar.

Y aunque si bien Serguéi WITTE como Ministro de Finanzas logró con la implementación de su propuesta el desarrollo, al menos en apariencia de una ilusión de desarrollo, ilusión por afectar ésta tan solo a provincias muy concretas, y a estratos muy específicos; sí que logró como corolario no deseado, inferir una serie de pensamientos los cuales servirían, después de ser tratados por las manos adecuadas, para construir una vana ilusión destinada a hacer de la imagen del ya decrépito Zar, una figura imponente en cuyas manos seguía estando sin duda, el devenir del futuro de la Madre Rusia.

Resultados de la implementación del mencionado proyecto fueron la puesta en práctica de una serie de procederes que amén de conseguir el beneplácito del exterior, beneplácito que se vio correspondido con la inyección de importantes cantidades de capital extranjero; logró promover en el interior el resurgimiento de la confianza en unos líderes que, dada la naturaleza de las fuentes de las que procedía el Gobierno, se traducían de manera inexorable en Fe Sagrada hacia el casi Divino Zar. De esta manera, resulta obvio asumir la manera incuestionable desde la que procederes tales como la potenciación de la vida urbanita en detrimento de la rural, lograron imponerse. Estas medidas, a la larga, resultarían altamente destructivas, y lo harían por la convergencia de dos hechos tan evidentes como incuestionables. Las obsoletas estructuras productivas en materia de industria con las que contaba el proyecto de reestructuración ruso eran tan efímeras, que ni de lejos podían responder a las expectativas de producción a las que el Gobierno obligaba. Además, la incapacidad para absorber el tropel de mano de obra no cualificada que su condición de agricultores promovía, arrojaron por la borda cualquier esperanza de éxito que el Plan Witte podría haber soñado.

Sin embargo, el hecho que pasó inadvertido, y que a la larga lo precipitó todo procede de una derivada en apariencia natural cual es la que se observa al anticipar las hambrunas que habrían de resultar evidentes en un país que sumido en el Medievo, desatiende las estructuras primarias de producción, a la larga las únicas seguras, en pos de una apuesta por ende arriesgada en forma de viaje a la ciudad.

El abandono de los campos, cuya acción productiva se ve superada por el sueño de vivir en la ciudad, rompe de manera definitiva la columna vertebral de un modelo de Gobierno que hace del pan procedente de la harina del campo la única constatación fidedigna de  que el Zar en realidad lo tiene todo bajo control.

De esta manera, al final será el propio Zar, a través de la adopción incompleta de políticas que no comprende del todo, quien acabe alimentando la llama de la hoguera que prenderá en las calles de la siempre hermosa Ciudad de San Petersburgo, en las que la Sotja, policía del Régimen primero, y el ejército después, abrirán fuego indiscriminadamente contra una comitiva pacífica formada por unas doscientas mil personas desarmadas cuyo objetivo era solo entregar al Zar un escrito.

El Zar no estaba. Se había ido a pasar el fin de semana a Tsarskoy Tseló.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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