Sumidos como estamos en una ola de historicismo, azuzados sin duda por la extraña sensación de
que algo grande pasa a nuestro alrededor, y sin embargo radica en la
grandiosidad de esa misma sensación lo que nos incapacita para ser netamente
conscientes de su significado e importancia; es por lo que una vez más acudimos
a la historia, con la clara esperanza de encontrar en los protocolos del pasado
una vez más las pistas que nos pongan en el camino de ser capaces de
desentrañar el futuro.
Vivimos tiempos extraños. La certeza de que algo grande está
a punto de ocurrir se cierne sobre nosotros, encendiendo bajo la temida forma
del rumor toda suerte de especulaciones la mayoría de las cuales habrían de ser
descartadas de origen no ya solo por
su propia condición de descabelladas, como
si más bien por el hecho de que de ser más humildes, esto es, de ser capaces de
reconocer en las señales evidentes de las sendas por las que ha transitado el
que ya se erige como nuestro pasado, bien podríamos ahorrarnos muchos
esfuerzos, a la par que muchos sufrimientos.
Pero tal planteamiento, a la larga como se demuestra una
mera elucubración, requiere de la conciliación inexorable de un condicionante
expreso a la par que difícil de consensuar, el que pasa por hallar un
individuo, por ende qué decir de una sociedad, dispuesta a asumir que sus
vivencias no solo no son únicas, originales e irrepetibles, sino que más bien
al contrario vienen poco menos que a ser la conclusión, en la mayoría de los
casos irrefutables, de una pormenorizada sucesión de acontecimientos que a
menudo lleva decenios cuando no siglos pergeñándose.
Desde tamaño antecedente, asumiendo pues como imprescindible
el baño de humildad que parece
consecuencia lícita, podemos llegar a establecer las conexiones evidentes que
procedan a inferir de la actual escenificación de los acontecimientos la
interesante, aunque no por ello menos lamentable certeza de que en contra de lo
que pueda llegar a parecer, tanto los conceptos, como por supuesto los
procedimientos, y me atrevería a decir que en muchos casos las aptitudes que
rodean nuestro hoy, tienen en multitud de fenómenos del pasado correlatos reales de los cuales, de
querer, bien podrían extraer información sin duda más que interesante.
En un contexto como el actual conformado no tanto a partir
de la observación, como sí más bien de la interpretación de los factores, a
saber tiempo y espacio, de la cual
surge con especial importancia el impacto que de la interpretación de variables
secundarias, y por ende subjetivas, puede llevarse a cabo; lo cierto es que
solo de la intensidad de tales impacto pueden llegar a dirimirse las por otro
lado interesadas diferencias hacia
los que insisto interesados a menudo promotores de las mismas, pretenden conducir
las interpretaciones de los cambios que de una u otra manera infieren en su
indiscutible condición de resultados en tanto que tales son los condicionantes
perseguidos por los actos referidos, ya procedan éstas de acciones voluntarias
en unos casos, o supongan en realidad consecuencia casi accidental, en otras.
Con todo, espero sea ya casi resultado de una función lógica promover el
establecimiento de una vinculación
igualmente lógica que venga a inferir la relación evidente que se da entre
nuestra rabiosa actualidad, y
situaciones desencadenantes de reacciones que se desarrollaron hace más de un
siglo.
Para cualquiera pues que esté atento, suponemos que no habrá
supuesto un esfuerzo desmesurado conducirse hasta las calles de San
Petersburgo, en una fría y no por ello menos soleada mañana del domingo
veintidós de enero de 1905, y dejarse sobrecoger por las descargas de fusilería
proferidas por la infantería del Ejército del Zar, las cuales tenían al otro
lado al terrible ejercito que podemos
imaginar, imaginando igualmente al Pueblo que, aburrido, cuando no asqueado por
toda suerte de calamidades a las que en este último caso había que añadir el
penúltimo desplante de su Zar; deseaba sencillamente hacer llegar una carta a
su gobernante. Una carta que contenía un listado no de desmanes, ni siquiera de
calamidades. Una carta que contenía lo que el Pueblo deseaba comunicarle a su
Zar, con el ánimo de poder seguir sintiéndose orgulloso de él.
En un Imperio Ruso que anclado en el Feudalismo se daba de
bruces una vez más con la cuestión cronológica, la cual, como mero catalizador
del empecinamiento propio del tiempo que se expresa en su lento pero no por
ello menos inexorable fluir; las tradiciones autocráticas de un Régimen,
obsoleto, arcaico y por ello imposibles de salvar; parecían sumirlo todo en una
suerte de ejercicio suicida en el que solo ganar tiempo, destinado no se sabe
muy bien a qué, se convertía en el pan
nuestro de cada día. Sin embargo estas actitudes, lejos de mostrarse
inútiles, o cuando menos desacertadas, llevaban años surtiendo efecto, ya
procediera tamaña conclusión de un análisis objetivo, o en cualquier caso
viniera precedido de la indiscutible contaminación de un régimen que había
hecho del miedo, y de su bastardo evidente, a saber la censura, los acérrimos
disciplinados que siempre se mostraban displicentes.
Así, el proceso que podríamos dirimir dentro de los términos
de autogestión de un desastre tan
previsible como inexorable, va poco a poco conformando un periplo del todo
imposible de ser obviado, tal y como se desprende tanto de la existencia, como
fundamentalmente de la manera de hacer frente a los mismos en aras de
solventarlos; concretamente en 1860, instante en el que bien podríamos situar
los antecedentes de los acontecimientos que hoy traemos a colación.
Tales procederes quedaban sutilmente desnaturalizados en
forma de una suerte de políticas empecinadas en retrasar en la medida de lo
posible la llegada del progreso. Un progreso que como es de suponer y una vez
más, tendría en el desarrollo de Políticas de pelaje Económico al Caballo de Troya desde el cual
remontarse por encima de los infernales muros que la Medieval Rusia del
Zar imponían, los cuales terminarían por venirse abajo muchos años después,
contando en este caso con las acciones ya conocidas de 1917, las cuales
acabarían como es igualmente sabido muy mal para el propio Zar, circunstancia
esta del todo inevitable una vez conocidas y asumidas las consignas desde las
que se llevaban a cabo o se invocaban los procederes del todavía Imperio Ruso.
Sea como fuere, que inferimos un escenario en el que las
contradicciones propias afloraban en este caso a partir de los ingredientes que
la implementación no coherente de medidas obligaba. A título imprescindible,
estrategias como las esgrimidas en el Sistema
Witte, el cual soñaba con estructurar de manera ordenada un ejercicio de Economía de corte Liberal contando con
que las especiales vicisitudes que convertían en realmente único al país no
iban a suponer un problema; acabaron sufriendo un sonado fracaso tal y como por
otro lado, era de esperar.
Y aunque si bien Serguéi WITTE como Ministro de Finanzas
logró con la implementación de su propuesta el desarrollo, al menos en
apariencia de una ilusión de desarrollo, ilusión
por afectar ésta tan solo a provincias muy concretas, y a estratos muy
específicos; sí que logró como corolario no deseado, inferir una serie de
pensamientos los cuales servirían, después de ser tratados por las manos adecuadas, para construir una vana ilusión
destinada a hacer de la imagen del ya decrépito Zar, una figura imponente en
cuyas manos seguía estando sin duda, el devenir del futuro de la Madre
Rusia.
Resultados de la implementación del mencionado proyecto
fueron la puesta en práctica de una serie de procederes que amén de conseguir
el beneplácito del exterior, beneplácito que se vio correspondido con la
inyección de importantes cantidades de capital extranjero; logró promover en el
interior el resurgimiento de la confianza en unos líderes que, dada la
naturaleza de las fuentes de las que procedía el Gobierno, se traducían de
manera inexorable en Fe Sagrada hacia el
casi Divino Zar. De esta manera, resulta obvio asumir la manera
incuestionable desde la que procederes tales como la potenciación de la vida
urbanita en detrimento de la rural, lograron imponerse. Estas medidas, a la
larga, resultarían altamente destructivas, y lo harían por la convergencia de
dos hechos tan evidentes como incuestionables. Las obsoletas estructuras productivas
en materia de industria con las que contaba el proyecto de reestructuración
ruso eran tan efímeras, que ni de lejos podían responder a las expectativas de
producción a las que el Gobierno obligaba. Además, la incapacidad para absorber
el tropel de mano de obra no cualificada que su condición de agricultores
promovía, arrojaron por la borda cualquier esperanza de éxito que el Plan Witte
podría haber soñado.
Sin embargo, el hecho que pasó inadvertido, y que a la larga
lo precipitó todo procede de una derivada en apariencia natural cual es la que
se observa al anticipar las hambrunas que habrían de resultar evidentes en un
país que sumido en el Medievo, desatiende las estructuras primarias de
producción, a la larga las únicas seguras, en pos de una apuesta por ende
arriesgada en forma de viaje a la ciudad.
El abandono de los campos, cuya acción productiva se ve
superada por el sueño de vivir en la ciudad, rompe de manera definitiva la
columna vertebral de un modelo de Gobierno que hace del pan procedente de la
harina del campo la única constatación fidedigna de que el Zar en realidad lo tiene todo bajo
control.
De esta manera, al final será el propio Zar, a través de la
adopción incompleta de políticas que no comprende del todo, quien acabe
alimentando la llama de la hoguera que prenderá en las calles de la siempre
hermosa Ciudad de San Petersburgo, en las que la Sotja, policía del Régimen primero, y el ejército después, abrirán
fuego indiscriminadamente contra una comitiva pacífica formada por unas doscientas
mil personas desarmadas cuyo objetivo era solo entregar al Zar un escrito.
El Zar no estaba. Se había ido a pasar el fin de semana a
Tsarskoy Tseló.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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