Porque así ha sido, tal y como el niño se despierta
desorientado y desazonado en mitad de la noche, como la sociedad occidental se ha topado con la realidad vertiginosa que
procede de saber que, efectivamente, no hay conducta más contraproducente que
la que procede de inducir en tus miembros la falsa ilusión de la seguridad absoluta.
Reticentes, aunque tal vez por ello más convencidos si cabe
de la necesidad responsable de proceder a con su análisis, es que abandonamos
la tranquilidad habitual del pasado para, al menos en principio, navegar en las
para nosotros desconocidas aguas de la procelosa actualidad.
Si bien lo dramático de los recientes acontecimientos
desarrollados principalmente en París han supuesto por sí mismos un revulsivo
lo suficientemente convincente como para merecer en tanto que tal y por sí solos toda nuestra atención; no es menos
cierto que la misma se ha visto si cabe amplificada por la evolución que ha
tomado la nueva realidad, resultante
por supuesto de la nueva necesidad de
seguridad que se impone, en vista de la cual la contingencia con la que
unos y otros han actuado, parece venir a confirmar la otrora en principio mera
posibilidad en base a la cual, la
supuesta solución bien podría en realidad venir a incrementar el problema.
Porque si bien y como ya hemos reconocido, la actualidad y su natural
vorágine parecen ser los responsables de dictar el tempo desde el que no solo actuar, sino incluso llegar a
interpretar el flujo de realidad al que nos enfrentamos, lo cierto es que
siguiendo la lógica tradición desde la que bien puede observarse cualquier
acontecimiento que le es propio al Viejo Continente; lo cierto es que una vez
más podríamos ganar múltiples
indulgencias acudiendo al pasado en busca cuando no de las respuestas, sí
por supuesto de las consideraciones desde las que hallarse en mera posición
para encontrarlas.
Es así que a escasos días de la conmemoración de la
liberación a cargo de unidades de la Unión Soviética del Complejo de Auschwitz, lo
cierto es que múltiples son las consideraciones desde las que se puede
especular al respecto del hecho, si bien el denominador
común que acabará por integrar a todas pasará inexorablemente por
comprender que nada ni nadie podrá, por mucho que lo intente, correr un tupido velo sobre lo que pasó.
Porque la cuestión fundamental no reside en el hecho práctico en relación al cual tratar de
comprender cómo seres humanos pudieron, activamente, arbitrar los
procedimientos destinados a lograr el exterminio de semejantes siguiendo para
ello un plan preconcebido; lo que de verdad debería formar parte de nuestras
preocupaciones, y el no hacerlo se ha mostrado de nuevo como una nefasta fuente
de cavilaciones, pasa por tratar de entender aquello que puede pasar por la
mente de un pueblo para promover,
justificar o implicarse de una u otra manera en semejante abominación.
Porque navegar en la que podríamos denominar Problemática Judía, supone navegar por
el que ha sido uno de los mayores periplos de la Historia de la Humanidad, un
periplo que en el caso de su vertiente europea, adquiere, si es que esto es
posible, tintes verdaderamente épicos.
Navegar en la concepción terrenal del Pueblo de Israel
supone comprender hasta qué punto ellos ante que nadie comprendieron y
desentrañaron aspectos sin los que hoy resultaría imposible no solo entender la
composición de la realidad, sino la realidad en sí misma.
Así, no se trata tan
solo de que vislumbraran antes, y por ende mejor que nadie, las
posibilidades de un Espíritu Europeo en
el que la integración de los pueblos en pos de un objetivo común optimizaría
los procesos, vinculando a un esfuerzo integrador el logro de resultados
positivos habiendo de emplear para ello menos y a por ende más puntuales
esfuerzos. Tampoco se trata de que estructuras
de Estado como bien podrían ser las que acabaron por conciliar intereses en
pos del bien común que acabó siendo España, deban mucho al Pueblo Judío.
Se trata en realidad de que el evidente colapso al que nuestro modelo tiende, supone para muchos la
preconización de una nueva modalidad de lucha destinada no tanto a conquistar,
como sí más bien proteger lo que se ha logrado acaparar, imprimiendo para ello
una nueva forma de conducta que no escatima en recursos a la hora de destruir
al que puede erigirse en una amenaza, ya sea ésta de carácter factual o
potencial.
Porque al contrario de lo que pueda parecer, y sobre todo
para desgracia de quienes desean imprimir a esta crisis una nueva visión
destinada a crear una nueva realidad en
base a la cual tener que diseñar un nuevo
escenario para cuya reedición se haga imprescindible la adquisición de certezas
o procesos que solo ello poseen, pero que se mostrarán gustosos de poner a
nuestra disposición a cambio por supuesto de digamos, un módico precio; lo
cierto es que no estamos ante la creación de algo nuevo. Más bien, ante la
enésima reedición de uno de los más viejos problemas con los que el Hombre
viene enfrentándose desde que es Hombre o lo que es lo mismo, desde que es
capaz de generar conciencia de que hay otros, los cuales bien podrían ser
diferentes.
Porque pese a quien pese, los Judíos son diferentes, ¡vaya
si lo son! Y lo peor de todo es que están muy orgullosos de preconizar sus
diferencias.
Así, en un ejercicio traumático donde los haya, la Sociedad Occidental
siente cómo la golpean digamos, a nivel estructural. Es así como, de forma un
tanto improcedente, y tal vez por ello más dolorosa, que toda la sociedad,
desde el primero hasta el último de sus integrantes, ha de enfrentarse con sus
demonios. Y el primero en aparecer es el de la hipocresía.
Enfrentados con su propia esencia. Reflejados en sus
espejos, la práctica totalidad de los individuos que conformamos este presente habremos, más pronto que
tarde, de constatar el grado de solidez de nuestros principios. Y habremos de
hacerlo atendiendo a la salvedad de que del resultado de tales pruebas
dependerá, entre otros, el grado de solvencia con el que el Proyecto Europeo podrá seguir adelante
toda vez que los valores que determinan
el bagaje de una Sociedad, procede en mayor o menor medida del cúmulo de
principios que sus integrantes puedan llegar a merecer.
De esta manera tan simple, a la par que tan evidente, queda
puesto de manifiesto que lo que en un primer momento pudo parecer un incipiente
acto de actualidad, sometido a la vorágine que a la misma le es propia,
constituye en realidad el reencuentro de la sociedad con uno de sus enemigos
ancestrales a saber, el que se nutre del miedo que todo individuo tiene a cuanto
es, sencillamente, diferente.
Y los Judíos no solo son diferentes. ¡Los Judíos se han
pasado los últimos tres mil años pregonando, puliendo y atalantando todo
aquello que les hace diferentes!
Y eso ha superado con mucho la paciencia de muchos pueblos
durante años.
Ocurrió en España con los Reyes Católicos. Se usó en la Europa
Post-Revolucionaria como excusa para hacerse en última
instancia con los jugosos capitales que amasaron durante siglos. Ocurrió en
Rusia antes y después de la
Revolución. Y finalmente alcanzó su cota más brutal e
incomprensible en la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Sin embargo, quedarnos una vez más en el historicismo a la hora de desentrañar
respuestas para preguntas que ya merecen sin duda ser respondidas, constituiría
una vez más caer en un ejercicio de banalidad del que sería bueno que la
Sociedad ya se hubiera vacunado.
Es por ello que tomando el camino de la responsabilidad, ya
va siendo hora de que todos comencemos a asumir las responsabilidades que en
mayor o menor medida, pueden sernos atribuidas. Responsabilidades que en
definitiva, utilizando el problema capital que hoy nos ocupa a modo de
catalizador, nos lleven a comprender de manera ahora ya sí definitiva que el
compromiso digamos definitivo para con estructuras de la repercusión de la propia Democracia ,
exige de todos nosotros un ejercicio que transciende con mucho del digamos,
mero electoralismo, que se satisface cada cierto tiempo introduciendo el
sufragio en una urna; para trasladarnos un compromiso mucho más profundo capaz
de llevarnos a por ejemplo dejar clara constancia a nuestros gobernantes,
aquéllos no lo olvidemos que se erigen en nada más que nuestros propios
representantes; de que no nos vamos a contentar con un procedimiento destinado
a dar soluciones viejas a problemas que no son, ni tan siquiera, nuevos.
Con ello, un grupo destinado a sembrar el terror en Europa
ha logrado lo que quería, desestabilizarnos. Mas ellos son, digamos, los malos. En nuestras manos está, una
vez más, clamando por el espíritu de la Revolución Francesa ,
ser capaces de hacer del vicio virtud, reconstruyendo el edificio no
contentándonos con reponer, sino esforzándonos por construir. Aumentando con
ello la solvencia de los individuos, reforzando una vez más la ilusión de eterno
sueño que sustenta el Proyecto Europeo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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