Vivimos
embebidos en el presente, convencidos del valor del instante, y tal vez por
ello pasa para nosotros desapercibido no tanto el valor del Tiempo, como sí el
de la Historia, en tanto que premisa imprescindible en forma de siempre
imprescindible crónica.
Una Sociedad informada
no es sinónimo de una Sociedad culta. La afirmación, tal vez presagio en su momento, adopta hoy
visos de certeza contrastada toda vez que la velocidad, los flujos y reflujos
incesantes (manifestaciones íntimas del instante), amenazan con acabar con todo
aquello que trate de escapar del aquí y
ahora.
Desde semejante perspectiva, el proceso de revisión histórica parece condenado a la
extinción, como también lo es el de la propia crónica. En consecuencia, y quién sabe si en coherencia con lo
heredado, lo cierto es que la necesidad de no
perder el tren, nos obliga a ser copartícipes del drama que la Cultura del Presente nos ofrece.
Cedemos así pues a los
vicios que han de ser propios, y mostramos pleitesía ante las prácticas de la que resulta primera hija bastarda de este proceso, a saber, la cronología.
Inmersos pues en el presente, y adoptando el papel de fiel escudero, puede uno disponerse a
llevar a cabo una tras otra y de
manera expresa no ya la mención de las batallas; sino que verdaderamente puede
urgir en la esencia, buscando algo más
allá, a saber la el hecho del que
pende la verdadera realidad que concita nuestro presente.
Y es así, o entonces; cuando de entre la niebla perpetua
tras la que se esconden tanto los enemigos como los aliados, junto o contra a
los que discernimos esta última suerte de
guerra, que necesariamente hemos de comenzar a distinguir a nuestro rival,
una vez hemos sido diezmados por sus huestes.
Escoltado por cuatro jinetes negros, y a la postre montada
sobre corcel del miso trapío la crisis, a
saber forma que ha tomado hoy por hoy el
Apocalipsis del presente; se yergue rauda, imperturbable, asistiendo al
desenlace de la batalla, como ha
ocurrido en todos los tiempos a la sazón de lo convenido para los grandes
generales en las grandes gestas. Convenientemente escoltada por su Guardia Pretoriana.
Porque efectivamente, poco serio sería pensar que el
presente, o más concretamente la magnitud de los acontecimientos de los que en
el transcurso del mismo estamos siendo testigos, discurre siguiendo las
calendas que un solo cronógrafo es
capaz de dirimir.
Y si sospechoso resulta el número de contrincantes a los que
seguramente nos enfrentamos, qué decir del ímpetu que los mismos muestran en
combate. Enemigos si cabe de probada
valía, su disposición nos lleva sin duda a buscar en el pasado, en la propia Historia ,
ejemplos de batallas en los que anteriormente éstos se hayan visto ya las caras
contra el Hombre.
Porque de esto es de lo que en última instancia se trata. De
la que hasta el momento supone la última
batalla de una larga guerra que
lleva enfrentando al Hombre consigo mismo no tanto desde el principio de los
tiempos, como sí más bien desde que éste tiene conciencia de sí mismo.
El Hombre, muestra de éxito ¿de una posible creación?
Resultado en cualquier caso de la contraposición de fuerzas de tamaña magnitud que solo la explosión
derivada del conflicto de todas ellas puede venir a hacernos una vana idea de lo que es, pero sobre
todo de lo que puede llegar a ser; y que hace del conflicto dialéctico surgido de la necesidad, la fuente obvia de la
que surge toda su fuerza, a par que todas sus desgracias.
Aparece así el Hombre como víctima propiciatoria de un combate que supone a la sazón su
esencia, y que ha de estar por ello cimentado en pos de manifestar a ultranza
sus dos naturalezas, de cuya confrontación surge inexorablemente el drama dialéctico del que son artífices,
a la par que protagonistas.
Enclavado en la mente,
como paradigma de la Reg Gogitans , la Razón. Ente con
sobradas capacidades para ser propio, y funcionar de manera autónoma e
independiente al propio Hombre del que forma parte en tanto que tal; la Razón constituye el máximo de conclusión del
paradigma humano, y manifiesta este grado de controversia al lograr el
enfrentamiento supremo, el que se produce al poner frente a frente al Hombre consigo mismo en la medida en que la
Razón, por medio de sus propios recursos se muestra competente para alienar al
Hombre al hacerle concebir la existencia de una entelequia externa a sí mismo, alcanzando a título de muestra de su
absoluta grandeza una sutil forma de neurosis al atribuir a semejante ente no solo visos de existencia, sino
que sobre el mencionado vierte los efectos, a la vez que las causas y por ende
las consecuencias, de todo lo creado, a saber incluso las procedente del propio
Hombre.
Tamaño esperpento, semejante abominación, requiere no ya de
un escenario propio, cuando sí incluso de un estado mental específico, a partir
del cual inferir el resto de elementos en cuya concupiscencia recrear los propios
que habrán de servir de ejemplo para tamañas predisposiciones.
Surge así el dogma, predisposición
del individuo a aceptar como válidas inferencias no demostradas. Pariente
cercano de la Fe, el dogma se sitúa como caudillo fiel encargado de capitanear
las huestes que la nueva nación ha
puesto ya sobre la Tierra.
La Religión, si no de quién podíamos estar hablando, toma
posiciones ¡y de qué manera! En pos del escenario de necesidad que las dudas absolutas, o más concretamente de
la incapacidad para resolverlas que se ha ido creando; ponen en bandeja el establecimiento de los vínculos de un entramado
destinado no ya tanto a dar respuesta a tales preguntas, como sí más bien a
recrear una suerte de contexto en el que, a título de ejemplo, las limitaciones
que en este mundo ponen coto a posibles elucubraciones, no surtan efectos en ese mundo.
Estamos pues escenificando la enésima muestra del eterno enfrentamiento. El enfrentamiento en el
que velan armas por un lado los
ejércitos de la Creencia, ensimismados una vez más a la hora de hacer gala de
sus virtudes contra, una vez más, los ejércitos de la Ciencia.
Ciencia y Creencia. Misticismo contra Método Científico. La
eterna reedición del combate. Una última muestra del quién sabe si decisivo paso del Mito al logos. Y en medio de
todo, como víctima propiciatoria, el Hombre.
El Hombre. Y en su forma más sutil, un hombre:
Cayetano Ripoll. Maestro de Escuela muerto a manos de El Santo Oficio, o más concretamente de
la versión descafeinada que del mismo instaurase Fernando VII en forma de Las Juntas de Fe.
Luchador activo en la Guerra de Independencia, este maestro
valenciano acaba siendo hecho prisionero y enviado a Francia. Allí, acogido por
un grupo de cuáqueros se convierte al
Deismo.
Esta circunstancia constituirá sin duda la fuente de sus
posteriores desgracias. Acusado de no
llevar a sus alumnos a misa, la acusación definitiva vendrá dada por el
argumento que obra en Acta: “Así, en vez de decir Ave María, el acusado obedece a insistir en que así todas las bondades proceden no en vano
de Dios.”
Es arrestado en 1824. La sentencia incurre en pena de
muerte. La forma de practicarse la misma será mediante hoguera. Sin embargo, la
misma es rebajada a pena de morir por ahorcamiento.
En cualquier caso, la función de escarnio que ¡cómo no! La
misma persigue, no le librará de que sus restos sean introducidos en una cuba con llamas de fuego representadas en todo su
derredor. Con la misma descenderán por las calles de Valencia hasta el
sitio encomendado a dar tierra a tales
herejes contumaces.
Esto acontecía el 31 de abril de 1826.
En definitiva, no hace tanto tiempo.
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