sábado, 26 de julio de 2014

DE LA ETERNA PRESENCIA. DE LA GUERRA PERENNE.

Vivimos embebidos en el presente, convencidos del valor del instante, y tal vez por ello pasa para nosotros desapercibido no tanto el valor del Tiempo, como sí el de la Historia, en tanto que premisa imprescindible en forma de siempre imprescindible crónica.

Una Sociedad informada no es sinónimo de una Sociedad culta. La afirmación, tal vez presagio en su momento, adopta hoy visos de certeza contrastada toda vez que la velocidad, los flujos y reflujos incesantes (manifestaciones íntimas del instante), amenazan con acabar con todo aquello que trate de escapar del aquí y ahora.

Desde semejante perspectiva, el proceso de revisión histórica parece condenado a la extinción, como también lo es el de la propia crónica. En consecuencia, y quién sabe si en coherencia con lo heredado, lo cierto es que la necesidad de no perder el tren, nos obliga a ser copartícipes del drama que la Cultura del Presente nos ofrece.

Cedemos así pues a los vicios que han de ser propios, y mostramos pleitesía ante las prácticas de la que resulta primera hija bastarda de este proceso, a saber, la cronología.
Inmersos pues en el presente, y adoptando el papel de fiel escudero, puede uno disponerse a llevar a cabo una tras otra y de manera expresa no ya la mención de las batallas; sino que verdaderamente puede urgir en la esencia, buscando algo más allá, a saber la el hecho del que pende la verdadera realidad que concita nuestro presente.

Y es así, o entonces; cuando de entre la niebla perpetua tras la que se esconden tanto los enemigos como los aliados, junto o contra a los que discernimos esta última suerte de guerra, que necesariamente hemos de comenzar a distinguir a nuestro rival, una vez hemos sido diezmados por sus huestes.

Escoltado por cuatro jinetes negros, y a la postre montada sobre corcel del miso trapío la crisis, a saber forma que ha tomado hoy por hoy el Apocalipsis del presente; se yergue rauda, imperturbable, asistiendo al desenlace de la batalla,  como ha ocurrido en todos los tiempos a la sazón de lo convenido para los grandes generales en las grandes gestas. Convenientemente escoltada por su Guardia Pretoriana.

Porque efectivamente, poco serio sería pensar que el presente, o más concretamente la magnitud de los acontecimientos de los que en el transcurso del mismo estamos siendo testigos, discurre siguiendo las calendas que un solo cronógrafo es capaz de dirimir.
Y si sospechoso resulta el número de contrincantes a los que seguramente nos enfrentamos, qué decir del ímpetu que los mismos muestran en combate. Enemigos si cabe de probada valía, su disposición nos lleva sin duda a buscar en el pasado, en la propia Historia, ejemplos de batallas en los que anteriormente éstos se hayan visto ya las caras contra el Hombre.

Porque de esto es de lo que en última instancia se trata. De la que hasta el momento supone la última batalla de una larga guerra que lleva enfrentando al Hombre consigo mismo no tanto desde el principio de los tiempos, como sí más bien desde que éste tiene conciencia de sí mismo.

El Hombre, muestra de éxito ¿de una posible creación? Resultado en cualquier caso de la contraposición de fuerzas de tamaña magnitud que solo la explosión derivada del conflicto de todas ellas puede venir a hacernos una vana idea de lo que es, pero sobre todo de lo que puede llegar a ser; y que hace del conflicto dialéctico surgido de la necesidad, la fuente obvia de la que surge toda su fuerza, a par que todas sus desgracias.

Aparece así el Hombre como víctima propiciatoria de un combate que supone a la sazón su esencia, y que ha de estar por ello cimentado en pos de manifestar a ultranza sus dos naturalezas, de cuya confrontación surge inexorablemente el drama dialéctico del que son artífices, a la par que protagonistas.

Enclavado en la mente, como paradigma de la Reg Gogitans, la Razón. Ente con sobradas capacidades para ser propio, y funcionar de manera autónoma e independiente al propio Hombre del que forma parte en tanto que tal; la Razón constituye el máximo de conclusión del paradigma humano, y manifiesta este grado de controversia al lograr el enfrentamiento supremo, el que se produce al poner frente a frente al Hombre consigo mismo en la medida en que la Razón, por medio de sus propios recursos se muestra competente para alienar al Hombre al hacerle concebir la existencia de una entelequia externa a sí mismo, alcanzando a título de muestra de su absoluta grandeza una sutil forma de neurosis al atribuir a semejante ente no solo visos de existencia, sino que sobre el mencionado vierte los efectos, a la vez que las causas y por ende las consecuencias, de todo lo creado, a saber incluso las procedente del propio Hombre.

Tamaño esperpento, semejante abominación, requiere no ya de un escenario propio, cuando sí incluso de un estado mental específico, a partir del cual inferir el resto de elementos en cuya concupiscencia recrear los propios que habrán de servir de ejemplo para tamañas predisposiciones.
Surge así el dogma, predisposición del individuo a aceptar como válidas inferencias no demostradas. Pariente cercano de la Fe, el dogma se sitúa como caudillo fiel encargado de capitanear las huestes que la nueva nación ha puesto ya sobre la Tierra.

La Religión, si no de quién podíamos estar hablando, toma posiciones ¡y de qué manera! En pos del escenario de necesidad que las dudas absolutas, o más concretamente de la incapacidad para resolverlas que se ha ido creando; ponen en bandeja el establecimiento de los vínculos de un entramado destinado no ya tanto a dar respuesta a tales preguntas, como sí más bien a recrear una suerte de contexto en el que, a título de ejemplo, las limitaciones que en este mundo ponen coto a posibles elucubraciones, no surtan efectos en ese mundo.
Estamos pues escenificando la enésima muestra del eterno enfrentamiento. El enfrentamiento en el que velan armas por un lado los ejércitos de la Creencia, ensimismados una vez más a la hora de hacer gala de sus virtudes contra, una vez más, los ejércitos de la Ciencia.

Ciencia y Creencia. Misticismo contra Método Científico. La eterna reedición del combate. Una última muestra del quién sabe si decisivo paso del Mito al logos. Y en medio de todo, como víctima propiciatoria, el Hombre.

El Hombre. Y en su forma más sutil, un hombre:

Cayetano Ripoll. Maestro de Escuela muerto a manos de El Santo Oficio, o más concretamente de la versión descafeinada que del mismo instaurase Fernando VII en forma de Las Juntas de Fe.

Luchador activo en la Guerra de Independencia, este maestro valenciano acaba siendo hecho prisionero y enviado a Francia. Allí, acogido por un grupo de cuáqueros se convierte al Deismo.
Esta circunstancia constituirá sin duda la fuente de sus posteriores desgracias. Acusado de  no llevar a sus alumnos a misa, la acusación definitiva vendrá dada por el argumento que obra en Acta: “Así, en vez de decir Ave María, el acusado obedece a insistir en que así todas las bondades proceden no en vano de Dios.”

Es arrestado en 1824. La sentencia incurre en pena de muerte. La forma de practicarse la misma será mediante hoguera. Sin embargo, la misma es rebajada a pena de morir por ahorcamiento.

En cualquier caso, la función de escarnio que ¡cómo no! La misma persigue, no le librará de que sus restos sean introducidos en una cuba con llamas de fuego representadas en todo su derredor. Con la misma descenderán por las calles de Valencia hasta el sitio encomendado a dar tierra a tales herejes contumaces.

Esto acontecía el 31 de abril de 1826.

En definitiva, no hace tanto tiempo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


No hay comentarios:

Publicar un comentario