Constituye el de Gustav MAHLER, uno de esos atractivos devenires cuya máxima certeza
pasa de manera inexorable por la inefable terquedad a la que ir que acudir en
pos no tanto de comprender, cuando sí más bien de comprender, los devaneos,
desaires, circunloquios y en definitiva, dudas mal despejadas que sin duda
hubieron de configurar de manera definitiva quién sabe si una vida, o una mera sucesión de compases.
Porque sí, si queremos no ya hablar de Gustav MAHLER, cuando
sí más bien comenzar a entenderle; hemos de hacer acopio de paciencia (a saber
la traducción incompleta de la desazón), la cual por otro lado se pone de
manifiesto al albergar en sí la esencia no ya de las respuestas, cuando si del
que supone la quintaesencia del
conocimiento, que sabido es de todos se halla en la capacidad para hacer
las preguntas adecuadas.
Y es así que, de manera en apariencia concienzuda, lo que no
impide ciertos juegos en consonancia con la bisoñez,
que acabamos por darnos de bruces con
la elegancia que siempre se halla inmersa en la esencia del infinito, en la
esencia del tiempo. O como NIETZSCHE vendrá a decir, en la esencia del vínculo que el Hombre acierta a tener con el tiempo,
cual es la mera comprensión de que si lo dejamos, acabará por convencernos de
que efectivamente, solo él es inexorable, a la par que concienzudo.
Es por eso que, llegados a este punto, o si se quiere
paradójicamente a este instante, es preciso determinar las nuevas líneas que
han de regir la presente aproximación a MAHLER y por supuesto a su obra.
Aproximación que necesariamente ha de llevarse a cabo desde una perspectiva
mucho menos pragmática, y por ende mucho más retórica que aquélla que hace ya
dos años supuso la conmemoración del primer centenario de su muerte.
Es MAHLER, y no equivocamos el tiempo verbal, más un
compositor que un hombre (porque su obra sí logró el infinito que su vida no
alcanzaría ni siquiera en su presente), terminando por hacer buena su máxima
pretensión: Hagamos que si bien no
logremos tocar el infinito, sí podamos no obstante que algo de nosotros no
muera nunca. Y será así que, su obra, inmortal más que eterna; siempre
contemporánea en cualquier caso, logre trasponerse a todas las dificultades,
tal vez porque es una obra difícil de emplazar, incluso en los buenos momentos,
logrando con ello perdurar siempre, y por siempre.
Será así que MAHLER queda fervorosamente ligado a su obra. Y
que la obra de MAHLER queda ligada al Tiempo. Y digo al Tiempo, porque la obra
de MAHLER no puede ser vinculada a ningún tiempo, a ningún momento. No se trata
de decir que la obra esté descontextualizada,
más bien al constituye una muestra de intensidad y grandeza propia de un
momento igualmente intenso y grande. Sin embargo, al contrario de lo que
ocurre con la mayoría de autores, el contexto de MAHLER resultaría insípido si de verdad
albergáramos la esperanza de explicar desde tal perspectiva los fundamentos, ya
sea los psicológicos y ni tan siquiera los técnicos, que de manera tan única
como imprescindible plagan, enriquecen y por supuesto hacen comprensible la
obra, dentro de las especificidades que
el que denominaremos Entorno Mahler vienen
concienzudamente a determinar, postergando todo lo demás.
Porque todo en MAHLER está ligado, cuando no determinado,
por el Tiempo, y por las vivencias que al mismo van ligados.
Viviendo una vida rápida,
quién sabe si a modo de presagio, en MAHLER se da cita una manera de vivir
en la que el término asustado resulta
más adecuado que otros más suaves, a la par que más agradables como podría ser intensa.
Vivió nuestro autor una suerte de miedo que no tiene nada
que ver, por ello no se identifica con ninguno de sus síntomas, de lo que
habitualmente podríamos identificar con vivencias de una vida asustada. Se trata más bien de una percepción, de la certeza
de llegar a semejante conclusión a través del desarrollo de una perspectiva
basada en la ventaja que nos da disponer del catálogo completo de vivencias del compositor, una vez
transcurridos más de cien años del cierre definitivo de su catálogo vital.
Se trata así pues de un miedo conceptual. De un miedo que
pasa tanto por dejar de vivir lo que se tiene, como de morir sin saber qué es
no haber vivido lo que nunca se poseyó.
Las consideraciones transcendentales que sin duda hacen
presa en este tipo de desarrollos, nos sitúan de manera inevitable en pos de
una personalidad tan complicada como atormentada; o quién sabe si más
atormentada precisamente por lo que su alto grado de complejidad le permitía
comprender, que en cualquier caso le arrojaba día tras día contra la
frustración que tal y como antes indicábamos se traducía de manera inexorable
en su presente a modo de constatación del devenir. Un devenir que desde luego
no se parecía nada al que él presagiaba.
Serán precisamente esta sucesión de desazones, y por
supuesto su manifiesta incapacidad para solventarlas al empecinarse en plantear
para ello las ecuaciones desde su particular
perspectiva, las que le lleven a perseverar en el error.
Error que se verá multiplicado, y que pronto conformarán una
lista, más que sucesión, que terminará por agotar al compositor, y que pronto
acabará también por cercenar sus vínculos con el presente, los cuales a duras
penas se mantenían a través del sincero amor que el autor y director profesaba
por su esposa Marta, veinte años menor que él, y que a la postre será la
causante del último mal.
Porque si es verdad que todas hieren, menos la última que
mata, lo cierto es que como en el caso del héroe, sobre el mismo se debate el Destino con sus tres golpes hasta que al
final el último lo derriba, como se derriba un árbol.
Estará así pues dramáticamente condenado nuestro autor a
vivir un eterno presente, lo que
constituirá para él una delicada forma de
maldad pues sin duda no encontraremos otro como él en el que tan arraigadas
y profundas sean entre otras, la necesidad de trascender.
Todo en él marca y profesa admiración por el Tiempo. Más
completamente por el deseo de trascender.
Sin embargo el autor se mostrará igualmente alejado de la Religión
luego…¿Cómo satisfacer tales, al menos en apariencia, desavenencias?
Pues parece lógico que tal deseo habrá de alcanzarse de la
única manera que al menos en apariencia nos queda, o sea, viviendo.
No se trataré en cualquier caso de que MAHLER viva más o
mejor que los demás. Se trata de que MAHLER vivirá para su música. Y lo que le
convierte en único pasa por comprender que su vida, sin ningún tipo de
cortapisa o filtro, estará presente en su música.
Semejante realidad, podrá no obstante comprobarse de manera
categórica a lo largo de su no extensa, sino cualitativamente imprescindible
obra. Así, sus sinfonías son un reflejo de la manera de comprender la vida que
el autor tiene, siendo además la Décima, la inacabada, un corolario de las
emociones que su percepción de la muerte le provocan.
Entramos así en un peligroso binomio formado a partir de la
indistinta visión desde la que el autor comprende su relación indistinta para
con su vida, y para con su música, que le traerá infinidad de problemas, siendo
tal vez el más grave el que se ponga de manifiesto cuando sus problemas
conyugales se hacen más que evidentes. No se trata solo de que él sea incapaz
de entenderlos. Se trata realmente de una especie de absoluta incomprensión
para con la conducta de su mujer. ¿Cómo es posible que ella amenace con
abandonarle cuando constituye para él lo más preciado de su vida? La razón es
evidente, se le ha olvidado hacérselo saber…
Será así pues que finalmente, y a la postre hasta el final,
el binomio se invierta. Si la vida de MAHLER fue fuente inagotable de recursos
para su música, acabaremos por llegar a un punto en el que solo la música
infiera cierto grado de sentido a la vida del autor.
Será entonces cuando se haga patente el verdadero daño que
al héroe le han ido causando, poco a
poco, pero todas de manera inexorable las lanzadas, ya hayan sido unas más
precisas, y otras más lanzadas a boleo, las
que han terminado por derribarle como a
un árbol.
Será entonces cuando emerjan como torbellino las maldades
proferidas por contemporáneos y por coetáneos. Las que proceden de los músicos
que han maldecido su perfeccionismo como Director. La farfulla del Público de Nueva York cuando le menosprecia por el idioma…Incluso,
las traiciones de los que en su juventud le obligaron a abandonar el Judaísmo para pasar al Cristianismo, obligación inexcusable
para triunfar en el Teatro de la Ópera de Viena, de la que llegará a ser
director.
Al final, en su tumba solo queda su nombre. Todas hieren menos la última, que mata.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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