Asistimos, sin duda, a momentos complejos. La Tierra gira a
menudo varias veces en el intervalo de tiempo que antaño estaba reservado a un
solo día, en tanto que las estructuras, los valores y, por qué no decirlo
incluso las creencias, se tambalean de manera burda, reduciendo a poco menos
que cenizas las estructuras que hasta ayer pensábamos conciliaban nuestra
posición en esa, la eterna lucha que el Hombre tiene para con su presente, para
consigo mismo.
No en vano el filósofo
alemán ya lo dejó escrito: “Nuestros Ídolos tienen los pies de barro.”
Arrojados como estamos, en esta realidad, o en lo que
consentimos de común acuerdo considerar como tal; lo cierto es que una vez
asumido el primer golpe, pocas por no
decir ninguna posibilidad le queda a ese mismo Hombre más que levantarse una
vez encajado el impacto que se desencadena como efecto primitivo de el Saber, y reincorporarse como
responsable que es de su destino. Ha de reconstruir el mundo una vez que ser
consciente de su miseria ha destruido todo germen de posible recuperación.
Porque sí, paradójicamente, el saber destruye. Destruye las
falsas creencias cimentadas en vanos deseos, construidos a menudo en el deseo
de no saber. Destruye las vanas ilusiones, forjadas casi siempre en la falacia
de la infancia, entendida como eterno aferro a la ausencia de realidad,
mitigadora por excelencia del pánico que produce la responsabilidad, último
vínculo del Hombre con la realidad.
Pero entonces, ¿dónde se halla la fuerza para recomenzar?
Pues como no puede ser de otra manera, en la misma fuerza causante de la
destrucción. Tan solo la que tiene capacidad para destruir, es suficiente para
llevar a cabo no solo la reconstrucción, sino que amparada en el nuevo vínculo
para con la realidad, dará pie a una nueva visión.
La esencia de la paradoja radica en ser capaz de comprender
que la fuerza del Apocalipsis, es la misma que la que se convierte en
generatriz.
Y es en preciso lugar, en ese preciso momento, donde converge
no ya la fuerza, sino el catalizador encargado de conducir sus efectos. La
Educación, como esencial catalizador, habrá de participar en la reacción,
obrando como parte de los reactivos, pero
evidentemente sin formar parte de los productos.
Su misión, canalizar la Reacción
Química más importante. La que se lleva a cabo obrando con El Hombre como reactivo, para dar lugar a
una Sociedad neta y desarrollada como producto.
Constituye la
Educación, dicho en términos estrictamente humanos, la actividad más arraigada
en el género. Educar es formar, y formar es, aparte de las más diversas
acepciones que el término pueda adoptar en función de los interlocutores;
desarrollar de manera consciente y voluntaria un proceso destinado a generar en
el individuo las actitudes vinculantes de cara a permitirle integrarse de
manera completa en el espacio y en el
tiempo que le son propios.
Afrontado pues en términos evolutivos, la Educación viene a
ser el proceso más absoluto de cuantos el Hombre ha sido consciente, toda vez
mediante el ejercicio de la Educación, el Hombre experimentará las sensaciones
más cercanas al Creador, entendiendo
tal aseveración desde el punto de vista de que si El Hombre procede de un
origen que le dotó de aptitudes, el proceso de la Educación será el encargado
de pulir los matices derivados del inexorable paso del tiempo.
Es así pues la Educación un poderoso mecanismo, destinado en
origen a pulir los errores que bien pudo
cometer El Creador.
Resulta pues del todo baldío, cualquier ejercicio destinado
ahora a mitigar la intensidad o la fuerza de tal procedimiento. Constituye así
el proceso de educar el ejercicio más poderoso al que un ser humano puede
aspirar. En el educar, como en ninguna otra acción, convergen fuerzas cuya
intensidad era hasta entonces desconocida, cuyos resultados son, salvo para los
educadores, inalcanzables.
Y obviamente ni tales fuerzas ni por supuesto sus
posibilidades, podían pasar desapercibidas.
Como podemos imaginar, una fuerza tan poderosa, surgida
enteramente de la propia potencialidad humana, y destinada como ninguna otra a
conformar de manera notoria tales potencialidades de cara a conformar una
realidad definitiva; no podía por supuesto permanecer al margen de las
estructuras de poder igualmente construidas por el Hombre, pero que en este
caso habían evolucionado por cauces enteramente diferentes. Cauces por otro
lado tan diferentes que no en vano habían logrado enajenar su contenido hasta
el punto de alejarlas completamente de la función para la que en principio habían
sido consideradas. Se produce así, y entonces, el choque inevitable. Educación
y Política, ambas estructuras inexorablemente arraigadas en el Hombre, entran
en franca divergencia precisamente en tanto que el modelo que consideran propio
para él no solo difiere, sino que franca y absolutamente se contrapone.
Estalla así pues la guerra. Una guerra que tiene en los códigos
legislativos su desarrollo, y que fecha en los instantes inmediatamente
posteriores a las citas electorales sus batallas. Una guerra en la que la
designación de los Ministros de Educación lleva aparejado el efecto de
nombramiento de un General que, según de dónde procedan sus fuerzas, surtirá a
sus ejércitos de elementos procedentes de la Iglesia, o de las calles.
Una guerra que en el caso de España no comienza a librarse
hasta 1812. Será sí la
Constitución Liberal de Cádiz, promulgada en 1812, La Pepa, el primer documento
legislativamente vinculante a título de Rango
de Ley Nacional la que en el Título IX proveerá por primera vez como decimos,
designaciones destinadas al desarrollo formal de una política nacional destinada a racionalizar el proceso educativo. Éste,
hasta ese momento, había permanecido como ocurre con tantas otras cosas, del
todo huérfano, sujeto a unas consideraciones vinculadas al carácter de lo
religioso, o al albedrío de instituciones de rango privado, que compartían con
las anteriores el denominador común de
la ausencia de cualquier atisbo de proceso científico.
A lo largo de seis artículos, la Constitución de 1812 convierte
al Estado en paladín de la escuela, y por ende de los educandos. Obligará así a la construcción de escuelas públicas en
todas las poblaciones, hablará por primera vez seriamente de la puesta en
práctica de mecanismos rigurosos para su dotación y, por primera vez dejará el
proceso educativo en manos de algo más que la
buena fe de instituciones de beneficencia, de la Iglesia, o del monopolio de
las sempiternas Clases Pudientes.
Y además, genera La
Normal, a saber, Escuela de formación destinada, de ahí su nombre, a
establecer la norma de procedimiento
magisterial que ejemplifica a la par que convierte en homogénea la manera
de enseñar. La misión emprendida por Juan
Bautista de LA SALLE, allá por 1685 alcanzaba su máximo desarrollo.
Será pues hacia octubre de 1812, cuando el proceso iniciado
en Cortes Constituyentes por D. Manuel José QUINTANA, en la Comisión de
Instrucción Pública de ese mismo año, comience a dar sus frutos, los cuales se
verán un año después con la publicación
del magnífico informe Decreto del Proyecto de Educación, de 1814.
Se trata de un documento que contiene entre otras las
visiones de grandes, tales como Pablo MONTESINO el cual, diputado en Cortes, y
exiliado en Londres tras el retorno de Fernando VII; desarrollará una hábil a
la par que interesante labor pedagógica que a su retorno tendrá como
compensación su puesta al frente de la primera Escuela
Normal , desde la que en 1838 elaboró el Reglamento para las
escuelas de Primeras Letras.
Mas habrá de ser Antonio GIL DE ZÁRATE quien, en 1845
elaborara el definitivo Plan de Estudios de 1845, pilar fundamental de la LEY MOYANO.
Compone ésta el bastión por antonomasia de la Educación en
España. Su demoledora vigencia, hasta 1970 con ligeras modificaciones, provee
una ligera idea de su fuerza, estructura y vigor.
Una lay emanada de los espíritus ilustrados de figuras como
JOVELLANOS o CAMPOMANES y que participa sin duda de sus talantes a la hora de
conceptualizar abiertamente el progreso como objetivo, aunque para ello haya de
superar obstáculos conceptuales y prácticos como los que pueden constituir el
retorno de elementos como Fernando VII, elementos que obligan a esperar vientos más propicios, los cuales se dan
con Isabel II.
Una ley obviamente escasa, toda vez que sigue amparada por
la sempiterna presencia de la Iglesia, cuyo auxilio se requiere abiertamente
cuando se reconoce que los ayuntamientos, responsables de las escuelas de pueblo, tendrán realmente
complicado ejercer su labor, lo que lleva a la Iglesia a adoptar con gusto el papel
de protección eternamente asumido, cobrándose con ello la contraprestación de
encargarse de la formación, o adoctrinamiento, de cuantas mentes pasan por sus
manos; procediendo además con la selección de las que más propicias considere,
las cuales pasarán finalmente a los rangos superiores, universidades que era
donde finalmente el Estado asumís plenas competencias educativas.
Ha de entenderse así que si bien la Ley Moyano sobrevive
hasta 1970, lo hace con grandes altibajos los cuales se subsanan mediante la
adopción de protocolos que a menudo son verdaderas revoluciones, tales como los
que por ejemplo convergen en la consolidación de la Institución Libre de Enseñanza. A saber, ingente elemento renovador tanto en canales
teóricos como prácticos, participado desde origen por personalidades de la
talla de Ricardo RUBIO, Francisco GINER DE LOS RÍOS, y Bartolomé COSSIO.
Luchó abiertamente la ILE contra elementos perniciosos tales
como el excesivo sometimiento de la Educación a la Iglesia, lo que se había acentuado
sobre todo con la firma del Concordato de 1851.
Pero será precisamente en el periodo de la II República , sobre
todo en sus dos primeros años, donde las ideas y procedimientos de la ILE calen
más profundamente, hasta el punto de que muchas de sus consecuciones aún hoy
son visibles tanto en el marco eminentemente práctico (muchas de las actuales
escuelas fechan por entonces su construcción), no en vano en este periodo se
construyeron más escuelas que en el transcurso de toda la etapa monárquica anterior;
como en el teórico, ya que aspectos tales como la consideración de la profesión
de MAESTRO deriva de este periodo.
Pero el GOLPE DE ESTADO de Franco cercenará ésta, como
tantas otras cosas.
En un primer periodo, destinado a borrar toda huella de la
acción republicana, el régimen dictatorial hunde la Educación en un pozo sin
fondo que se extiende de 1938
a 1945. En el mismo, se cede a una propuesta Católica a
ultranza la cual se verá luego implementada hasta 1959 con una serie de medidas
encaminadas a desarrollar un absoluto nacionalismo
español.
En definitiva, en España podemos observar cómo la Educación,
al igual que pasa con cualquier elemento destinado a promover o generar
progreso o dinamismo de forma más o menos natural,
ha de enfrentarse a menudo con uñas y
dientes, contra aquéllos que, por ostentar de manera evidente el poder, se
oponen con firmeza a cualquier ideal de cambio al considerar que esto pone en
peligro por definición su propio estado o posición.
De ahí que, el denominador común de la realidad educativa en
España pase, al menos en su vertiente política por la certeza inexorable de que
todo cambio en los ideales de aquél que controla el poder trae asociado,
inexorablemente, un cambio en la Ley Educativa con la que se identifican.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.