O
cuando los esfuerzos que se hacen para restablecerla, resultan
denodados, dejando en consecuencia unos resultados desaconsejables,
por constatar la pérdida de hegemonía, perjudicando las posiciones
de las que se partía.
No
podemos permitirnos el lujo de dejar que acabe abril, sin dedicarle
el tiempo suficiente a los acontecimientos acaecidos en torno al
beligerante comienzo del XVIII español, al cual se puso finalmente
remedio precisamente con los hechos que hoy traemos a colación, y
que se agrupan históricamente en La
Paz de Utrecht.
Cuando
Carlos II, a la sazón el último de los Habsburgo,
muere
sin descendencia, desencadena una larga lista de acontecimientos cuyo
denominador común las ansias de poder que en torno a la herencia de
la Corona de España pueden y sin duda han de manifestarse.
Más
allá de las disquisiciones de Francia con Luis XIV, o de los
Ingleses, que sin duda ya tienen sus propios problemas, manifestados
en las tensiones que la presencia activa de los Jacobinos
manifiestan;
lo cierto es que las disposiciones estructurales que el Testamento
de Carlos II vienen
a plantear, no hacen sino reavivar todo un absoluto que en Europa es
casi eterno, la necesidad para nada coyuntural de tener contentos, o
al menos igual de cabreados, a franceses e ingleses.
Inglaterra
tiene, en el caso que nos ocupa, verdaderamente mucho que perder,
aunque sin duda, si juega bien sus cartas, también mucho que ganar.
Además, se le presenta una ocasión de oro para substanciar
definitivamente las consecuencias de las tomas militares de,
respectivamente, Gibraltar y Menorca.
Francia,
por el contrario, podría ver satisfechas sus demandas poco menos que
dejando el tiempo pasar, esto es, ni obstaculizando demasiado, ni por
supuesto, tendiendo
una alfombra, a
sus para nada virtuales enemigos.
Y
como si hubiera estado poco menos que preparado. Como si Carlos II no
hubiera podido ni querido evitarlo, presenta en Viena un testamento
abrumador, en el que designa como heredero al Duque
de Anjou, quien
efectivamente gobernará como Felipe V. Pero también deja una gran
cláusula de distensión que pasa por la manifestación eficiente de
que “ (…)nunca ni bajo circunstancia alguna, la Corona de Francia
y de España pueda reposar bajo la misma cabeza.”
Y
Felipe V es nieto de Luis XIV de Francia, quien rápido corre a
exponer su teoría de que si el destino lo determina, bien pudiera
ser que su nieto acabe siendo rey de las dos casas.
He
ahí la gota que colma el vaso, o que al menos en apariencia viene a
hacerlo. Habsburgos a ambos lados de los Pirineos, y además con la
posibilidad de terminar heredando antes o después un imperio como el
que disfrutó Carlos I. Eso es algo a lo que Inglaterra no puede
estar dispuesta.
Y
sobre tal proceder es sobre el que se deriva la que se conoce como
Guerra
de Sucesión. Una
guerra que al menos en apariencia se lucha en pos de dirimir quién
ha de ostentar la gobernación de España, pero en la que
curiosamente España parece ser la que menos tiene que decir.
´
El
rechazo que por parte de Francia se ha hecho en Viena a los deseos de
Carlos II, levanta una polvareda incontenible en Londres y La Haya.
Imperiales, ingleses y holandeses firman la Gran Alianza de la Haya,
para oponerse al bloque de los Borbones, que sin duda se establecerá
a ambos lados de los Pirineos,
La
guerra comienza así en 1701, y pronto se convierte en una
conflagración internacional a gran escala, en la que todo el
occidente europeo toma partido por diversos motivos.
Contra
el ya considerado Bloque Borbónico, se alzan las llamadas Potencias
Marítimas, (Inglaterra y Holanda), las cuales propusieron a Carlos I
Habsburgo, el más pequeño de los hijos de Leopoldo I emperador,
como heredero.
Pero
la realidad en este caso pasa por otros derroteros.
Inglaterra
como hemos dicho, ve pasar sus intereses por otros lugares, de ahí
que hayamos de aprovechar la perspectiva que el tiempo nos
proporciona, para desenmascarar de una vez la panoplia, si no la
estafa a la que Inglaterra sometió a Europa.
En
términos políticos, el ascenso al poder de los Toris,
como
elementos conservadores manifiestamente contrarios a la guerra,
permitió una rápida negociación que tuvo en la aceptación de
Felipe V un logro indirecto magnífico cual fue el de asegurarse la
imposibilidad de que los reinos aludidos, España y Francia pudieran
nunca unirse, toda vez que se puso como ley contractual expresa la
salvaguarda de que si Felipe V, en su condición insistimos de nieto
de Luis XIV, decidiera algún día ceñirse la corona de Francia,
debía previamente renunciara la de España.
Así
mismo, y de manera aparentemente derivativa, los ingleses vieron en
los tratados de Utrecht, el definitivo reconocimiento de la Dinastía
Hannover.
En
términos económicos, Inglaterra consigue dejar
de suspirar por meter la nariz en
el comercio para con las colonias de Ultramar.
Con
la implantación respectiva del Navío
de Permiso, y
del Derecho
de Asiento, Inglaterra
lograba comenzar a echar abajo el hasta ese momento perfecto
monopolio que para el comercio con América había mantenido la
Casa de Contratación, a
saber única estructura válida hasta ese momento para desarrollar
actividad mercantil para con América.
El
Navío de Permiso, que
documentalmente consistía en el derecho a introducir 500 toneladas
de género en América, se convirtió en una brecha
comercial por la que entraba toda clase de contrabando.
Por
otra parte, el
derecho de asiento desencadena
un vergonzoso proceso que durante treinta años se traduce en la
introducción en América de no menos de cinco mil esclavos negros al
año directamente capturados en África, y transportados al Nuevo
Mundo en
barcos negreros.
Sin
embargo, el verdadero éxito de las acciones inglesas hay que
buscarlo en lo que denominaremos logro
del equilibrio continental, y
que se manifiesta en la puesta en práctica de todas las medidas
presentes, pero sobre todo futuras, encaminadas a que en Europa no
pueda volver a producirse una concentración
de poder y territorio semejantes a las que la herencia que recibiera
Carlos I, había traído aparejada.
Con
todo, y pese a lo enorme de las consideraciones expuestas hasta el
momento, se constata fácilmente que lo que más preocupa de la
actuación inglesa, en especial en España, es el hecho
categóricamente anecdótico, de la apropiación de Gibraltar.
Contenido
en el Artículo X del tratado, la
cesión a Inglaterra de la plaza de Gibraltar, viene
a considerarse la cesión por parte del Rey
Católico “la
propiedad de la ciudad de Gibraltar, junto con su puerto, las
defensas y fortalezas que le perteneciesen, pero
sin cesión de jurisdicción territorial, ni comunicación alguna por
tierra, permitiendo el comercio para aprovisionamiento, y prohibiendo
expresamente la tenencia como vecinos del lugar a judíos ni moros,
ni el paso por su puerto de más barcos moros que los que fueran
expresamente a comerciar.”
En
definitiva, el tratado de Utrecht pone fin a la Guerra de Sucesión
causada en España, disputada por todos, para beneficiar activa y
pasivamente, el asentamiento internacional de Inglaterra.
Luis
Jonás VEGAS VELASCO.