Tratar de circunscribir los acontecimientos de la Revolución
Rusa a los hechos que tuvieron lugar a finales de 1917,
resulta tan artificial como podría resultar el ejercicio, en vano por muchos
intentado, de decir que las consecuencias de tan revuelta época son tan solo
constatables en los territorios que físicamente los contuvieron.
Si bien los desarrollos sociales y políticos del momento es
obvio que presagiaban un estallido por otra parte imperioso, resultaría
absurdo, cuando no un acto de controvertida obscenidad didáctica, tratar de
decir que lo ocurrido en la por entonces
Rusia, era algo esperado.
Sin desdecirnos un ápice de la máxima histórica según la
cual los acontecimientos que en tal campo tienen alguna relevancia comparten el
denominador común de no gestarse en un instante, en tanto que sus causas
raramente pueden atribuirse a un solo acontecimiento; no es menos cierto que en
el caso que nos ocupa, nada ni nadie en su sano juicio podría haber presagiado
no ya las consecuencias, sino por supuesto el mero hecho de la detonación de la revolución rusa de octubre
de 1917.
Como muestra de tal certeza, basta con reseñar el hecho de
que el Imperio Ruso, y a la sazón sus más
que temibles ejércitos, siempre al servicio del Zar, se encontraban en este
caso desperdigados por todo el territorio europeo, luchando en una guerra que
no era por supuesto suya, inmersos en un conflicto de competencias
incomprensibles para ellos en tanto que militares, pero cuyas consecuencias sí
eran por ellos padecidas dado que sus oficiales, pertenecientes como todo lo
mínimamente digno en Rusia, a la selecta casta de los aristócratas; no se
movían siguiendo, como era de esperar, criterios técnicos o de competencia,
sino escuetos actos destinados a promover el mantenimiento, cuando no el
aumento, de sus respectivos capitales, ya fueran éstos de carácter moral, o
directamente de incremento de poder.
Profundizando así un poco más en los motivos que desembocan
en la entrada de Rusia en la I Guerra
Mundial , nos encontramos con que semejante paso, de
incalculables consecuencias históricas, se da en realidad con motivos más
estratégicos y defensivos, que lícitamente justificados según el Arte de la Guerra. Así , cuando Bismarck considera que las
presiones que Alemania en tanto que capital del Imperio dominante en Europa, son ya inaceptables, presiones que por
otra parte proceden de las sempiternas potencias modernas, Gran Bretaña y
Francia; se encuentra para su desazón con el hecho innegable de que lanzarse a
la carga en la frontera oriental francesa, supondría sin duda un error
imperdonable al ofrecer al siempre peligroso enemigo Ruso su propia frontera,
en bandeja de plata.
No es que Rusia en 1014 tuviera, ni tan siquiera a corto
plazo, motivos reales para lanzarse a la carga. Así , el falso periodo de estabilidad
gubernamental representado por el dominio del Zar, se traducía en una calma
que, visto con perspectiva y sumado a los inexistentes motivos de expansión
territorial, hacían complejo ver el porqué del peligro ruso.
Pero Bismarck, el
último representante tal vez de las viejas estructuras, tenía perfectamente
claro, y así se lo hizo saber a Alemania “Dejar
la frontera oriental del país desguarnecida apostando en la potencialidad del
desinterés ruso, la certeza de su ejército, es algo que no estoy dispuesto a
hacer.”
Por eso, cuando en junio de 1914 la I Guerra Mundial
estalla, lo hace con la certeza definitiva de que la primera batalla en
realidad habrá de librarse contra la realidad del potencial de movilización con
el que Rusia cuenta, y que se traduce en 6 millones de soldados en 48 horas.
Es la Rusia que entra en 1900, una nación en el más amplio
de los sentidos de la
palabra. Su tremebunda extensión unido a lo ingente del número
de habitantes, conforman una escenografía que sin entrar en muchos detalles,
hace difícil representarse el modelo de sociedad, y por ende el de su
traducción en política, que hagan gobernable tal monstruo.
Por eso, la perspectiva histórica nos lleva a decir que
únicamente un sistema autocrático, en cualquiera de sus versiones, garantiza el
éxito en la titánica misión.
Nos encontramos así a principios del pasado siglo un país
que todavía no ha transitado el camino de la modernidad. Es más,
en la mayoría de los casos sigue sumido en la Edad Media. Regido
con mano dura por un modelo que convierte al Zar en el máximo dignatario a
todos los efectos, la Rusia de 1905, momento en el que tiene lugar el primer
conato de revuelta está no ya gobernada, sino monopolizada por la dinastía que
a la sazón será la última, la de los Romanov.
Con la aprobación de una caterva gubernamental cuya función
es meramente estética, Nicolás II gobierna con poderes absolutos desde un San
Petersburgo que se convertirá no en el último valuarte del zarismo, sino
curiosamente en la cuna de la revolución.
Las causas, otrora evidentes, han sido superficialmente ya
constatadas. Si tratamos de entender el porqué del hecho de que las gentes de
aquélla Rusia, accedieran libremente a los dictámenes en la mayoría de
ocasiones despóticos de sus dirigentes, nos encontramos sin duda alguna con lo
certero de la explicación según la cual la incapacidad para organizarse de un
país en el que las largas distancias tenían además su constatación en la gran
diversidad social, convertían en imposible cualquier intento de alzarse contra
una estructura en la que el caciquismo medieval se practicaba de manera activa
por mediación de una administración
burocrática completamente controlada por la una Aristocracia
que disfrazaba su incompetencia, así como las consecuencias de la misma; en los
más absolutos desmanes.
Por ello, cuando ésta misma aristocracia se puso en marcha
hacia la frontera de Francia copando los puestos del escalafón de mando del
ejército ruso, lo hizo disimulando en un primer momento su manifiesta
incapacidad en el hecho cuantitativo según el cual no tenían problemas para
sustituir las incontables bajas, desde la óptica de que por cada soldado
alemán, se contaban en seis los infantes rusos.
Pero cuando el frente se estabilizó en el centro del
continente, la situación era del todo inaceptable. Y así quedó claro para el
grupo de marineros de submarinos de la base de San Petersburgo que en aquél
octubre decidieron alzarse contra la interminable lista de barrabasadas que a
todos los planos se estaban cometiendo.
Al en principio motín, inmediatamente se unieron las
hilanderas de una fábrica cercana, las cuales poco tardaron en agitar a los maridos y demás, de las
amplias ya por entonces zonas industriales de un San Petersburgo que, no lo
olvidemos, cuenta con el Palacio del Zar.
En un tiempo récord, la revolución no es ya que sea un
éxito, es que resulta incontestable.
De la dimisión de los Romanov,
efectiva el 15 de marzo de ése mismo 1917, se desprenden los conceptos
fundamentales para la retirada de la Guerra de una Rusia que, todavía en el
mencionado instante no puede decir a ciencia cierta qué le llevó a ingresar en
la misma.
Y de nuevo Alemania. Convencido Bismarck del beneficio que puede obtener ante el giro inesperado de
los acontecimientos; comienza una activa campaña de desestabilización que tiene
su muestra fundamental en las prebendas que
concede a una figura todavía en ciernes, al menos en lo que concierne de
cara a las relaciones exteriores. Comete el error de apoyarse en un Lenin el
cual, jugando como nadie sus bazas, logra camelar a Alemania hasta el extremo
de que ésta le sufraga no ya su retorno Rusia, sino la certeza de hacerlo con
dinero fresco, y la franca promesa de ayuda.
El retorno de Lenin, lejos de apaciguar las ideas, no hace
sino aumentar la ya de por sí creciente inestabilidad.
La Revolución ha degenerado. Así, tras lograr la renuncia de
Nicolás II en un tiempo récord, y su sustitución por un gobierno de transición
en un tiempo igualmente admirable, se pierde luego en una serie de debates en
los que la falta de práctica política tiene
gran parte de culpa.
Bolcheviques y
Mencheviques, o lo
que es lo mismo radicales y moderados, se lanzan a una fraticida guerra civil
que es manejada con gran habilidad por un Lenin que da muestras de ser mucho
más de lo que no ya los alemanes, sino sus propios compatriotas, habían
imaginado. Como prueba de ello, la publicación de las que pasarán a la Historia
como las tesis de Abril, en las que promete la paz inmediata, el reparto de las
tierras antaño propiedad de los aristócratas, entre el campesinado; la
colectivización del tejido industrial, y el respeto a las nacionalidades o
diferencias sociales rusas.
Finalizada la guerra en 1921, la antigua Rusia se
amolda ahora a los nuevos tiempos mediante la imposición de una Dictadura Comunista de la que Lenin será su gran
defensor y a efectos padre.
Desarrolla además una serie de medidas, entre las que
destaca sin duda el Plan NEP (Nueva Política Económica) cuyo desarrollo, como
no podía ser de otro modo, tiene consecuencias que desbordan con mucho los en
principio límites de la estructura económica. La conformación de Soviets,
estructuras en principio solo productivas, atendiendo a criterios de autosuficiencia;
promueve a la par que constata en 1922 el nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS la cual bajo un
nuevo orden basado en la estructura federal, concita los principios de nación
inalienable en tanto que se agrupa en torno a un Soviet Supremo el cual,
junto al resto de órganos legislativos, quedan bajo el férreo control del Partido Comunista (PCUS)
Las Tesis de Abril, han
triunfado.
Y de ahí, a un devenir incuestionable, del que muchas veces
las nuevas formas de dictadura disimulada en tanto que ahora no se ejecuta por
un solo hombre, sino por un Gobierno, la Duma en este caso, dan forma al que es
sin duda el último gran Imperio de Europa.
Un imperio que a mi entender, junto al de muchos otros, da
sus últimos pasos a raíz de la muerte de su último gran jerarca, Stalin,
acaecida el 5 de marzo de 1953.
La URSS, como toda estructura ingente, pasará a partir de
ese momento a vegetar en pos de un
colapso que tardará en llegar sólo por la enormidad del proyecto, en todos los
campos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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