El orden que
imagina nuestra mente es en realidad como una red, o una escalera que se
construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera,
porque se descubre que. Aunque haya servido, carecía de sentido
¿Pero cómo puede
entonces existir un ser necesario, totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué
diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta
omnipotencia de Dios, y su absoluta disponibilidad respecto de sus voluntades.
¿No equivale a decir que Dios en realidad no existe?
Como sin duda habrá deducido ya el atento lector, una vez
más aprovecharemos las enormes posibilidades que nos brinda el calendario, así
como su amable compañera, la rutina, para dilucidar de nuevo al respecto de las
implicaciones que tiene para el Ser Social, acudir a una de las celebraciones
más importantes e históricas que al respecto existen. Nos estamos refiriendo,
como no podía ser de otra manera, al Carnaval.
La festividad del Carnaval, hunde sus raíces en lo más
profundo de la fenomenología humana. Se trata de una celebración que no hace
distinción en lo que concierne a épocas, siglos, culturas o razas, manifestándose
como una realidad extemporánea, a la far
que afín a cualquier cultura. Por ello, hemos de buscar su justificación en la
localización de algún fenómeno universal
y no sujeto a los declives del tiempo. En consecuencia, tal fenómeno
necesariamente tiene que estar ligado al propio hecho social, a la par que hacerlo desde el principio, porque desde
el principio las costumbres paganas se
han hecho eco de las celebraciones ligadas al carnaval. Por ello, el
Carnaval ha de estar, directa y necesariamente ligado al orden social, más concretamente, al hecho de burlarse y parodiar las
mencionadas órdenes.
Burla, Parodia, son las prebendas que dan origen a la
Comedia Griega, a saber, el primer método
ordenado encaminado a regir, a su vez, los procedimientos del humor como
fenómeno exclusivo y propio de la
Naturaleza Humana. Porque ningún animal, ajeno al propio Ser Humano, tiene
la facultad de reír.
Y es así como la Risa, en su condición de fenómeno
exclusivamente humano, se convirtió durante siglos en uno de los caballos de
batalla por excelencias de las luchas entre los seguidores del orden conforme a
los preceptos divinos, sostenidas contra aquellos que creían más eficaces los
métodos de disquisición filosófica. La Guerra entre Religión y Filosofía entraba
en una nueva batalla, encaminada a su decisión última, erigirse como paladines
del orden natural de las cosas.
La Risa es, en su condición conceptual, manifestación por
excelencia de las cualidades de excepcionalidad del Ser Humano. No se trata tan
sólo de que ningún animal pueda reír, se trata en realidad de que ningún animal
puede llevar a cabo un pensamiento tan complejo que le permita concebir un escenario mental de semejante
complejidad simbólica que acabe por poder reducir a lo jocoso incluso la más
dramática o rigurosa de las situaciones que podamos llegar a conceptualizar. Se
trata en consecuencia, de un procedimiento mental que, por ser propio del
Hombre, habría de ser considerado como del
agrado de Dios.
Pero e aquí que la risa es la debilidad, la insipidez, la
muestra del caos, propia de nuestra naturaleza atada a la carne. Es la
distracción del campesino, la licencia del borracho. Es así que, en su
sabiduría, incluso la Iglesia la ha autorizado en momentos de fiesta. Así el
carnaval se constituye como el momento de polución diurna, que permite
descargar los humores, impidiendo luego que se ceda a otras tentaciones
mayores. Pero mientras se de en estas condiciones, la risa sigue siendo algo
inferior, vacío propio de la plebe, al amparo de los simples. Misterio vaciado de valor sacro alguno.
Ya lo decía el
Apóstol. En vez de arder, casaos. En
lugar de rebelaros contra el orden querido por Dios, reíos y divertíos con
vuestras inmundas parodias, creados al amparo de ese mismo dios al que
insultáis. Puesto que mientras lo hagáis dentro de la convicción de que el
carnaval cubre vuestros actos, una vez acabadas las celebraciones que le son
propias, una vez vaciadas las jarras y botellas, consumido el vino, y pasados
los tiempos de la fiesta. Una vez elegido al Rey entre los tontos, perdidos en
la liturgia del cerdo y el asno, jugados a representar las propias saturnales.
Una vez acabada la comida, volveréis a la conceptualización del orden
verdadero, el querido por Dios. Y además, vuestro concepto de culpa os hará
volver con más pasión si cabe. Porque la risa, mientras así permanezca, ajena
al control del Hombre, no será peligrosa.
Pero he aquí que Aristóteles,
dentro de su obra La Poética, dedica
presumiblemente la segunda parte a la Risa, más concretamente a su función en
lo que al orden de las cosas humanas, en tanto que de su disposición en la
forma de La Comedia. Y es entonces que, según La Iglesia, la risa se convierte
en algo pernicioso. En un peligro mortal para la permanencia de la institución.
El motivo es evidente. Al elevar la risa a la categoría de arte, se le abren las
puertas del mundo de los cultos y letrados, se la convierte en objeto de la
Filosofía, dando pie a una pérfida teología. La Risa libera al aldeano del
miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo
parece pobre y tonto, pareciendo con
ello controlable. La Poética enseña que librarse del miedo al diablo es un acto
de sabiduría. Cuando ríe, cuando el vino gorgotea aún por su garganta, el
aldeano ha invertido las reglas naturales del orden. El criado se siente amo.
La Iglesia puede soportar que durante la fiesta se asimilen
herejías, siempre que éstas no encuentren traducción culta que las haga
permanentes, esto es, mientras se consuman a si mismas sin dejar huella, como
se consume el carnaval. Basta para ello con que el gesto no se transforme en
designio, con que la lengua vulgar en que el desorden se origina, no encuentre
traducción latina.
Y es así como la obra de Aristóteles se condena. La Iglesia
sabe que el miedo es la mejor herramienta a la hora de hacer permanente la
obediencia. Ese mismo miedo contra el que la Comedia lucha, ese mismo miedo que
se disipa en el simple cuando la risa se manifiesta.
La risa es así manifestación original de libertad,
demostración de que ese y no otro es el estado natural del hombre, como natural
en tanto que original e intransferible del hombre es su condición y capacidad
para reír.
El simple ríe, y mientras lo hace no le importa nada, ni tan
siquiera morir. Imaginad qué hubiera ocurrido si de haber sobrevivido, el segundo Libro de la Poética de Aristóteles
hubiera iluminado la posibilidad de haber vencido a la muerte a través de
la emancipación del miedo a la muerte que pretende y consolida la visión
rigurosa de la risa.
En ese momento, el
Pueblo de Dios bien pudiera quedar reducido a una asamblea de monstruos
eructados desde las profundidades de la terra
incognita. Entonces, y sólo entonces, la periferia de la tierra conocida se
hubiera convertido en el núcleo del mundo cristiano conocido. Los arimaspos
estarían en el trono de Pedro. Los blemos ocuparían los monasterios. Los enanos
barrigones y cabezudos propios de la obra blasfema escondida en la profundidad
de las bibliotecas, se convertirían ahora en los guardas y custodios de éstas
mismas bibliotecas.
La plebe carece de armas para afilar su risa hasta
convertirla en un arma capaz de luchar contra la seriedad que impone el orden
vigente. Y seguirá siendo así mientras
no se les dote de un instrumento que les arme contra los pastores que han de guiarles hasta
la vida eterna.
Por eso, La Comedia en tanto que manifestación formal, y la
risa, en tanto que manifestación natural, se convierten en un arma demasiado
peligrosa. El segundo Libro de La Poética
de Aristóteles, del que sólo sabemos por terceros, como el Árabe Averroes
que lo cita, o menciones del propio autor en su otra gran obra, La República, constituye para La iglesia
un peligro demasiado inminente. Un peligro contra el que hay que desarrollar
todo el poder, saltándose incluso el más fundamental que se habían atribuido en
su condición de guardianes del saber, recordemos que durante la Edad Media,
salvo gloriosas excepciones, La Iglesia en occidente se convirtió en la única tenedora del saber.
Por eso, no es de extrañar que este libro se perdiera en el
incendio que se declaró en la Abadía de Perussia, en 1327.
Y así como el libro segundo ardió, así arden durante unos
días los cánones del orden establecido. Durante las saturnalias, el carnaval,
las damas son fulanas, La Gran Vía es la Rue de las meretrices; el Rey se
revuelca en el fango, llevando con él a la Monarquía, y la chusma supera sus
miserias pensando qué, durante unos días, no se tiene que avergonzar de lo que
pudiendo haber sido, nunca fue ni será.
¡Qué demonios,
divertíos, es Carnaval!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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