Me sorprendo una vez más, discutiendo no ya de las certezas
de la verdad, sino más bien sobre el grado de influencia que para las mismas
puede tener el mero hecho de que éstas sean sometibles a interpretación.
Son las certezas, una forma de Verdad. Tal vez, y es por
ello que han de ser tratadas más que con respeto, con máxima deferencia, una de
las más próximas a la Verdad en sí misma. Por ello, tal vez, es en las mismas
donde ha de tenerse más cuidado a la hora de aplicar otras máximas igual de potentes en el terreno de la Moral. Es en ellas donde ha de cuidarse de forma extrema el
efecto que el Relativismo imperante puede llegar a causar.
Y en semejante tesitura me sorprendo en la mañana de hoy,
leyendo uno de esos Diarios a los que
sólo me aproximo en los contados momentos en los que pequeños lapsos de fe (momentos en los que mi radicalismo se debilita),
me llevan a pensar no ya que me hallo en posesión de la Verdad, de tal
hecho me congratulo a diario en tanto que el peso que la misma me trasladaría
en forma de responsabilidad haría mi camino del todo insufrible, sino que más
bien se traducen en un grado de duda cercano
a la posibilidad de aceptar que son los demás quienes realmente se encuentran
más cerca de la ansiada
Verdad que yo.
Me enfrento así, de manera ante todo humilde, y con la capacidad analítica dispuesta, emplazada
ésta en los términos descritos por Descartes, a una nueva realidad en la que
acontecimientos aparentemente nuevos, se presentan ante nosotros poniéndonos de
nuevo ante la ya conocida tesitura que, por un lado nos hace estremecer de
emoción al valorar la magnitud de los instantes en los que nos vemos
embarcados; en tanto que un viento frío, presagio inminente del miedo a lo
desconocido, nos hace comprender de manera eficaz que nada, absolutamente nada,
volverá a ser igual.
Pocas, por no decir ninguna persona, tienen no ya acceso,
sino mera capacidad de comprender el excelso, magno, estructural y
definitivamente brutal Poder que se acumula en el anillo del pescador. Es la condición de Sumo Pontífice que en el mismo se concentra, la preconizadora de
una serie de conceptos e ideas que cristalizan de manera única de pensar ya que
sólo compartiendo esa línea de pensamiento puede concebirse el calado de lo
expuesto.
Y todo ello, el Poder, y las múltiples concepciones que del
mismo se liberan, presas en realidad en la voluntad de un solo hombre. Porque
por más que sea El Papa, es, en realidad y por encima de todo, un hombre.
Un hombre con sus certezas, con sus limitaciones. Con sus
virtudes y sus defectos. Y puede que ahí, precisamente ahí, sea donde en
realidad radique el hecho que dé si cabe mayor vehemencia al hecho concebido y
a la par ejecutado. El del Relativismo llevado
a la máxima de las ejecuciones en tanto que el pescador, el llamado a ser el representante
de Dios en La Tierra, reconoce de manera explícita su incapacidad para
seguir aceptando sobre sus hombros el
peso de la responsabilidad de ser nada más, no me atrevo a decir que nada
menos; el legítimo portador del mensaje de Dios en la Tierra.
¿Significa eso que
Dios se ha equivocado?
Inequívocamente ligados ya desde este momento al delicado
mundo del Relativismo, me hallo en la
mañana de hoy leyendo con suma atención un artículo de opinión, mal vestido de
elemento científico por más que su autora se empeñara de deslizar una dilatada
lista de hechos históricos, en el que lo que de verdad me lleva a sacarlo a
colación es el giro conceptual que la autora logra hacer para lanzarnos, y digo
lanzarnos porque tras estas líneas la mencionada ya me considerará miembro de
ese grupo al que ella afirma denostar; a la certeza de que la renuncia de Ratzinger ha “desatado toda
una ola de ataques desusados por parte de aquéllos que se empeñan en no
reconocer que Europa debe prácticamente toda su
historia moderna a la participación que de la misma hace el Pensamiento
Católico, (…) incluyendo entre los mayores logros hitos tales como La
Democracia, o la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.”
Evidentemente, la sorpresa se ve superada por el desasosiego
que me causa comprobar una vez más cómo el
Absolutismo, manifestado en esta ocasión en forma de dogma en tanto que
sólo así se puede comprender que la defensa de una cosa y su contraria sin caer
en el absurdo, sean no ya sólo posible, sino que además del mencionado
ejercicio se extraen conclusiones dignas de ser publicadas; es definitivamente
algo para lo que no estoy preparado. Tal cosa sólo puede hacerse desde la
concepción propia del que se ve a sí mismo dotado de la fuerza de La Razón
(dicho sea en sus más diversas acepciones).
Es en realidad el debate suscitado, otra más de las
múltiples formas que adopta la sin par discusión eterna donde las halla. La que
se plantea una vez más entre Fe y Razón. Por ello, acudo a la fuente, a saber a
la Historia, para toparme con uno de los hechos fundamentales que pueden
aportar luz a toda esta situación.
El 13 de febrero de 1633, La Iglesia Católica
ordena el apresamiento de Galileo GALILEI.
Es la historia de por sí, sobradamente conocida. Por ello,
lejos de reproducirla, nos limitaremos a dejar constancia de algunos de los
hechos, que no por ser categóricamente los más interesantes, no es menos cierto
que en realidad delimitan perfectamente el marco en el que se dirime esta lucha
que durante siglos enfrenta a Fe y a Razón. Y el premio, verdaderamente lo
merece, por tratarse, nada más y nada menos, que de apropiarse definitivamente
de la fuerza de la que emana la condición propia de las distintas concepciones
de todo lo que existe, incluyendo por supuesto, de nuestra propia existencia.
Pero enfrentarse a semejante catálogo de consideraciones, es
complicado. Y hacerlo de tal guisa, lo convierte en algo todavía más peliagudo.
Por ello los contemporáneos del siglo XVII necesitaban algo más substancial, algo más directo. Y por
ello la discusión astronómica, les vino verdaderamente como anillo al dedo.
Casi cien años atrás. Nicolás COPÉRNICO había esperado a
morir para poder publicar con calma “De
Revolutiunibus orbium coelestium”. Obra brutal donde las haya, en tanto
que como suele ocurrir con todas las grandes cosas, necesita de la maceración
propia, inexorablemente ligada al tiempo, para dar todo su ser. De la mencionada obra, o más concretamente de la
lectura atenta de la misma, se extraen mucho más que análisis o incluso
conclusiones. Se procede a la rememoración de un catálogo completo de novedades
cuya comprensión trae inexorablemente aparejada una auténtica revolución no sólo conceptual, sino más bien estructural
ya que lo único netamente constatable tras la misma es la superación no ya de
los preceptos, sino absolutamente de los cánones en los que se desarrolla el
quehacer del Hombre y de la Iglesia dentro del por entonces siglo XVI.
Estamos hablando del que se ha dado en llamar Giro Copernicano-Kantiano. Uno, sin duda
de los pilares en los que se asienta no ya Europa, sino probablemente el mundo,
si lo tratamos a efectos de consideraciones sociales, políticas y por supuesto
morales.
La situación que se plantea pues para la Iglesia, supera con
mucho a la que se podría considerar de hacerlo considerando exclusivamente el
corolario de preceptos astronómicos. A expensas de las afirmaciones hechas por Apellest Lattem en realidad Pseudónimo
del Jesuita Cristhop ESCHREIRNER “nos
hallamos inmersos en una cuestión filosófica de rango máximo al ser la fuente
del saber, o más concretamente el sentido de la procedencia del mismo, y con
ello el cuestionamiento de la emanación de la santa voluntad de Dios, de todo
lo que, ha sido y será creado, siempre según los designios del altísimo.”
Efectivamente, el Jesuita tiene, una vez más razón. La Teoría Heliocentrista
propuesta por Copérnico, y
ratificada ahora de manera indirecta por las observaciones de Galileo, supera
con mucho las consideraciones propias de un hallazgo astronómico. Suponen en
realidad la puesta en tela de juicio de todas las consideraciones filosóficas
en las que la Iglesia sustenta sus consideraciones
antropológicas. Es, en consideraciones
más certeras, la discusión efectiva de las concepciones deductivas, frente a las concepciones
inductivas. Tal hecho cuestiona el
sentido o la dirección de las concepciones y de las relaciones humanas. Una
herejía certera resumida en la cuestión máxima: ¿Dios crea al Hombre, o por el
contrario es La Idea de Dios una elucubración humana?
De nuevo, las grandes consideraciones, son las que siempre,
en un sentido o en otro, dan forma al hombre, en forma de dialéctica.
En aquél febrero de 1633, la Inquisición toma partido, y
silencia al osado que cree estar por encima de la Fe, alimento imprescindible.
Hoy, el que fuera Máximo
responsable de la
“Congregación para la Doctrina y la Fe” Se ve obligado,
quién sabe si en un acto ético, o por el contrario moral, a reconocer que la
Iglesia está, en realidad, formada por Hombres. Imperfectos, falibles, y en
esencia, mortales.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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