Me enfrento de nuevo a la extraña tesitura que para mi
supone el tener que ver cómo aspectos esenciales de la vida, que en principio
habrían de resultar incuestionables, necesitan en realidad de la fijación de días especiales que resultan no están
para reforzar la autoridad, muchas veces natural del hecho referido. Por el
contrario, tal hecho no parece sino poner de manifiesto la paulatina pérdida de actualidad del objeto
referido, hasta el punto como digo de hacer no ya necesario, sino
imprescindible, la celebración de tales fechas.
Aclarada así ya mi postura de arranque, puede ahora decirme
alguien a su vez, de una manera lógica, qué sentido tiene, o más bien cuáles
son las implicaciones que en realidad subyacen, al hecho de que necesitemos
declarar oficialmente un Día
Internacional de la Mujer, o incluso, yendo si cabe más allá, un Día Internacional contra la Violencia de
Género.
Que nadie malinterprete mis palabras. De las mismas no ha de
concluirse sino mi absoluta convicción de que, al igual que no hace falta
reconocer un día internacional del latido del corazón sin que ello signifique
menospreciar un hecho natural sin el cual la vida resulta imposible, a mi
entender tampoco habría de resultar lógico reseñar los días arriba mencionados,
los cuales a mi entender se refieren igualmente a hechos igual de
imprescindibles para la vida. Al menos para la vida plena.
¿No será entonces que la necesidad de hacer tales
diferenciaciones supone la aceptación explicita de que nuestra sociedad está
enferma?
Vivimos un presente complejo. Un presente en el que además,
la velocidad a la que los hechos de toda índole transitan, conforman un
entramado en el que todo se encuentra relacionado, de una u otra manera. De esta manera, las
contradicciones estructurales que a menudo nos rodean, limitando nuestra manera
de pensar, de sentir, y por ende de vivir; no son evidentes, sino más bien
inevitables. Así nos encontramos con que la excesiva maquinación en la que hemos convertido nuestra existencia, expulsa
fuera de nuestra círculos de pensamientos a realidades que hasta hace no mucho
tiempo, constituían elementos que no ofrecían discusión, que no aceptaban
réplica. Eran conceptos absolutos, que
conformaban de manera evidente no tanto nuestra manera de pensar, como más bien
nuestra manera de vivir.
Si dedicamos unos instantes a reflexionar sobre el papel de
la Mujer en el Mundo, o en la Historia, más pronto que tarde habremos de asumir
que las diferencias que podamos constatar a la hora de valorar las diferencias
en la dialéctica Hombre-Mujer, responden, salvando las que procedan de las
diferencias objetivas, procedentes éstas de la diferenciación natural; se encuentran cifradas dentro del rango de
parámetros propios a lo subjetivo, en tanto que proceden de la interpretación,
no ya de la observación científica de los acontecimientos.
Fruto de tal constatación, habremos de comprender la
diferenciación, o más concretamente la evolución que la misma ha experimentado,
procediendo con una revisión de los tiempos y los marcos que la visión al respecto del papel de la mujer, ha
experimentado con el tiempo.
Si nos remitimos a tiempos inmemoriales, esto es, a los
previos a la Historia, comprenderemos que es en lo mitológico, donde éstos se apoyan. Haciendo de la narración oral de leyendas la fuente
válida de la Historia de estos Pueblos, constatamos en la mayoría de ocasiones,
así como en lugares confines los unos de los otros, que estas culturas,
abrigadas por los orígenes de la
Historia, concitan verdadera adoración por la mujer, en la medida en que su
papel creador natural, canalizado a través de la maternidad, aporta a tales
sociedades su primer contacto para con un ente
creador. De ahí lo aparentemente necesario de dotarlas de un cariz divino.
Será el surgimiento de la Cultura Clásica, primer germen de complicación social, el que marque el fin de la dominación
conceptual de la mujer. Grecia y Roma consolidan el vertiginoso camino que la
relación Hombre-Mujer habrá de transitar. Una relación difícil, en tanto que
parece como si la misma hiciera necesario la destrucción de la una, en pos del
reforzamiento del otro.
A pesar de ello, la mujer en Grecia casi públicamente, y en
Roma privativamente, sigue conservando algo más que un poder, se trata de una
autoridad, que fluye de orígenes naturales, para manifestarse en la innegable
condición de que las familias son abiertamente matriarcales.
Sin embargo es la Edad Media, y su evidente cesión tanto de autoridad como de poderes a
favor de la Iglesia, especialmente de la Católica, la que manifiesta de
manera expresa el aparente vínculo que existe entre evolución social, y desnaturalización de los vínculos existentes entre
Hombres y Mujeres.
La Iglesia Católica tiene sin duda un Plan. Un plan que pasa
por la interpretación para nada descabellada de metáforas como la de Eva
tentando a Adán, lo que convertirá a la Mujer en la precursora de todas las
perdiciones.
A partir de ahí, la lucha ha sido constante, si bien hasta
hace poco tiempo, hubo de ser igualmente silenciosa.
El Renacimiento trae consigo, como en la mayoría de los
casos, una mejora no sólo en las condiciones de vida, sino que el caso que nos
ocupa no sólo permite, sino que abiertamente suscita, un cambio en la
mentalidad. Así, la decidida apuesta por La Ciencia o El Arte, concita nuevas
necesidades que permiten a la Mujer vincularse de una manera directa con el
ejercicio de realidades más proclives a sus capacidades. Se supera así el
lastre que el medievo había impuesto, según el cual la mujer sólo servía para
ser objeto del amor caballeresco cantado
por los diversos Mesteres, o para purgar en un convento el eterno pecado que
lleva ligado a su existencia.
Pero será la Revolución Industrial, y más concretamente para
el caso que nos ocupa el movimiento
cultural que le es propio, a saber el Romanticismo, el que no tanto libere
a la mujer, sino que comience a devolverla al lugar que le es propio, y que
nunca debió dejar que le arrebataran.
Si bien a priori los elementos que concitan el análisis de
las potestades que el amor del
romanticismo confiere a la mujer puede parecer no difieren mucho del amor
al que cantaban trovadores del medievo;
no es menos cierto que la vivencia del
amor durante el romanticismo, convierte a la mujer en protagonista de este
sentimiento, no necesitando de la participación de elemento externo alguno para
su certificación. La Mujer ama libremente, pudiendo hacer objeto de ese
amor a quien crea conveniente.
El Siglo XX se mostrará en este aspecto, destructivo, como
ocurre en general en este periodo con todas las cosas.
No ya las dos Guerras, sino más bien el periodo de entreguerras, marcará un espacio por el que habrá de
transitar un fenomenología social peculiar,
en tanto que marcada por los efectos de las dos confrontaciones mundiales, que
necesitará de descifrar el tiempo acorde a su nueva manera de interpretarlo. En
términos políticos las dictaduras y los fascismos redescubren los placeres que parecen traer
aparejadas las dictaduras. En los domicilios, la Mujer vuelve a ser relegada.
Y de ahí, a la actualidad, a la era digital, Una era en la que como suele ponerse de manifiesto con
el estudio de las circunstancias, parece como si en la vuelta a los orígenes, aunque conlleve retroceso evidente, parece
suscitarse la solución a todos los problemas.
En definitiva, del análisis de todo lo expuesto hasta el
momento, parece detraerse la certeza de que de la lucha que la Mujer ha
desarrollado por mantener unas veces, y definir otras, su posición en el orden de las cosas, podemos encontrar
uno de los motores fundamentales que han alimentado el permanente fluir de la Historia de la Humanidad.
Ensalzada unas veces, rechazada y denostada la más de ellas,
la Mujer en tanto que ella misma, ha
desarrollado una lucha silenciosa, plagada de sinsabores y miserias, en la que
sólo la certeza de la Razón impulsada por el Sentido Común, podía certificar un hecho, el que época tras época
se renueva al comprender que la condición dialéctica del vínculo existente
entre Hombre y Mujer es en sí mismo la constatación de que están por siempre condenados a entenderse.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.