lunes, 22 de mayo de 2017

MONTEVERDI PRECURSOR DE LO QUE HABRÁ DE VENIR.

Muchas son las ocasiones en las que es el tiempo más que un flujo, un sentimiento cuando no una percepción, destinada en tales ocasiones que no a satisfacer una demanda de conocimiento, que sí más bien una certeza de decrepitud.
Es el tiempo un tránsito, la voluptuosa descripción de una paradoja, la que pasa por describir en presente lo que es ya pasado, deseando además influir en el futuro.

Es pues el tiempo una gran mentira, tal vez la mayor de cuantas el Hombre se ha contado a si mismo; no en vano a eso se reduce vivir, a sobrevivir a las propias mentiras que a cada instante nos contamos, en la esperanza de que el futuro se construya en la medida en que la presencia de nuevos incautos se traduzca en la certeza de un futuro, el que se deduce de saber que el espacio en el que seguir reproduciendo la trola, no deja de crecer.

Habilitamos pues una categoría de tiempo que denominaremos normal, y que vendrá determinado por el espacio recorrido en el intervalo que separa momentos en los que la reproducción de lo arriba mencionado se refrenda en cada instante. Tiempo normal tendrá así menester de rutina, y la inercia será la fuerza llamada a traducir el momento. Serán pues los tiempos propios del antihéroe. Los tiempos en los que el informe de novedades queda en blanco día tras día, los tiempos en los que la tesela bien podría no entregarse, sin que ello supusiera riesgo o dolo alguno.

Pero no son éstos los tiempos propios del Hombre. No en vano La Razón,  artífice evidente de la evolución en tanto que detrimento del efecto que la condición animal ha de ejercer en el Hombre tal y como Aristóteles estipula en tanto que determina en la racionalidad lo que es propio del Hombre al ser la herramienta preconizadora de lo que es de esperar en la conducta humana, a saber alcanzar la Felicidad; nos proporciona un corolario inesperado por no decir abiertamente sorprendente al permitirnos deducir que no es sino el comportamiento novedoso el que por medio del ingenio, empleado en pos de la originalidad, redundará en la concepción neta del Hombre.

Razón, Hombre, Evolución, Felicidad. Una vez más compendio cifrado ya sea de definiciones propias de lo que es el Hombre, o en el menor de los casos, de lo que del mismo se espera. Porque muy en el fondo de eso se trata, de expectativas. Expectativas a la hora de decidir no ya qué es el Hombre, que sí más bien de para qué se es Hombre.

Podemos establecer una secuencia de lo que es el tiempo, lo que podría resumirse en hacer una Historia, estableciendo como elementos destinados a establecer los nudos los propios de la evolución que ha sufrido el  concepto destino o finalidad del hecho de ser Hombre; lo que vendría a resumirse en un proceso en base al cual, una de las formas de dilucidar los distintos marcos llamados a componer la vivencia humana sería aquella que describiera los momentos de cambio a partir de los momentos históricos en los que se identificara un cambio en lo concerniente a cuál es la finalidad que hasta ese momento perseguía la vida humana. Se trataría, por así decirlo, de ubicar los puntos de corte a partir de la certeza de un momento cuantitativo a partir del cual resultara evidente la existencia de una perturbación cualitativa.

No se trata, como podemos suponer, de algo sencillo. Atendiendo a parámetros estrictamente procedimentales, vemos que se trata de integrar factores cualitativos con cuantitativos, lo que a su vez se refrenda en la necesidad de desarrollar esa aptitud exclusiva del Hombre que le faculta no solo para discernir entre lo que es fruto de la comprensión y lo que procede de la emotividad, sino que más bien brilla en todo su esplendor cuando justifica la recreación de escenarios plenos y autónomos que se mueven entre lo objetivo y lo subjetivo, haciendo del hombre el único artífice capaz de comprenderlo, en tanto que el único capaz de percibirlo.
Estamos pues y en definitiva, aproximándonos a una certeza que es tanto exclusiva como excluyente, toda vez que la misma hace mención a una única tipificación (solo del Hombre es propia), a la par que su consecución resulta capital, pues no solo redunda en mejora, sino en absoluta discriminación al proporcionar su titularidad un contexto en el que nada puede ubicarse después ya que la condición humana no es progresiva (o se es o no se es, pero no se puede acabar por ser).

No ya como gestor que si más bien como cronista, múltiples han sido las ocasiones en las que ha quedado refrendado el vínculo tan fuerte y característico que existe entre la condición humana y la recreación musical. De hecho, no solo la una va ligada a la otra, sino que la identificación de cambios o perturbaciones en la una, permite presagiar modificaciones en la otra.
Es pues la evolución musical, refrendo o prebenda de la evolución humana, pues no solo no se pueden dar la una sin la otra, que sí más bien lo hacen de manera coordinada, pues solo el cambio propio de la evolución humana puede dar paso a la evolución de cuestiones tan propias a la par que humanas como puede ser la que por aliteración se refrenda en la evolución del Lenguaje Musical, y por ende del a música que le es propia…

Que le es propia a cada momento, y que describe al Hombre que es propio de cada momento. De ahí que si somos capaces de listar a éstos en una suerte de compendio, bien podremos decir que seríamos dueños de la verdadera crónica de la Humanidad, aquella en la que se describen no las consecuencias que sí las causas, de los cambios verdaderamente estructurales que ha sufrido la Humanidad.

Por eso, ya solo por eso, merece la pena cuando no que está netamente justificado detener nuestros pasos siquiera un instante en la figura del que se considera creador de la primera ópera tal y como la conocemos. Hablamos de MONTEVERDI, en el 450º aniversario de su nacimiento.

Bautizado en la ciudad de Cremona el 15 de mayo de 1567, Claudio Monteverdi mostrará de forma muy precoz su capacidad para romper no solo con los cánones de lo preestablecido, sino su capacidad para hacerlo de una manera diferente; pues al contrario de lo que podemos imaginar si nos disponemos a analizar la acción de MONTEVERDI desde el paradigma que la conceptualización de lo convencional nos ofrece, este cambio, por radical que parezca, no solo se lleva a cabo sin que el concepto de revolución haga acto de presencia, sino que gran parte de su éxito se debe a la capacidad que para hacerlo transitar por los derroteros de la normalidad  el compositor hace permanente gala.

Así pues, de total incongruencia parece ha de tratarse cuando nos mostramos proclives a consolidar lo dicho hasta ahora, con la consecución de logros objetivos tales como los que pasan por erigirle en autor de los cambios llamados no solo a promover la superación del Renacimiento, sino a consolidar un nuevo momento tal y como es el del Barroco.
Tal afirmación, que puede resumirse en lo que supone dejar atrás la técnica del Madrigal para pasar a composición más elaborada, requiere no solo una nueva consideración subjetiva, lo que vendrá devengado en la consolidación del nuevo drama lírico; sino que será igualmente excluyente la necesidad de imposición de un nuevo lenguaje en el que la técnica será del todo importante hasta consideraciones drásticas (de ahí la afirmación de exclusividad anteriormente aludida).

Es pues MONTEVERDI el creador de la Primera Ópera, pues no en vano en  Orfeo, favola in musica, se refrendan si no de manera exhaustiva todos los elementos de lo que estará luego llamado a merecer tal consideración; no en vano la presencia de los existentes está justificado no solo a título maquinal, sino que la naturalidad desde la que los mismos se materializan, siguiendo una secuenciación casi esperada, a pesar de su condición de originales; lleva a justificar del todo esa afirmación anteriormente referida por la cual los cambios suscitados parecen en realidad sugeridos, impidiendo con ello que la condición de original o novedoso pueda generar un atisbo de desazón que redunde en la pérdida de un solo ápice de la calidad que cada obra desborda.

Calidad que, lejos de ampararse en cuestiones efusivas como suele ocurrir en otros casos en los que la verdadera genialidad se presenta, está firmemente cimentada tal y como puede deducirse de la exigencia de autoridad que hace falta para imponer cuestiones tales como las que se refrendan en el tratamiento que de la instrumentación nuestro protagonista hace.
Cuestión para nana baladí, pues bien podríamos estar hablando de uno de esos instantes en los que la inflexión resultante determina para siempre el papel que por ejemplo la instrumentación ha de jugar a partir de entonces; MONTEVERDI dota a la instrumentación, sobre todo en lo concerniente a obra sacra, de una autoridad digna, lo que redunda en notoriedad propia. Para que nos hagamos una idea no será hasta MONTEVERDI que la música sirva para algo más que para apuntalar aquello que es mencionado por la palabra; sino que a partir de ahora lo uno no será comprensible sin lo otro, en la misma medida en que el mensaje quedará notoriamente incompleto si la muestra de lo uno no va acompañado de lo otro.

Estamos pues si no ante el primer genio, sí ante el primero que consiguió lo que por si solo nos permite hablar de un cambio de época y escenario: combinar el cromatismo de la seconda prattica con el estilo monódico de la escritura vocal (una línea vocal florida con un bajo armónico simple) desarrollado por Jacopo Peri y Giulio Caccini.

Por ello, detenerse un instante ante la figura de Claudio MONTEVERDI es no solo una obligación, que si más bien un gusto, pues solo desde la reflexión que tal momento nos depara, podremos deducir los menesteres propios para comprender lo que a partir de entonces, y de manera aparentemente rodada, habrá de venir.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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