Muchas son las ocasiones en las que es el tiempo más que un
flujo, un sentimiento cuando no una percepción, destinada en tales ocasiones
que no a satisfacer una demanda de conocimiento, que sí más bien una certeza de
decrepitud.
Es el tiempo un tránsito, la voluptuosa descripción de una
paradoja, la que pasa por describir en presente lo que es ya pasado, deseando
además influir en el futuro.
Es pues el tiempo una gran mentira, tal vez la mayor de
cuantas el Hombre se ha contado a si mismo; no en vano a eso se reduce vivir, a
sobrevivir a las propias mentiras que a cada instante nos contamos, en la
esperanza de que el futuro se construya en la medida en que la presencia de
nuevos incautos se traduzca en la certeza de un futuro, el que se deduce de
saber que el espacio en el que seguir reproduciendo la trola, no deja de
crecer.
Habilitamos pues una categoría de tiempo que denominaremos normal, y que vendrá determinado por el
espacio recorrido en el intervalo que separa momentos en los que la
reproducción de lo arriba mencionado se refrenda en cada instante. Tiempo
normal tendrá así menester de rutina, y la inercia será la fuerza llamada a
traducir el momento. Serán pues los tiempos propios del antihéroe. Los tiempos en los que el informe de novedades queda en blanco día tras día, los tiempos
en los que la tesela bien podría no
entregarse, sin que ello supusiera riesgo o dolo alguno.
Pero no son éstos los tiempos propios del Hombre. No en vano La
Razón, artífice evidente de la
evolución en tanto que detrimento del efecto que la condición animal ha de ejercer en el Hombre tal y como
Aristóteles estipula en tanto que determina en
la racionalidad lo que es propio del Hombre al ser la herramienta
preconizadora de lo que es de esperar en la conducta humana, a saber alcanzar
la Felicidad; nos proporciona un corolario inesperado por no decir abiertamente
sorprendente al permitirnos deducir que no es sino el comportamiento novedoso
el que por medio del ingenio, empleado en pos de la originalidad, redundará en
la concepción neta del Hombre.
Razón, Hombre, Evolución, Felicidad. Una vez más compendio
cifrado ya sea de definiciones propias de lo que es el Hombre, o en el menor de
los casos, de lo que del mismo se espera. Porque muy en el fondo de eso se
trata, de expectativas. Expectativas a la hora de decidir no ya qué es el
Hombre, que sí más bien de para qué se es Hombre.
Podemos establecer una secuencia de lo que es el tiempo, lo
que podría resumirse en hacer una
Historia, estableciendo como elementos destinados a establecer los nudos los propios de la evolución
que ha sufrido el concepto destino o finalidad del hecho de ser Hombre;
lo que vendría a resumirse en un proceso en base al cual, una de las formas
de dilucidar los distintos marcos llamados a componer la vivencia humana sería
aquella que describiera los momentos de
cambio a partir de los momentos históricos en los que se identificara un
cambio en lo concerniente a cuál es la finalidad que hasta ese momento perseguía
la vida humana. Se trataría, por así decirlo, de ubicar los puntos de corte a partir de la certeza
de un momento cuantitativo a partir del cual resultara evidente la existencia
de una perturbación cualitativa.
No se trata, como podemos suponer, de algo sencillo.
Atendiendo a parámetros estrictamente procedimentales, vemos que se trata de
integrar factores cualitativos con cuantitativos, lo que a su vez se refrenda
en la necesidad de desarrollar esa aptitud exclusiva del Hombre que le faculta
no solo para discernir entre lo que es fruto de la comprensión y lo que procede
de la emotividad, sino que más bien brilla en todo su esplendor cuando
justifica la recreación de escenarios plenos y autónomos que se mueven entre lo
objetivo y lo subjetivo, haciendo del hombre el único artífice capaz de
comprenderlo, en tanto que el único capaz de percibirlo.
Estamos pues y en definitiva, aproximándonos a una certeza
que es tanto exclusiva como excluyente, toda vez que la misma hace mención a
una única tipificación (solo del Hombre es propia), a la par que su consecución
resulta capital, pues no solo redunda
en mejora, sino en absoluta discriminación al proporcionar su titularidad un
contexto en el que nada puede ubicarse después ya que la condición humana no es
progresiva (o se es o no se es, pero no se puede acabar por ser).
No ya como gestor que si más bien como cronista, múltiples
han sido las ocasiones en las que ha quedado refrendado el vínculo tan fuerte y
característico que existe entre la
condición humana y la recreación
musical. De hecho, no solo la una va ligada a la otra, sino que la
identificación de cambios o perturbaciones en la una, permite presagiar
modificaciones en la otra.
Es pues la evolución musical, refrendo o prebenda de la
evolución humana, pues no solo no se pueden dar la una sin la otra, que sí más
bien lo hacen de manera coordinada, pues solo el cambio propio de la evolución
humana puede dar paso a la evolución de cuestiones tan propias a la par que
humanas como puede ser la que por aliteración se refrenda en la evolución del
Lenguaje Musical, y por ende del a música que le es propia…
Que le es propia a cada momento, y que describe al Hombre
que es propio de cada momento. De ahí que si somos capaces de listar a éstos en
una suerte de compendio, bien podremos decir que seríamos dueños de la
verdadera crónica de la Humanidad, aquella en la que se describen no las
consecuencias que sí las causas, de los cambios verdaderamente estructurales
que ha sufrido la Humanidad.
Por eso, ya solo por eso, merece la pena cuando no que está
netamente justificado detener nuestros pasos siquiera un instante en la figura
del que se considera creador de la primera ópera tal y como la conocemos.
Hablamos de MONTEVERDI, en el 450º aniversario de su nacimiento.
Bautizado en la ciudad de Cremona el 15 de mayo de 1567,
Claudio Monteverdi mostrará de forma muy precoz su capacidad para romper no
solo con los cánones de lo preestablecido, sino su capacidad para hacerlo de
una manera diferente; pues al contrario de lo que podemos imaginar si nos
disponemos a analizar la acción de MONTEVERDI desde el paradigma que la
conceptualización de lo convencional nos ofrece, este cambio, por radical que
parezca, no solo se lleva a cabo sin que el concepto de revolución haga acto de
presencia, sino que gran parte de su éxito se debe a la capacidad que para
hacerlo transitar por los derroteros de la normalidad el compositor hace permanente gala.
Así pues, de total incongruencia parece ha de tratarse
cuando nos mostramos proclives a consolidar lo dicho hasta ahora, con la
consecución de logros objetivos tales como los que pasan por erigirle en autor
de los cambios llamados no solo a promover la superación del Renacimiento, sino
a consolidar un nuevo momento tal y
como es el del Barroco.
Tal afirmación, que puede resumirse en lo que supone dejar
atrás la técnica del Madrigal para pasar a composición más elaborada, requiere
no solo una nueva consideración subjetiva, lo que vendrá devengado en la
consolidación del nuevo drama lírico; sino
que será igualmente excluyente la necesidad de imposición de un nuevo lenguaje
en el que la técnica será del todo
importante hasta consideraciones drásticas (de ahí la afirmación de
exclusividad anteriormente aludida).
Es pues MONTEVERDI el creador de la Primera Ópera, pues no en vano en Orfeo,
favola in musica, se refrendan si no de manera exhaustiva todos los
elementos de lo que estará luego llamado a merecer tal consideración; no en
vano la presencia de los existentes está justificado no solo a título maquinal,
sino que la naturalidad desde la que los mismos se materializan, siguiendo una
secuenciación casi esperada, a pesar de su condición de originales; lleva a
justificar del todo esa afirmación anteriormente referida por la cual los
cambios suscitados parecen en realidad sugeridos, impidiendo con ello que la
condición de original o novedoso pueda generar un atisbo de desazón que redunde
en la pérdida de un solo ápice de la calidad que cada obra desborda.
Calidad que, lejos de ampararse en cuestiones efusivas como
suele ocurrir en otros casos en los que la verdadera genialidad se presenta,
está firmemente cimentada tal y como puede deducirse de la exigencia de
autoridad que hace falta para imponer cuestiones tales como las que se
refrendan en el tratamiento que de la instrumentación nuestro protagonista
hace.
Cuestión para nana baladí, pues bien podríamos estar
hablando de uno de esos instantes en los que la inflexión resultante determina
para siempre el papel que por ejemplo la instrumentación ha de jugar a partir
de entonces; MONTEVERDI dota a la instrumentación, sobre todo en lo
concerniente a obra sacra, de una
autoridad digna, lo que redunda en notoriedad propia. Para que nos hagamos una
idea no será hasta MONTEVERDI que la música sirva para algo más que para apuntalar aquello que es mencionado por
la palabra; sino que a partir de ahora lo uno no será comprensible sin lo otro,
en la misma medida en que el mensaje quedará
notoriamente incompleto si la muestra de lo uno no va acompañado de lo otro.
Estamos pues si no ante el primer genio, sí ante el primero
que consiguió lo que por si solo nos permite hablar de un cambio de época y
escenario: combinar el cromatismo de la seconda prattica con el estilo monódico
de la escritura vocal (una línea vocal florida con un bajo armónico simple)
desarrollado por Jacopo Peri y Giulio Caccini.
Por ello, detenerse un instante ante la figura de Claudio
MONTEVERDI es no solo una obligación, que si más bien un gusto, pues solo desde
la reflexión que tal momento nos depara, podremos deducir los menesteres
propios para comprender lo que a partir de entonces, y de manera aparentemente
rodada, habrá de venir.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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