Navegamos por las procelosas aguas de este infausto mar que
nos hemos dado en llamar Vida, y lo hacemos con la certeza propia del que está
llamado a identificar su proceder con la certeza del que sabe, o con la tozudez
siniestra del que encomienda a la locura todo su devenir.
Sea como fuere, a tales prebendas encomendó siempre el
hombre el devenir de sus conjuras; conjuras que no siempre salieron bien, lo
que ocurre es que solo los menesteres afortunados están llamados a recibir la
gracia de permanecer en el tiempo (en la memoria si se prefiere), mientras que
los condenados a brillar con el graso color del grafito son primero condenados
a la categoría de error evitable, siendo
después relegados sus protagonistas a la condición de locos, o de soñadores
baldíos si tienen suerte.
Extraña especie pues, la que integra en torno de sí a los
humanos. Dada a aplaudir con énfasis los éxitos del que llamado a ser genio
ilumina con su éxito individual la senda que habrá de ser recorrida por la
mayoría; no obstante no duda en rechazarlos con igual fuerza si los menesteres
por ellos desarrollados apuntan situación de peligro a la hora de prevalecer lo
que más fuerza ansía a saber, el control rutinario.
Porque se rige la Sociedad, o para ser más precisos habría
que decir el modelo social al que por
otro lado encomendamos nuestra falsa sensación de calma; de una suerte de
principios que resulta compleja en tanto que es propia de la suma de varios que
a título individual poco o nada valen, pero que integrados se erigen en la que
hoy por hoy se ha demostrado como la más eficaz máquina de control que ha sido
no ya construida, sino que cabría decirse, pergeñada.
Tal y como habrá pronosticado el más perspicaz de nuestros
amables lectores, tal máquina no puede estar compuesta de elementos materiales,
pues de ser así la mera posibilidad de diseñar un procedimiento destinado a
lograr su colapso, sería en sí mismo garantía de que éste ya hace tiempo que se
hubiera producido; pues si para construir algo imposible basta con pensarlo, el
mismo procedimiento ha de resultar igual de útil cuando el camino a recorrer es
el contrario.
Tenemos así pues que los elementos llamados a constituirse
en medio con el que lograr el fin definido, el cual no es otro que el de lograr
el dominio del Hombre en sus más diversas versiones; han de estar vinculados
más al campo de lo metafísico que de lo físico, ya que los objetivos
perseguidos por la máquina pesquisada hoy en nuestras elucubraciones están más
arraigados en el terreno de las percepciones, que en el de las consideraciones
científicas.
Nos movemos pues en el inestable campo de la Metafísica, un
terreno abonado para la lucha contra titanes
cuando no contra semidioses, en
el cual la percepción se erige en un precursor de guía más eficaz que la que
pueden proporcionarnos todos esos elementos que catalogados bajo el ritual de
la Razón, durante siglos han
protagonizado la lucha del Hombre contra lo Etéreo, en una guerra sempiterna
cuyos trazos aún se identifican con sentida claridad tras el humo que guarda
los restos de la última batalla, la que estuvo condicionada a lograr El Paso del Mito al Logos.
Podría pues rozar la traición el abandonar la senda que
otros con éxito marcaron, si propensos a renunciar a los logros estamos,
aceptando de buen grado el influjo de los elementos otrora tenidos por propios
de la Creencia. Es
entonces que así como Aquiles aceptó los regalos de su madre, a pesar de tener
éstos procedencia mítica; que lo temerario de la batalla que estamos a punto de
iniciar nos lleva a nosotros a elegir de entre todos los paladines disponibles
a aquellos cuya visión integradora les llevó a erigirse no solo en científicos,
sino que su condición de iniciados les
facultó para no despreciar del todo lo que no se puede mesurar, incrementando
con ello de manera exponencial los elementos a disponer en una batalla cuyas
consecuencias haríamos bien en tener por colosales.
Es así que siguiendo los pasos que antes trazaron los
llamados Descartes, Kant y otros; que
la cuestión en la que se halla hoy por hoy sumido el Hombre ya no se reduce a
considerar la benevolencia o falsedad de tesis físicas o metafísicas desde el
simplismo de una dualidad en la que el compendio dialéctico al que se aspira lo
reduce todo a ceros y unos. Hoy por
hoy la cuestión es otra, más compleja si cabe, como se desprende del hecho de
que no podemos aspirar a una única respuesta, pues el privilegio de optar por
una solución absoluta, indiscutible,
constituye en sí mismo un privilegio propio de otro tiempo.
El tiempo, en sí mismo, un magnífico ejemplo de lo llamado a
ser planteado hoy. Desde siempre, el tiempo ha sido considerado como el
paradigma por antonomasia de las consideraciones objetivas. Para ser más
exactos, cabría decirse que la relación de los Hombres con Dios encontraba en
el Tiempo una suerte de catalizador directo. No en vano el tiempo posee o a lo
sumo articula muchos de los absolutismo en
los que la paradoja de resumir al Hombre en la excepción de Dios se articula.
Dogmático por excelencia, en el tiempo se articula la más feroz de las miserias
que su Dios regala al Hombre, a saber la de reconocer en su mortalidad la
imposibilidad para definir lo eterno. Pues el camino de la eternidad se compone
de baldosas que el tiempo articula.
Pero no acaban ahí ni mucho menos las paradojas. En un sutil
giro de los acontecimientos, el aumento de la complejidad con la que el Hombre
puede definirse a sí mismo, lamina poco a poco el vademecum de consideraciones
destinadas a conformar la Idea de Dios. Es
como si en un ejercicio de vanidad, el culmen de uno conllevara la inexorable
destrucción del otro. Dios y el Hombre en realidad no pueden coexistir, y la
prueba de ello está, de nuevo, en la relevancia que se demuestra en la paradoja
del tiempo.
El Tiempo, como hemos determinado, elemento llamado a
conectar dos mundos: el propio del Hombre, plagado en la inexorabilidad de su
tránsito no sabemos si hacia, o desde, pues
como todos sabemos la mayor y tal vez la única causa de muerte, es el haber
vivido. Y al otro lado, el propio de los
dioses, un mundo de infinito, de eternidad y de dogma, que tal y como algunos
afirmamos, no se compone de realidades, que sí más bien de contradicciones
lujuriosas, pues no en vano Dios así como todo lo que le es propio, no se
define, sino que se determina, a partir de la resultante de negar aquello que
en cada momento (en cada tiempo), creemos impropio del Hombre.
Se subleva así pues el Hombre, y lo hace una y mil veces. Se
subleva primero contra su miseria, y una vez superada ésta, lo hace contra
Dios, y lo hace comenzando por enfrentarse a toda esa larga lista de
consideraciones que la Tradición se
ha empeñado en catalogar como propias de
los dioses.
Y emerge entre ellas, tal vez como una de las más importantes,
la consideración del tiempo.
El tiempo, inaccesible por dogmático, senda más propia de
los dioses que de los hombres, pues en ella se percibe el balbuceo con el que
el Hombre habla de la eternidad; el mero hecho de pensar que puede ser
manipulada provoca un salto cualitativo en
lo llamado a ser tenido por consideraciones propias de los Hombres, pues jugar
con el tiempo no es tanto jugar a ser dios, como si más bien reducir la esfera
de éstos.
Salamanca, 1515. La Universidad ha presentado en el Vaticano
el primero de los dos estudios que ponen de manifiesto las incongruencias
procedimentales que están llamadas a certificar la defunción del que desde
tiempos de Julio César ha sido el modo de controlar
el tiempo con el que lo hombres aspiran a entender a los dioses desde el
año 46 a .
C.
La versión oficial habla de las necesidades que la puesta en
práctica de algunas de las conclusiones alcanzadas en el Concilio de Trento a la hora
de fijar aspectos tales como los propios del Concilio de Nicea (el que fija
entre otro el procedimiento para calcular la fecha de la Pascua), suponen.
Pero no será hasta 1578 cuando un segundo estudio con
idéntica procedencia, lleve al Santo Padre de Roma, en ese entonces Gregorio
XIII, a promover la sustitución del vetusto y superado Calendario Juliano, por
el nuevo, cuya denominación será por cuestiones obvias, Calendario Gregoriano.
No hace falta ser muy listo, máxime a la vista de los
ejemplos que la Historia nos regala por medio de los cuales deducimos la escasa
propensión de la Iglesia de Roma a los cambios; para imaginarnos siquiera la
intensidad del problema cuya resolución, al menos en principio, quedaba
solventada procediendo, nada más y nada menos que a un cambio en la forma de computar el tiempo. Un cambio que lo crean
o no conllevó entre otras cosas ¡La toma en consideración de la desaparición de
trece días completos!
Es sabido que Dios no juega a los dados, y sus acólitos en
la tierra no hacen nada que pueda poner en tela de juicio tal observación. Por
ello, y aunque pueda parecer descabellado, la desaparición en la Biblioteca Vaticana
de un curioso ejemplar de un libro escrito algunos años antes “De revolutionibus orbium coelestium” por un
joven polaco que en realidad jamás quiso ser partícipe de lo que la Historia
acabaría por atribuirle, que contiene un capítulo original y único, a la par
que sumamente aterrador sobre todo para las mentes del Hombre del XVI, podrían ayudarnos a entender qué lleva no a un
hombre cualquiera, sino al propio Santo Padre de Roma, a tomarse en serio la
consideración de jugar a ser Dios o,
en su defecto, a pensar que los hombres puede enmendar la plana a Dios.
Ahora me decís que el hecho de adelantar o atrasar el reloj
obedece a un mero capricho, justificado en la necesidad de amoldarse a las horas
de sol.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.