Superados ya los compromisos que inexorablemente arraigaron
en nuestra costumbre, siquiera por lo
comprometido que sin duda resulta no tanto el hacer, como sí el no hacer, es
cuando aparcados ya los quehaceres que muchas veces deben su peso tan solo al
estéril compromiso de la obligación ligada a lo políticamente correcto, que constatamos a través de nuestra cita con el descuido la
consabida obligación que al menos en apariencia tiene el comportarse como españoles a saber, librando si no olvidando
conductas o recuerdos que, de haber procedido de extranjeros, sin duda hubieran merecido no solo nuestra atención,
sino nuestra atención más intensa.
Así que entonado en este caso no tanto un rito acusador,
cuando sí más bien un salmo responsorial,
es que desandamos el camino andado en pos de hacer frente a nuestra
responsabilidad para con uno de los sin duda mayores artífices no solo del
acervo musical español, cuando sí más bien del acervo cultural de lo llamado a
ser considerado como notorio a la hora de definir aquello destinado a ser considerado “español”. De ahí tal vez que
su efigie sea más recordada que su obra, toda vez que el común es posible que la recuerde por figurar impresa en una de
las configuraciones que El Banco de España le dedicó en los remotos tiempos que precedieron a las múltiples concesiones que
éste organismo, como muchos otros, hubo de llevar a cabo a saber, ceder el
privilegio de tener moneda propia, a
saber, nuestra nunca del todo olvidada Peseta.
Es entonces que si nos mostramos un poco más exigentes en la
profundidad de nuestras indagaciones, que pronto descubriremos hasta qué punto
los vínculos que se pueden establecer entre Manuel de FALLA y La Peseta,
superan pronto y con creces los meros condicionantes materiales a los que digamos cualquier
miembro de ese Común, puede por sí solo y por ello fácilmente, acceder.
Obligados pues por la calidad del compromiso que con el nuevo año hemos
renovado, que hemos de resultar más exigentes, transmitiendo esa exigencia no
tanto hacia los demás, como sí más bien hacia nosotros mismos, devengando de
tal compromiso (a la sazón tal y como haría el propio FALLA), la certeza de que
solo del cumplimiento para con lo lícitamente comprometido, cabe esperarse el
más adecuado de los procederes.
Es entonces cuando el paralelismo que justifica tamaña
reflexión, emerge en toda su extensión, una extensión que habría de tener en lo
simbólico de lo representado por La
Peseta la metáfora perfecta de una tradición llamada a identificar en el
pasado más o menos remoto la sucesión no solo de valores, mitos y creencias
llamados a describir lo que una vez fue España, como sí más bien la esperanza
en base a la cual la estética representada
por la creación musical que identifica a FALLA bien podría erigirse en el
determinante destinado no solo a
recuperar los deleites perdidos, satisfaciendo con ello la doble vertiente por
la que además ofrecer respuesta a preguntas pasadas, podrá y no en menor medida
ayudar a plantear las cuestiones para cuya búsqueda de respuesta habremos de
condicionar nuestro futuro.
Porque Manuel de FALLA
viene a ser, y como tal está reconocido, ese hombre presente en toda cultura que se precie. Es FALLA nuestro
BARTOK, nuestro DEBUSSI. A saber, ese quién
sabe si pobre loco que de manera tal vez inconsciente ha emprendido la
labor de decirnos quienes somos, a partir de saber quienes fuimos en el pasado;
un pasado que en el caso español transita por sendas muchos más complicadas que
las propias de otros países o culturas; toda vez que en España tales sendas no
están compuestas solo con el material de “El Tiempo”.
Emprende así pues FALLA desde muy temprana edad la compleja
labor que en otros lugares es reconocida como la propia del musicólogo, a saber la de catalogar, interpretar y en
la medida de lo posible recapitular el tiempo pasado cuando no remoto,
acudiendo para ello a la traducción a semántica de las emociones que sobre la
Música cabalgan, para poco a poco ir constatando y desde luego no de manera
accidental que tal proceder de suceder en España, como ocurre en nuestro caso
con casi cualquier otro menester, aparece pronto complicado cuando no abiertamente
manipulado por la aparición de toda una serie de truculentos procederes llamados
a erigir en torno a cualquier logro o procedimiento destinado a interpretar el
pasado una suerte de muro o de cortina de
humo cuya complejidad lleva a la mayoría rápidamente a desistir de tal
intención.
Pero dispone nuestro protagonista de una serie de recursos y
concepciones destinados a permitirnos considerarle como ajeno a esa generalidad a la que bien podrían pertenecer por otro
lado los destinados a sucumbir en lo proceloso de las aguas que circunda el
periplo en el que habrá de desarrollarse su vida a saber, el que transcurre
entre el último cuarto del siglo XIX, y la primera mitad del siglo XX.
Desarrolla FALLA su labor dentro de ese intervalo, y será
esta labor de las más importantes a la par que inspiradoras de cuantas han sido
y probablemente serán en el futuro desarrolladas por ningún otro creador
español.
Característica como pocas otras, la obra de FALLA alcanza el
rango de excepcional y lo hace
precisamente en la medida en que será precisamente el conocimiento procedente
del amplio dominio que del acervo español nuestro protagonista tiene, lo que
ligado a su específica genialidad acabe por consolidar una obra cuyo elemento
integrador merece ser caracterizado como de eminente
y genial.
Y todo porque FALLA va siempre mucho más allá. Lejos de quedarse referido a la descripción de un
pasado, máxima esperanza a la que hubiera tendido de haber procedido como
en principio cabría esperarse de alguien llamado a catalogar y a lo sumo glosar obras procedentes de nuestro Cancionero; FALLA supera todo eso
aplicando a tamaño menester el condicionante característico e irrefutable que
procede de pasar a través de su increíble
sensibilidad toda creación que siquiera a priori estaba llamada a proceder de un pasado. De este modo, la obra del
más que justificadamente considerado como uno de los mayores maestros de
nuestra modernidad, aparece dotada de una inquebrantable condición cuya materia
prima procede de ese eje vertebrador que
la sensibilidad aporta. Lo que en el caso de haber sido encargado a otro
correría el riesgo de convertirse en una imperdonable sucesión de repeticiones
propias de la monotonía a la que tiende todo proceder fundado en la labor de
cronista, adquiere en el caso de la acción ejercida por FALLA una frescura
cuando no una originalidad destinada a poner de manifiesto una consolidada
brillantez suficiente por sí sola para, tal y como algunos de la talla del
Maestro RODRIGO llegaron a decir: “asumir que no solo la obra, sino la labor
entera desarrollada por FALLA ha de servir para garantizarnos que nos
encontramos sin duda ante uno de los más firmes candidatos a discernir dentro
de ese complicado momento en el que nos encontramos. De nuevo uno de esos
momentos en los que como tantas veces hemos visto resulta imprescindible determinar a ciencia cierta qué es “ser español”.”.
Porque efectivamente, la genialidad de FALLA se halla
inevitablemente vinculada a la complejidad del momento histórico que le tocó
vivir. O por ser más precisos, nos gustaría decir que más justos, tal
genialidad viene inexorablemente vinculada a la ignota destreza demostrada a la
hora de hacer frente a la consabida problemática que una y mil veces ha
sacudido y de nuevo sacude a nuestro país, la cual ha quedado quién sabe si
místicamente encerrada en ese ingente
concepto que conocemos como “La Cuestión Española ”.
Una cuestión, a la
que nuestro protagonista se enfrentará con todas las armas de las que su saber
le ha provisto. FALLA conoce, y así lo demuestra a través de la interpretación
que de sus composiciones se devenga, la realidad del fracaso que La Generación del 98 certifica. Y lo que
es peor, aliña y condimenta la creación a través de la duda que el miedo al fracaso que identifica a La Generación del 27, le proporciona en forma de la contradicción
que siente un padre que, provisto del
poder que fluye de la experiencia, ha de ser capaz de proveer a sus hijos de
herramientas destinadas a librarles de todo mal, cuidando de que el mantenerles
alejados de todo peligro no acabe por convertirlos en seres débiles, a la sazón
asustadizos.
Quién sabe si a través de semejante metáfora, estemos
realmente en disposición de insinuar pues nunca de describir la genialidad de
un hombre que como músico, rindió tributo al pasado incidiendo en lo más
profundo de nuestras raíces (creando y homenajeando a nuestro Género Chico), sin olvidar por ello la creación operística.
Un hombre que con La Vida Breve mostró tal vez de manera incipiente una
genialidad, que luego drásticamente eclosionó en, por ejemplo, El Amor Brujo o El Sombrero de Tres Picos; dejando
cortas todas las expectativas que algunos como por ejemplo el maestro Pedrel ya habían indicado.
Cuando se acaban de cumplir ciento cuarenta años de su nacimiento, o setenta de su
defunción como mejor se prefiera pues ambas fechas se encuentran inscritas en
las calendas que le son propias al mes de noviembre; decidimos hacer un alto en el camino para, si bien
reconocer explícitamente la imposibilidad de salvar el efecto que el tiempo
causa sobre nuestro cuerpo, no renunciar al soplo que el permanente canto al
futuro (espacio propio de la juventud), nos es insinuado a través de la obra de
otro que, como tantos, cumple el requisito imprescindible para ser reconocido
entre los verdaderamente notables de
España a saber: El pasar desapercibido entre los que, de vivir en una
sociedad sana, estarían justamente llamados a honrarle de manera evidente y
notoria.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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