sábado, 14 de enero de 2017

MANUEL DE FALLA. LA ENÉSIMA INTERPRETACIÓN DE “LA CUESTIÓN ESPAÑOLA”.

Superados ya los compromisos que inexorablemente arraigaron en nuestra costumbre, siquiera por lo comprometido que sin duda resulta no tanto el hacer, como sí el no hacer, es cuando aparcados ya los quehaceres que muchas veces deben su peso tan solo al estéril compromiso de la obligación ligada a lo políticamente correcto, que constatamos a través de nuestra cita con el descuido la consabida obligación que al menos en apariencia tiene el comportarse como españoles a saber, librando si no olvidando conductas o recuerdos que, de haber procedido de extranjeros, sin duda hubieran merecido no solo nuestra atención, sino nuestra atención más intensa.

Así que entonado en este caso no tanto un rito acusador, cuando sí más bien un salmo responsorial, es que desandamos el camino andado en pos de hacer frente a nuestra responsabilidad para con uno de los sin duda mayores artífices no solo del acervo musical español, cuando sí más bien del acervo cultural de lo llamado a ser considerado como notorio a la hora de definir aquello destinado a ser considerado “español”. De ahí tal vez que su efigie sea más recordada que su obra, toda vez que el común es posible que la recuerde por figurar impresa en una de las configuraciones que El Banco de España le dedicó en los remotos tiempos que precedieron a las múltiples concesiones que éste organismo, como muchos otros, hubo de llevar a cabo a saber, ceder el privilegio de tener moneda propia, a saber, nuestra nunca del todo olvidada Peseta.

Es entonces que si nos mostramos un poco más exigentes en la profundidad de nuestras indagaciones, que pronto descubriremos hasta qué punto los vínculos que se pueden establecer entre Manuel de FALLA y La Peseta, superan pronto y con creces los meros condicionantes materiales a los que digamos cualquier miembro de ese Común, puede por sí solo y por ello fácilmente, acceder. Obligados pues por la calidad del compromiso que con el nuevo año hemos renovado, que hemos de resultar más exigentes, transmitiendo esa exigencia no tanto hacia los demás, como sí más bien hacia nosotros mismos, devengando de tal compromiso (a la sazón tal y como haría el propio FALLA), la certeza de que solo del cumplimiento para con lo lícitamente comprometido, cabe esperarse el más adecuado de los procederes.
Es entonces cuando el paralelismo que justifica tamaña reflexión, emerge en toda su extensión, una extensión que habría de tener en lo simbólico de lo representado por La Peseta la metáfora perfecta de una tradición llamada a identificar en el pasado más o menos remoto la sucesión no solo de valores, mitos y creencias llamados a describir lo que una vez fue España, como sí más bien la esperanza en base a la cual la estética representada por la creación musical que identifica a FALLA bien podría erigirse en el determinante destinado  no solo a recuperar los deleites perdidos, satisfaciendo con ello la doble vertiente por la que además ofrecer respuesta a preguntas pasadas, podrá y no en menor medida ayudar a plantear las cuestiones para cuya búsqueda de respuesta habremos de condicionar nuestro futuro.

Porque Manuel de FALLA  viene a ser, y como tal está reconocido, ese hombre presente en toda cultura que se precie. Es FALLA nuestro BARTOK, nuestro DEBUSSI. A saber, ese quién sabe si pobre loco que de manera tal vez inconsciente ha emprendido la labor de decirnos quienes somos, a partir de saber quienes fuimos en el pasado; un pasado que en el caso español transita por sendas muchos más complicadas que las propias de otros países o culturas; toda vez que en España tales sendas no están compuestas solo con el material de “El Tiempo”.

Emprende así pues FALLA desde muy temprana edad la compleja labor que en otros lugares es reconocida como la propia del musicólogo, a saber la de catalogar, interpretar y en la medida de lo posible recapitular el tiempo pasado cuando no remoto, acudiendo para ello a la traducción a semántica de las emociones que sobre la Música cabalgan, para poco a poco ir constatando y desde luego no de manera accidental que tal proceder de suceder en España, como ocurre en nuestro caso con casi cualquier otro menester, aparece pronto complicado cuando no abiertamente manipulado por la aparición de toda una serie de truculentos procederes llamados a erigir en torno a cualquier logro o procedimiento destinado a interpretar el pasado una suerte de muro o de cortina de humo cuya complejidad lleva a la mayoría rápidamente a desistir de tal intención.

Pero dispone nuestro protagonista de una serie de recursos y concepciones destinados a permitirnos considerarle como ajeno a esa generalidad a la que bien podrían pertenecer por otro lado los destinados a sucumbir en lo proceloso de las aguas que circunda el periplo en el que habrá de desarrollarse su vida a saber, el que transcurre entre el último cuarto del siglo XIX, y la primera mitad del siglo XX.
Desarrolla FALLA su labor dentro de ese intervalo, y será esta labor de las más importantes a la par que inspiradoras de cuantas han sido y probablemente serán en el futuro desarrolladas por ningún otro creador español.
Característica como pocas otras, la obra de FALLA alcanza el rango de excepcional y lo hace precisamente en la medida en que será precisamente el conocimiento procedente del amplio dominio que del acervo español nuestro protagonista tiene, lo que ligado a su específica genialidad acabe por consolidar una obra cuyo elemento integrador merece ser caracterizado como de eminente y genial.
Y todo porque FALLA va siempre mucho más allá. Lejos de quedarse referido a la descripción de un pasado, máxima esperanza a la que hubiera tendido de haber procedido como en principio cabría esperarse de alguien llamado a catalogar y a lo sumo glosar obras procedentes de nuestro Cancionero; FALLA supera todo eso aplicando a tamaño menester el condicionante característico e irrefutable que procede de pasar a través de su increíble sensibilidad toda creación que siquiera a priori estaba llamada a proceder de un pasado. De este modo, la obra del más que justificadamente considerado como uno de los mayores maestros de nuestra modernidad, aparece dotada de una inquebrantable condición cuya materia prima procede de ese eje vertebrador que la sensibilidad aporta. Lo que en el caso de haber sido encargado a otro correría el riesgo de convertirse en una imperdonable sucesión de repeticiones propias de la monotonía a la que tiende todo proceder fundado en la labor de cronista, adquiere en el caso de la acción ejercida por FALLA una frescura cuando no una originalidad destinada a poner de manifiesto una consolidada brillantez suficiente por sí sola para, tal y como algunos de la talla del Maestro RODRIGO llegaron a decir: “asumir que no solo la obra, sino la labor entera desarrollada por FALLA ha de servir para garantizarnos que nos encontramos sin duda ante uno de los más firmes candidatos a discernir dentro de ese complicado momento en el que nos encontramos. De nuevo uno de esos momentos en los que como tantas veces hemos visto resulta imprescindible determinar a ciencia cierta qué es “ser español”.”.

Porque efectivamente, la genialidad de FALLA se halla inevitablemente vinculada a la complejidad del momento histórico que le tocó vivir. O por ser más precisos, nos gustaría decir que más justos, tal genialidad viene inexorablemente vinculada a la ignota destreza demostrada a la hora de hacer frente a la consabida problemática que una y mil veces ha sacudido y de nuevo sacude a nuestro país, la cual ha quedado quién sabe si místicamente encerrada en ese ingente concepto que conocemos como “La Cuestión Española”.
Una cuestión, a la que nuestro protagonista se enfrentará con todas las armas de las que su saber le ha provisto. FALLA conoce, y así lo demuestra a través de la interpretación que de sus composiciones se devenga, la realidad del fracaso que La Generación del 98 certifica. Y lo que es peor, aliña y condimenta la creación a través de la duda que el miedo al fracaso que identifica a La Generación del 27, le proporciona en forma de la contradicción que siente un padre que, provisto del poder que fluye de la experiencia, ha de ser capaz de proveer a sus hijos de herramientas destinadas a librarles de todo mal, cuidando de que el mantenerles alejados de todo peligro no acabe por convertirlos en seres débiles, a la sazón asustadizos.

Quién sabe si a través de semejante metáfora, estemos realmente en disposición de insinuar pues nunca de describir la genialidad de un hombre que como músico, rindió tributo al pasado incidiendo en lo más profundo de nuestras raíces (creando y homenajeando a nuestro Género Chico), sin olvidar por ello la creación operística. Un hombre que con La Vida Breve mostró tal vez de manera incipiente una genialidad, que luego drásticamente eclosionó en, por ejemplo, El Amor Brujo o El Sombrero de Tres Picos; dejando cortas todas las expectativas que algunos como por ejemplo el maestro Pedrel ya habían indicado.

Cuando se acaban de cumplir ciento cuarenta  años de su nacimiento, o setenta de su defunción como mejor se prefiera pues ambas fechas se encuentran inscritas en las calendas que le son propias al mes de noviembre; decidimos hacer un alto en el camino para, si bien reconocer explícitamente la imposibilidad de salvar el efecto que el tiempo causa sobre nuestro cuerpo, no renunciar al soplo que el permanente canto al futuro (espacio propio de la juventud), nos es insinuado a través de la obra de otro que, como tantos, cumple el requisito imprescindible para ser reconocido entre los verdaderamente notables de España a saber: El pasar desapercibido entre los que, de vivir en una sociedad sana, estarían justamente llamados a honrarle de manera evidente y notoria.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario