Puestos a saber cuál es nuestra obligación, de ser capaces
de afirmar rotundamente dónde y cuándo estamos ante un genio, bien puede residir la certeza que una sociedad tiene de,
verdaderamente, merecerlos.
Sin embargo en los genios, o más en concreto con lo que tiene que ver con el
desarrollo de los que les es propio, reside la paradoja puesto que: ¿De verdad
una genialidad es reconocible en el intervalo
de presente en el que está llamada a manifestarse?
Mientras dilucidamos el efecto que provoca la introducción
de la enésima variable, a saber la de
la perspectiva, lo único cierto es
que una buena manera de poder afirmar que efectivamente nos encontramos
analizando el trabajo cuando no la obra de un verdadero genio, pasa por
comprobar hasta qué punto las paradojas y
las dudas, más que las certezas y las conclusiones, comienzan por intuirse
para poco a poco ir afirmándose, hasta el punto de llegar a conformar por sí
solas un espectro tan amplio que su mero estudio habrá de transferirse a otro
equipo toda vez que componen en sí mismas materia más que suficiente.
Paradoja, perspectiva, imposibilidad, ampliación de campo… a
saber conceptos más que letras, todos ellos ligados en cualquier caso por la
certeza de que lo que otrora estuvo
tapado tras la penumbra de la ignorancia, merezca con el paso del tiempo
erigirse en el templo de luz que todos,
cuando menos, intuimos.
El tiempo pasa, fluye; o tal vez seamos nosotros los que
realmente pasamos. Sea como sea, lo
único cierto es que nuestro presente se revela en sí mismo como el futuro de otrora. Hoy es el mañana de ayer, y tal
vez ya solo por ello hogueras que antaño
no ardían bien pueden hoy alumbrar con su luz espacios y tiempos desconocidos, aún en realidad siempre intuidos.
Para los que llegados a estas alturas no entiendan la
relación de tiempo, o directamente la refuten, solo un dato: MOZART es a estas alturas del año, el autor
que más discos ha vendido.
Casualidad, reminiscencias, nostalgias… o acaso, frustración, todas parecen en
principio poder ser tomadas en cuenta a la hora de dibujar la radiografía de
una sociedad que llegados aparentemente sin más a este momento, justo el que
nos circunda y en el que acaba de cumplirse el 225º aniversario de la muerte
del genial compositor e intérprete, se muestra como ni puede ni debe ser de
otra manera, en la responsable última del hecho.
En lo concerniente a esta última aseveración, solo una
consideración creo necesaria hacer al respecto: Todo el que piensa que MOZART compuso uno solo de sus acordes con la
sincera voluntad de convertirse en lo que hoy es, comete un verdadero error. El
motivo de la certeza es claro: Si MOZART no se suponía un genio, carecería de
la audacia que en tal pretensión se manifiesta. En el caso contrario esto es,
si MOZART se sabía un genio, esa audacia habría sin duda mutado en alguna forma
de pedantería indulgente; en todo
caso razón suficiente para que al genio le importara un rábano la opinión de los que estábamos
por llegar.
Porque de una de las pocas cosas de las que podemos estar
seguros, es de con MOIZART pocas, por no decir ninguna, son las consideraciones
llamadas convencionales, de las que
podemos hacer uso a la hora de cifrar ya
sea su obra, o su personalidad.
Al contrario de lo que pasa con la mayoría de autores, la
relación del genio con su momento histórico, transcurre de manera diferente,
propia. Para que comprendamos el sentido de tal afirmación, diremos que en el
caso de los autores convencionales, la realidad que los rodea acaba por convertirse
en mucho más que el marco llamado a
erigirse en referencia de su obra, y a
la postre, de su vida. Ya sea de una manera consciente (convirtiéndose en cronistas), o inconsciente (quedando
atrapados tras los sutiles barrotes que poco a poco acaban por convertirse en
su límite), la relación entre el artista
y su mundo se hace evidente, y es de la misma mucho más que presagio su
obra.
Al contrario de tal proceder, tanto las formas como por
supuesto el fondo, esto es, tanto el procedimiento del que se sirve, como por
supuesto los conceptos cuya explicación va inexorablemente ligada al menester,
rompen de manera evidente con todo lo que hasta ese momento ha supuesto norma, o incluso se ha mostrado como ley.
Y es precisamente en el reconocimiento de esa fractura, donde reside la mayor
esperanza que los contemporáneos de un genio tienen a la hora de intuir vagamente la existencia del mismo.
Surge así pues el genio, y lo hace no para regodearse de su
presente (lo que supondría una conducta comparable a la que manifestaría en
granjero si insistiera en revolcarse con los cerdos). El genio viene para
romper, para dislocar. En una palabra, el genio es el agorero partícipe de los
peores presagios.
Al genio no se le ve, a lo sumo se le atisba; no se le
comprende, tan solo se le intuye. Es por ello que la acción, la obra en este
caso de MOZART, resulta incomprensible para los llamados a ser sus
contemporáneos, simple y llanamente porque tiene
que ser así.
Un genio viene a romper
con todo lo que es propio del momento en el que “le ha tocado vivir”. De
esta manera la obra de MOZART, sea cual sea el modo en el que ésta venga cifrada, resulta incomprensible toda vez
que los conceptos y procedimientos que la articulan se estructuran en un
entramado del todo incomprensible para los que como antes hemos dicho, son los
¿afortunados? llamados a compartir tiempo con él.
Un genio no explicita sus conceptos de manera coordinada respecto de los tiempos en
los que su obra se libra. Más bien éstos se erigen en una suerte de yuxtaposición que solo con el tiempo
acaba por librarse en un mensaje inteligible.
Tal vez en el impulso en el que se reconocen los que hace
años decidieron enviar un mensaje
llamado a surcar durante eones el espacio
interestelar con la esperanza de encontrar inteligencia extraterrestre destinada a librarnos del
sobrecogimiento que supone pensar que
estamos solos en tanto espacio; podamos hoy reconocer la valía que impulsó
a MOZART a construir un edificio en el que la complejidad de las cerraduras
volvía imposible la aspiración de residir en él.
Por eso, es probable que de todos los conceptos
anteriormente aludidos, la frustración sea el llamado a mostrarse como el
adecuado.
Es el de la frustración,
un concepto malinterpretado. Conjugado siempre dentro del campo semántico del fracaso, bien pueden
atribuírsele otras interpretaciones. Es más, algunos pensamos que la aparente
incapacidad que en principio se materializa en torno al mismo, puede dar origen
a una forma de acumulación de energía llamada
a estallar; y de hacerlo en el sentido adecuado, bien puede alumbrar cosas increíbles. No en vano,
“cuando decidas quién merece el agradecimiento por impulsarte en tus logros,
piensa si has de dirigirte a los que estaban sabedores de que lo lograrías, o a
los que te dieron la espalda convencidos de que tu fracaso era solo cuestión de
tiempo”.
Alejados no obstante de cualquier consideración moral o
restrictiva, lo único que queremos traer a colación es la necesidad de poner de
manifiesto la posibilidad de que entre los tiempos en los que redunda nuestra
actualidad, y los que transcurrían hace ahora 225 años, exista un paralelismo.
Un paralelismo del que MOZART, o por ser más justos, su obra; sean
catalizadores.
Catalizadores de un proceso destinados a hacernos entender que
muy probablemente la causa de que tanto entonces como ahora la comprensión de la realidad destinada a erigirse en
propia resulta imposible, muy probablemente porque el procedimiento llamado a conformarla se fundamenta en unas tesis
hoy por hoy ininteligibles.
Abandonada pues la esperanza que pusimos en la consonancia
de la llamada coherencia científica, bien
es posible que otras han de ser las apuestas a las que abonemos nuestra
esperanza de vivir, o al menos de comprender
la vida.
Luis Jonás VEGAS.
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