Pocos son los casos en los que tan perfecta y gráficamente
están descritos no ya los acontecimientos de contexto, sino más bien los
detalles propios que tienen que ver con todo lo referido al instante concreto
de una obra musical.
Ya sea por lo importante de la obra en sí mismo, o por lo
trascendental del fenómeno al que ésta haga mención ya sea directa o
indirectamente, lo cierto es que solo en contadas ocasiones podemos gozar con
la amplitud de un catálogo descriptivo tan
soberbio como el que se corresponde con el del estreno de la Obertura Solemne 1812.
Acontecido el hecho en la Catedral de Cristo el Salvador de Moscú, el 20 de agosto de 1882;
no solo la obra, sino especialmente el contexto que vino a convertir en poco
menos que imprescindible su composición redundan de manera más que soberbia en
todos y cada uno de los prolegómenos anteriormente aducidos, hasta el punto de
que bien podríamos considerar que los mismos han sido específicamente consignados
para un fenómeno de las dimensiones del anunciado.
Porque efectivamente, la Obertura Solemne 1812 constituye en sí misma un fenómeno de magnitud considerable,
toda vez que no solo los antecedentes, sino realmente los consecuentes, asumen
una suerte de notoriedad capaz de redundar en la certeza de la necesidad de una
explicación que lejos de atenerse al fondo, bien puede en este caso hacer
mención expresa de la forma.
Constituye la 1812 en
sí misma lo que podríamos llamar la
suerte de obra tipo. De esgrimirse como parangón en lo concerniente a la
reseña vinculada a la explicación de los parámetros que por realidad histórica
redundan en la justificación contextual como refrendo a su composición; es
cierto que la Obertura Solemne 1812 hace referencia al que se esgrime
por antonomasia como el motivo digno de merecer una mención, a saber, la
refrenda de una vistoria.
Pero resumir al vínculo con una victoria lo relativo al campo semántico que une inexorablemente
a la 1812 con la Historia, sería tan
injusto como insoportable.
Compuesta en el último trimestre de 1880, La
Obertura Solemne
1812 aglutina sobre sí muchas, si no todas, las características que han de
considerarse propias a la hora de discernir cuando no de analizar este tipo de
obras.
Respetuosa con la realidad,
al menos con la que era de esperar, la
obra destila una suerte de emotividad vinculada con la satisfacción, una
satisfacción que como es de esperar procede del hecho de la victoria en sí
misma. Sin embargo, y es ahí precisamente donde cabe la mención expresa, la
reseña de la victoria está elevada a una potencia de magnitud tan alta que
resumir tanta emotividad a las consecuencias de una única victoria, por grande o intensa que la misma haya sido, parece
cuando menos excesivo.
Es por ello que descartada la teoría de la mera celebración
de un éxito, no ya causas de su éxito, cuando sí más bien las de su génesis,
han de ser buscadas en otro sitio, en otros motivos. Unos motivos que emergen
de manera clara, casi cristalina, cuando hacemos confrontar la realidad que se
manifiesta en el momento histórico refrendado en la obra, con el que se sufre en el momento en el que la
misma es compuesta, y a la sazón estrenada.
Muchas y muy diversas son las causas que redundan en el
estallido de la Revolución Francesa resultando por ello casi infinitas las
consecuencias que de la misma habrán de dirimirse. Sea como fuere, lo único
cierto desde un punto de vista más cualitativo que cuantitativo es que la
realidad que tras la misma se devenga resulta curiosamente más descifrable
acudiendo a paradigmas de nuestro presente, que si intentáramos resolverlo
desde los aspectos mentales propios de la Europa
Anterior a la
Revolución.
Muchas cosas cambiaron. O por ser más exactos, muchos fueron
los clamores de cambio que fueron
escuchados tras la Revolución. Pero si
algo caracteriza a las revoluciones es
la ausencia de medida, y ¡cómo no! a
tal realidad hemos de hacer alusión si nos referimos a la Revolución Francesa.
Uno de estos excesos es el que se da en la persona de
Napoleón Bonaparte. Resultado más que catalizador de La Revolución, Bonaparte esgrime buena parte cuando no todos de los
elementos que han de conformar el catálogo correspondiente en este caso al Buen Oficial.
Vanidoso y desmedido en lo que se refiere a los
considerandos éticos, Pueril y un tanto subdesarrollado
en los morales; Bonaparte hará buena la posterior consigna mentada en pos
de afirmar que Una Sociedad es madura
cuando es capaz de reconocer los que habrán de ser sus propios intereses; la
modificará eso sí, sustancialmente, concretamente en lo referido a la
connotación en base a la cual podríamos afirmar que él se erigirá en el paladín
llamado a sustituir al Pueblo en lo
referido al momento de dirimir entre lo bueno y lo malo.
Erigido ya el antihéroe,
la 1812 necesita del ente sobre el cual refrendar siquiera por contrario el
erario de virtudes a partir del cual clamar por la
Justicia. Sin embargo en este caso la Justicia no lo es tanto, o al menos no lo es en lo concerniente
a la representación numérica destinada a la refrendar el lechado de virtudes
que se esperan del héroe. Y la causa, no por evidente, ya proceda esta
evidencia de la realidad histórica, o de las consideraciones conceptuales; es
menos atractiva…
Vinculado todo a los acontecimientos desarrollados como
consecuencia de la Batalla de Borodín, que ya Tolstoi describiría acudiendo al formato coral en su sensacional Guerra y Paz; lo importante y por ello
lo sujeto a la reseña no son los acontecimientos de la batalla pues ésta,
acontecida el 7 de septiembre de 1812, terminó con una sonora derrota del ejército ruso, la cual redundó en la
toma de Moscú.
Sin embargo, y es ahí aquí donde todo adquiere sentido, será
el inescrutable sentimiento de unidad que preside el ánimo del Pueblo Ruso el responsable de
reorganizar rápida y eficazmente una suerte de resistencia que acabará por expulsar primero a Napoleón de Moscú,
en lo que será el anticipo de la salida de los ejércitos extranjeros de Rusia.
De esta manera, el innegable condicionante patrio, muestra
efervescente de una suerte de Nacionalismo
encubierto quién sabe si por la especial configuración que tales
sentimientos experimentan cuando son tamizados por el crisol del pensamiento Romántico, dan forma a una
estructura tremendamente compleja que solo adquiere sentido formal a
posteriori, cuando la interpretación conceptual de la obra lleva a considerarla
como una muestra excepcional de Música
Programática.
Esta consideración, lejos de limitar no solo el campo
semántico sino incluso mucho más, el de interpretación de la obra; se erigen en
una suerte de elementos de conservación que
envuelven a la misma en una suerte de contenedor ajeno a la entropía que la
protege, garantizando su conservación.
Falta de entropía y conservación. A la sazón, los conceptos
fundamentales a la hora no tanto de comprender sino a lo sumo de tratar de
explicar lo que está llamado a describir el fracaso que ya de manera indefinida
se da por sentado en la Rusia de Tchaikovsky. Porque si el factor coral llamado a traducirse en la certeza de que los
éxitos están garantizados si éstos se persiguen a partir del trabajo en común,
constituía el factor determinante en
la Rusia propia al momento referido en la Obra; lo cierto es que ni la realidad
social ni mucho menos la histórica parecían llamados a refrendar tales
considerandos en la Rusia que vio el estreno.
Así, la Rusia de 1880, la que promueve su concepción, y la
Rusia de 1882, la que como decimos será testigo de su estreno, no solo no se
parecen en nada, sino que más bien parecen encerrar una innegable contradicción
en lo que se refiere a lo dispuesto para con el espíritu desarrollado por El
Pueblo en 1812. Un espíritu cuyo referente material redunda de manera
indiscutible en la consecución de los éxitos referidos.
Por ello, tanto la aventura en la que se convierte la
concepción de la Obra, como especialmente el boato desde el que las clases
dirigentes pretenden apuntarse el éxito al que parece llamar su estreno, pues
del mismo parece depender la recuperación de un mancillado sentimiento nacionalista patrio, terminan por convertir en una
suerte de apóstrofe impostado todo
intento de refrendar como propio un concepto, el que en todo momento redunda en
la obra, que por esencial es solo comprensible para el Pueblo.
Por ello, o quién sabe si con ello, La
Obertura Solemne
1812 tiene tantas interpretaciones como momentos, centrando en las propias que cada instante puede ofrecer,
las emociones que de manera evidente como pocas obras es capaz de inducir
en el escuchante.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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