En la semana en la que se ha cumplido el 39º aniversario del
retorno de España a la normalidad democrática,
lo cierto es que pocos, por no decir ninguno, han sido los procedimientos
puestos en práctica no sé muy bien si para conmemorar, o siquiera para recordar
lo que tal hecho denota.
Cierto es que sin ser
demasiado de celebraciones, viviendo como lo hacemos en una sociedad tan
complicada como lo es la nuestra, a menudo resulta necesario llevar a cabo manifestaciones cuyo objetivo no está en
buscar recelos, ni siquiera concepciones demasiado
refinadas. Se trataría a lo sumo de redundar no tanto en el conocimiento
que respecto del pasado se tiene, como sí más bien de provocar en nuestro
derredor un instante de reflexión destinado
a constatar qué reflejo de lo logrado con el sacrificio de ese pasado,
sobrevive en el presente.
Porque cuando aquel 15 de junio de 1977 España volvió a
vestirse de elecciones, al contrario de lo que se puede llegar a imaginar
pocos, muy pocos, eran en realidad conscientes no solo de las connotaciones que
con arreglo al pasado entraban en liza ante tamaña decisión, sino más bien de
las que vinculadas al concepto responsabilidad,
podrían devengarse con arreglo al futuro, en lo que concierne a la lectura
que con arreglo en este caso hacia el
futuro, podría llevarse a cabo.
Dicho de otro modo, de poderse extraer una mínima consideración de fiasco a la
hora de juzgar ya fuera junto o por separado, cualquiera de los entes que
conformaban el procedimiento, a nadie le cabría la menor duda de que las
consecuencias para el futuro serían demoledoras.
Más de cuarenta años de forzado silencio quedaban conjurados
de manera aparentemente sencilla aquel 15 de junio de 1977. Si bien afirmar de
manera categórica que España volvía a la senda democrática sería adoptar una
postura de riesgo (si el análisis se lleva a cabo con los ojos del aquel
momento), o ventajista (si el mencionado se hace desde la actualidad); lo
cierto es que la calidad del paso dado supone,
en sí mismo, un logro de una magnitud que bien merece por si solo el refrendo
de detenerse unos instantes en pos de constatar las implicaciones que por ende y como valor propio, el hecho
tiene.
Porque en esos cuarenta años muchas fueron las cosas que
murieron, y otras tantas las que fueron (o no), enterradas. El pragmatismo,
vestido de hambre, había devorado a la ilusión. El rencor había desterrado a la memoria. Y la peor de
las mentiras, aquella que resulta de disfrazar los hechos con el velo de las
medias verdades, había logrado imbuir a la sociedad en una suerte de estado
catatónico en el que el mantenimiento de
las constantes vitales, habían reducido el procedimiento de vivir, a su
expresión reducida a saber, la supervivencia.
Y es ahí donde radica el elemento que contemporiza todo lo
esgrimido hasta el momento, donde residen todos y cada uno de los ingredientes
destinados a facultar la comprensión de lo que de manejarse de manera
convencional, resultaría del todo incomprensible. La paradoja de saber que lo
que diferencia al Ser Humano de los animales, es que para éstos últimos
sobrevivir sí se convierte en condición necesaria
y suficiente; justamente al contrario de lo que ocurre con el Ser Humano,
que para lograr satisfacer sus necesidades, ha de ir un poquito más allá.
Es entonces cuando La
Libertad, ya sea como concepto, (aquello a lo que cabe aspirar), o como
procedimiento (aquello por lo que desde luego merece la pena tanto vivir cuando
te dejan disfrutarla, o morir una vez queda claro que tratan de arrebatártela),
se erige en todo su esplendor, haciendo gala de todo lo que la compone, y
permitiendo erigir en torno de sí misma uno de los pocos altares propiciatorios en los que resulta lícito el sacrificio
siquiera de un solo hombre.
Tal vez de eso sea precisamente de lo que adolecíamos, no
tanto de altares, como sí más bien de causas nobles. Reiterando a Julián
MARÍAS. Dos españoles son reconocible
entre sí, o ya sea en el infinito del tiempo, en la medida en que nadie como
ellos se mostrará capaz de sumir en el proverbio de la duda cuestiones tan
existenciales como las que realmente resultan de interés, siquiera o sobre todo
para morir por ellas.
Y todo, porque en España andábamos sobrados de mártires, en
parecida si no en la misma proporción en la que se mostraba nuestra carencia de
cuestiones meritorias a la hora de plantearse siquiera morir por ellas.
Es así España, quizá no tanto los españoles, una realidad
compuesta a partir de emociones laxas. Y claro está, a realidades laxas,
procedimientos laxos.
Porque difícil resulta, si no es desde la laxitud, refrendar
la postura de España ante cuestiones por sí mismas inconsistentes, cuando no
manifiestamente contradictorias, como puede ser la mantenida ante la Monarquía.
Ya sea desde la
“Farsa de Ávila” hasta la huida de Alfonso XIII, pasando
claro está por “La Restauración” o los “Sucesos de Aranjuez”; que la relación
de los españoles con la Institución Regia solo tiene esperanzas de encontrar algo
más contradictorio precisamente cuando lo comparamos con cuestiones tales como
los que afectan a la propia consideración que de si mismos y de El Estado
tienen los propios españoles.
Por supuesto, nada de todo esto es casual, nada de todo esto
sucede de forma accidental. Si algo ha demostrado la Historia, es que somos un
Pueblo difícil. El peso que el propio ego, manifestado en este caso en forma de
conciencia de Pueblo refrendado
precisamente a través de las aportaciones que la Tradición unas veces, y la Historia
otras, vienen a conformar un torbellino de realidad cuyo refrendo, acto al
que innegablemente habrá de someterse cualquiera que quiera gobernar, viene
cargado de tal cantidad de premisas y compromisos, que a todas luces resulta
insatisfactorio para cualquiera que crea poderlo hacer atendiendo a la proverbial mano del protocolo sumiso.
Entendido esto, más sencillo, casi lógico desde tan
truculentos principios, resulta la continuidad
desde la que predisponen los hábitos destinados a hacer comprensible no ya
el pasado, como sí más bien el futuro de España.
Una sociedad sumisa requiere por definición de individuos
fraguados en la ignorancia, labrados por el martillo de la religión.
Ignorancia y religión, elementos que si por sí solos dan
miedo, vibrando en armonía conforman un dúo cuyas composiciones resultan sumamente
destructivas. A propósito del cómo, citándose con el que es su aliado, o cuando
menos su consecuente: la guerra
Destrucción. Porque solo en eso redunda, quién sabe si a eso
en definitiva, es en lo que redunda todo el procedimiento hasta el momento
descrito. Un procedimiento encaminado, lisa y sencillamente, a poner de
manifiesto la incomprensible debilidad de un sistema que, precisamente tiene su
talón de Aquiles en la falsa
seguridad que se proyecta desde la satisfacción mal entendida en la que termina
por conjugarse el tiempo verbal de
una Historia cuyo abolengo no se traduce en poderío, sino más bien en una
desazonadora sensación de inmunidad de
cuya ficción solo el tiempo, y la intensidad del drama que la misma lleva
aparejada, podrá despertarnos,
Porque éramos una Gran
Nación. Y si bien nunca dejamos de serlo, lo cierto es que solo los
esfuerzos por convencernos de lo contrario, esfuerzos proferidos por los mismos
que otrora se desgañitaban defendiendo
lo contrario, han logrado hoy sembrar la duda. Y es la duda en definitiva, el cáncer de
los procedimientos sociales. Como tal, en origen pasa desapercibido, pero una
vez arraigado no abandona ya a su presa, vinculando su crecimiento precisamente
a la aparente lozanía en la que revierte la ignorancia de su presa.
Y en ese estado nos encontramos precisamente. Un estado en
el que a base de olvidar quiénes fuimos, y de pronunciar solo a susurros quiénes
podremos volver a ser; hemos terminado por olvidar quiénes somos ahora, en este
preciso instante.
Nos hemos abandonado al silencio. Y no es el silencio mucho
más que la traducción formal de lo que semánticamente no se puede referir, a
saber, la nada.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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