Inmerso nuestro presente en la tesitura de la desazón, y
preso nuestro futuro en la impotencia de la duda inconsistente, tal vez resulte
ahora, más que venturoso, cabría decirse que acertado, redundar en el
privilegio que para cualquier español resulta de poder reconocerse como tal; no
tanto por la condición en sí misma, como sí más bien por, como diría Julián
MARÍAS, poderse identificar en el pasado con algunos de los que más grande cosa hicieron por su presente, que
lo era a la sazón de sus muchos contemporáneos.
Es así pues que por ventura bien puede redundar en
beneficioso a la par que en satisfactorio, retornar de vez en cuando al que
resulta nuestro origen; en aras de vislumbrar en el reconocimiento del pasado
no tanto un castigo (el que se devengaría de entornar el réquiem, por lo que
una vez fue disfrutado, a la sazón hoy perdido); como sí más bien de hacerlo
como una elegante oportunidad para reconocer en los aditamentos del aquel ayer, las formas y vestigios en los que
reconocer no solo lo que fuimos, sino más bien volver a hacer propia la esencia
cuando no el espíritu de lo que fuimos. Sobre todo en un tiempo en el que ser español convergía en sí mismo en
saberse poseedor de primorosa dote.
Y si convergía en España grandeza
de hombres, resulta de obligado cumplimiento sin dejar espacio para la duda
la obligación de tornar nuestra mirada hacia el que sin duda fue uno de los más
grandes; afirmación en la que se puede redundar a partir de valorar o
cuestionar no ya lo que fue, como sí más bien lo que legó.
Porque lo que fue, o lo que supuso Carlos I de España, es
algo a lo que solo podemos acercarnos, que solo podemos intuir, cuando como
metafóricamente ocurriría al convertir tal acercamiento al propio de la aproximación a un castillo, entendiéramos
que nuestra aspiración solo se vería recompensada con el éxito, una vez
superadas varias barreras, cada una de las cuales más complicada que la
anterior.
Se erige así pues, y podemos utilizar el término en toda su
magnitud; Carlos I como uno de esos personajes no se ya si llamados, o tal vez
destinados, a conformar en torno de sí y de su presencia todos y cada uno de
los elementos necesarios cuando no abiertamente imprescindibles para poder
reconocerse no ya como un hombre
verdaderamente poderoso; sino tal vez como el hombre más poderoso hasta el momento.
La veracidad de tamaña afirmación hay que buscarla en el
hecho que por objetivo resulta imperturbable, que puede resumirse en la
indiscutible afirmación por la que sobre
Carlos I recae una herencia cuyos factores, tanto cualitativos como por
supuesto también cualitativos, resultaban del todo inaccesibles para
cualquier otro hombre hasta este momento; y no resultaría descabellado decir, a
la vista de los acontecimientos, que no han vuelto a ser vistos después.
Podemos así pues afirmar, sin miedo a error, que Carlos I de
España es en realidad un resultado. ¿De qué? Sin duda del largo, complicado y
por supuesto tortuoso proceso que había sido maquinado, y posteriormente puesto
en marcha por sus abuelos. Un procedimiento que tradicionalmente se conoce y en
clase se estudia bajo el epígrafe conceptual de Política Matrimonial de los Reyes Católicos; un proceso de cuyas
consecuencias nuestro protagonista se muestra como conclusión viva. Una conclusión por la que, a la vista de sus
resultados, haríamos bien en felicitar a sus ingenieros.
Cuando se cumplen en este 2016, 500 años de la sucesión de acontecimientos que
acabarían por redundar en la dotación de verdad a la afirmación destinada a
consignar el supremo poder del cual
gozará Carlos I; lo cierto es que la necesidad de graduar la conmemoración de tamaño acontecimiento en pos de dotar
de rigor a la certeza por la que el mencionado proceso ha de consignarse de
manera gradual; no es sino la interpretación de lo que tal hecho significa la
resultante de implementar en tanto que
tal, la importancia del hecho consignado. Porque son tantos los sitios a los que ha de estar atento el
joven Carlos, tanto los lugares cuyo destino estará pendiente de su voluntad
una vez éste acceda a sus respectivos poderes, ya sea por herencia paterna,
materna (o incluso de abuelo, como ocurrirá con el Sacro Imperio Romano Germánico), Que solo la capacidad demostrada
para entender en abstracto, las
repercusiones que implícitamente se ponen en marcha, ha de darnos una pista en
relación a la disposición cognitiva del primero rey, luego emperador.
Porque si bien Carlos I es grande como resultado de recibir
una herencia, podríamos decir que él
mismo es el resultado de un proceso que discurre parejo a las consecuencias
propias de asumirse como digno de tal herencia. Así, podríamos decir que
nos encontramos ante el primer heredero no solo llamado a ser rey, sino que más
bien estamos ante el primer caso de hombre preparado específicamente para ser un buen rey.
Es muy posible que no solo la magnitud de lo expresado, sino
simplemente el contraste que en relación a la percepción que de las cosas se
deriva precisamente del tiempo transcurrido, se derive una especie de pérdida de contenido asociado a la
traducción de la cual no seamos conscientes, pero a la que por justicia hay
que hacer mención. Al afirmar que Carlos I es el primero es el primer rey
educado a tal efecto, estamos diciendo que nos encontramos ante el que bien
pudiera tratarse del primer heredero cuya validación como futuro no se da por hecho. Ya sea por la
comprensión de factores subjetivos imposibles de ser siquiera considerados
fuera de su marco temporal, por su propia naturaleza conceptual; el mero hecho
de suponer que el que hasta ese momento
estaba destinado a ser rey, bien pudiera verse incompetente para llevar a
cabo la misión para la que, siempre según los cánones de la época, estaba
destinado, supone un salto cualitativo descomunal al que solo podemos hacer
referencia dejando constancia explícita del hecho a través del cual la herencia
de cargos y regímenes se llevaba a cabo de manera necesaria o lo que es lo mismo, en base a la aceptación de una
serie de suposiciones que se hacían realidad de manera absolutamente natural al
reconocer en el destinado a ser rey todo
el motu propio del que estaba
investido de autoridad por designio
divino.
Decimos así pues que estamos ante el primer rey moderno no tanto por la forma empleada por Carlos I para
hacerse cargo del poder como si más
bien y sobre todo por la novedad que supone todo el proceso para llevar a cabo
tal asunción; aplicando para ello protocolos innovadores, absolutamente
impensables antes de su llegada.
Un rey moderno, dueño de una capacidad de innovación cuyos usos y formas irán mucho más allá de lo
que denominaríamos modus operandi. Será
así pues Carlos un Rey elegante, capaz, profesional. Un verdadero Hombre Moderno, dotado bien por
naturaleza, bien por aprendizaje, de modos
desconocidos hasta ese momento, de cuya puesta en práctica se devengará en
resumen la certeza inequívoca de que estamos en condiciones de afrontar con
éxitos los nuevos retos que se presentan, restos que amenazan la estructura de
los estados, ya que donde antes se apreciaban peligros basados en el riesgo de
la integridad territorial, ahora se observa el surgimiento de peligros más conceptuales, que requieren sin duda de
la puesta en práctica de consideraciones más innovadoras, a la par que
revolucionarias.
A tal efecto, muchas son las líneas, los procesos,
protocolos y otras disposiciones, que vienen a converger felizmente en el hecho de ver a Carlos mentado como
Carlos I de España (en un principio), y que a su vez verán resarcidos todos los
esfuerzos al ver concluido el proceso con el añadido de Emperador del Sacro Imperio.
Estamos así pues ante el primer monarca que verdaderamente ha aprendido a ser rey. Tal disposición,
simplemente por novedosa, ha de resultar peliaguda de comprender y lo que es
peor, difícil de aceptar. Así, y a título de mera referencia, nos encontramos
ante el primer gobernante culto, de
hecho podríamos llegar a afirmar sin lugar a equivocarnos, que estamos en
presencia del primer monarca educado no solo para disfrutar de las prebendas
que el poder proporciona; estamos ante el primer rey capacitado para gozar a
partir de la comprensión si se quiere en
materia filosófica, de las emociones
que el verdadero significado del ejercicio del poder pueden llegar a
proporcionar. Carlos I supera así el mero lugar propio de la semiótica del
poder, para ascender al campo de la verdadera semántica.
Una vez se ha dado semejante paso, ya no se puede retornar
hasta el espacio de lo que podríamos llamar casillas
anteriores. Carlos I ha sido elegido.
Como si de una sagrada misión se
tratase, nuestro protagonista, a estas alturas ya protagonista del destino de
todo un continente, de un imperio que se extiende en ultramar, pergeña con visos de un sistema propio de un ritual los modos y maneras de algo predestinado en el sentido literal de la
palabra, de la acepción.
De esta manera, Carlos I inicia con paso firme el que será
largo y contundente transitar de la que acabará por ganarse a pulso la
consideración de dinastía más influyente, sin duda la más poderosa, de entre
cuantas desarrollarán su quehacer en España.
Un camino que comenzó hace ahora exactamente quinientos
años. Sin entrar en más detalles, incluso sin ánimo de más, me atrevo a decir
que el dato habría de suponer, por sí solo, un motivo de orgullo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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