7 de junio de 1494. Tordesillas, Valladolid. Emisarios
formalmente enviados componen sendas legaciones. Por un lado, Portugal, Juan II
defiende su particular visión del mundo. Para ser más exactos, juega sus cartas
en lo que constituirá su apuesta, la que ha quedado perfectamente a la vista
una vez que sus expediciones han afrontado la navegación a lo largo del
perímetro africano como la acción más adecuada o lo que es lo mismo, como la
que a priori promete mayores riquezas.
Al otro lado, los enviados de Isabel de Castilla y de
Fernando de Aragón; convencidos, en este caso aparentemente con argumentos no
ya sólidos sino ciertamente fundados, en base a los cuales no es sino hacia el
oeste hacia donde hay que arrumbar las naves si lo que se busca es
verdaderamente la aventura, y por supuesto la riqueza. Pero de
momento lo único asegurado tanto por lo uno como por lo otro, es el peligro.
Solo haciendo trampa seremos capaces de entender lo que allí
estaba en juego. Y una vez más la clave habrá de proporcionárnosla lo que desde
el eufemismo llamamos perspectiva. Recurriendo
una vez más al ardid del tiempo, y de la constante que del mismo se infiere
esto es, su pertinaz tendencia a desplazarse siempre hacia delante; ver con los
ojos de hoy las conductas y a la sazón las consecuencias de tales, nos
proporciona una suerte de satisfacción que para muchos podría tildarse como de una conducta infantil, Sin embargo, poco
o nada hay de infantil en un proceder cuyo conocimiento se muestra capaz de
explicar conductas competentes para entender a los que sin duda fueron nuestros
antecesores, pero adquiere además especial viso de trasfondo cuando se muestra
inequívocamente capaz de mostrarnos procedimientos del pasado de cuyo
desarrollo se infieren de manera casi necesaria consecuencias cuyos efectos
reiteran en nuestro presente.
Y todo porque en la firma de lo que hasta bien entrado el
siglo XVIII será el Tratado de
Tordesillas, las dos grandes
potencias del momento no solo se repartían el mundo entre sí, sino que se reconocían mutuamente atribuciones quién
sabe si con la esperanza de que el mutuo reconocimiento que de cara al mundo se
hacían, supusiera una clara advertencia para cualquier otra potencia que ya
fuera real, o emergente, se creyera
capaz de poner en peligro tal reconocimiento a corto o a medio plazo.
Tal y como resulta tras proceder de manera más que somera
con el intento de conocimiento cuando no con la certera aproximación a lo que
supondría el contexto lógico del mismo, lo primero que suele ponerse de
manifiesto es la evidente dificultad en la que nos veríamos inmersos si
consciente o inconscientemente intentásemos proceder reduciendo a una sola la
variable competente para erigirse en causa única del hecho cuestionado. Y como
es de suponer, El Tratado de Tordesillas no va a ser una excepción.
Convencidos de la absoluta conveniencia de proceder con una
primera aproximación conceptual, hemos de señalar la importancia que tiene el
referente específico del momento en el que se halla inscrito el hecho que
reclama hoy nuestra atención. El final del siglo XV, o más concretamente el
proceso destinado a suscribir el epitafio del la Edad Media , tiene no ya
en años como este, sino más bien en procederes del calado del referido, la
fuente de la que manan algunas de esas causas
por las que siempre nos hemos interrogado cuando ya sea de manera
consciente o inconsciente hemos hecho preguntas del tipo de qué lleva a la Historia a considerar
justificado un cambio de Era, Ciclo, o Periodo. Sin duda que los logros
cimentados con la firma de este tratado, y sobre todo el efecto que en el mundo
entero el mismo ha tenido a lo largo de su larga vigencia, se muestran
competentes por sí solos para justificar el amanecer de la Edad Moderna.
Porque cuando Cristóbal Colón pone pie en Lisboa el 4 de
marzo de 1493 pudiendo con ello dar por concluido el que la Historia denotará
como Primer Viaje al Nuevo Mundo; da
igual si Colón era o no consciente de la naturaleza de su logro, de lo que
aquellos que le enviaron sí eran totalmente conscientes era de las temibles
consecuencias que podrían devengarse en caso de que el asunto no se manejara con la destreza adecuada. Y
repetimos, solo podía ser con la destreza adecuada.
Y todo porque, en contra de lo que pudiera parecer, o
estuviera justificado interpretarse, el mundo, tal y como se concebía, estaba
inmerso en una terrible crisis.
Postulando la supervivencia del mundo a la capacidad que
para resistir a los envites de la realidad, tuviesen las estructuras creadas por aquellos que de una u otra manera
edulcoraban la propia realidad en pos de construirse una ficción de poder que
regaban gracias a su capacidad para comprender y compartir la interpretación de
las falacias por ellos mismos inventadas; podemos fácilmente identificar, y a
la postre ubicar en ellas las causas de tan grave crisis; tanto una suerte de
conductas como de valores aparentemente destinados a justificarlos, que por sí
solos avalan la caída en desgracia de cualquier postulado, así como de
cualquier realidad que ellos ose ampararse.
Podemos por ello concluir y por cierto que lo hacemos, que
el arranque del XVI es con razón considerado como el destinado a certificar el
despertar de una nueva era en tanto que la naturaleza de los procedimientos a
emplear para comprender los conceptos que sin duda se mostrarán eficaces para
aprender la nueva realidad, serán como poco, originales.
Así y lo que es más importante, asistiremos a la debacle,
podríamos decir que por superación, de
los conceptos y procederes que hasta el momento se habían erigido en único
capital lícito para enfrentarse al mundo, y a su comprensión.
Sucumben así de una u otra manera todos los preceptos.
En el terreno del poder, concepción, mantenimiento y
distribución; los viejos preceptos ven
ahora reducido su campo semántico al propio de componentes legendarios,
siquiera mitológicos. Así, la posición de los mayorazgos, y la posición de La Corona en relación a sus pactos con
una Nobleza que sucumbe si cabe con
más fuerza; condiciona de manera no solo evidente sino inapelable el paso a un
nuevo menester que por nuevo, rompe con lo establecido, generándose con ello
una posibilidad de trauma.
La comprensión del vuelco
terrenal parece evidente, y por ello se asume pero, ¿Acaso alguien puede
dudar del efecto que éste puede tener en el otro
poder, a saber el Metafísico?
Desde el inexcusable parecer de que los acontecimiento
desarrollados a lo largo de los últimos siglo habían consolidado un escenario
en el que el devenir de ambos estaba literalmente ligado; resulta impensable
defender la tesis por la que cambios de la magnitud de los esgrimidos pudieran
de manera alguna resultar insubstanciales para la sostenibilidad de los modelos
defendidos en este caso por la Iglesia Católica.
La relación entre ambos cuerpos es del todo indiscutible, y
alcanza en el momento señalado uno de sus hitos más solícitos. Así, la relación
entre el poder terrenal y el poder divino bullía. Para entenderlo, hay que
traer a colación siquiera brevemente el especial papel que para la estabilidad
de la Corona de España habría de jugar el Papa. La cercanía de sangre existente entre Isabel de Castilla y Fernando de
Aragón, hacía imposible la celebración de una boda convencional dentro de los cánones a efectos descritos por la tradición. De esta
manera, la supervivencia de las respectivas coronas y por supuesto la puesta en
práctica del ambicioso plan que para ambas tenían esbozado, requería de forma
imprescindible de una intervención superior dispuesta a avalar lo que la
naturaleza parecía empecinada en cuestionar. De esta manera, Alejandro VI
(Rodrigo Borgia), irrumpe en escena concediendo cuatro bulas que se resumen
como Las Bulas Alejandrinas de las
cuales, además de extraerse las consideraciones básicas que permiten la unión
de Isabel y Fernando; podemos y así hacemos extraer una serie de
consideraciones que en el terreno de la que podríamos dar como recién
inaugurada Política Internacional; hacen
casi imprescindible la celebración de un nuevo acuerdo que limite o cuando
menos identifique la corrección de las acciones de uno y de otro en tanto que
el Santo Padre había dado los pasos para hacer saltar por los aires el anterior
Tratado de Alcásovas.
Podemos así pues que, conforme a lo que ya dijo Menéndez Pidal, “bien pudiera ser que
estemos ante el primer acto en el que la Diplomacia tiene un verdadero papel
(…) pues no en vano se trata de la primera ocasión en la que las negociaciones
cuentan con el asesoramiento de peritos que, traídos por ambas Casas, resultan
de verdadero interés en tanto que sus aportaciones son tomadas en
consideración, al ser continuamente para ello requeridos”.
Para hacernos una idea de la importancia del Tratado,
señalar que con la salvedad hecha por la transgresión que contra el mismo fue
llevada a cabo por el Rey de Portugal Juan III; lo cierto es que el mismo no
fue legítimamente desposeído de atribución hasta el Tratado de Madrid de 1750.
Sea como fuere, el Tratado de El Pardo firmado once años después restablece la línea de Tordesillas, que no sucumbirá,
ahora ya sí definitivamente, hasta el 1 de octubre de 1777, con la firma del Tratado de San Ildefonso.
Sea como fuere, y una vez mas; alejado de las
consideraciones materiales, en la medida en que tal cosa sea factible, lo
cierto es que el Tratado de Tordesillas constituye otro de esos ejemplos
destinados no solo a comprender el pasado, sino más bien a legitimar la
intensidad del Presente.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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