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Pero sería Jovellanos sin duda un mal relojero, Lo seria
porque la concepción que el una vez tuvo del tiempo, de la que mención expresa
es su Diario, está no tanto que
alejada, habremos de decir más bien materialmente
enfrentada, de cuantas en su época se refirieron, cuando no se relataron.
Y no porque su época fuera impropia del Tiempo, más bien al
contrario; ni mucho menos porque de la misma resulte difícil obtener cuando
menos a suerte de corolario un instante propio, o incluso impropio. Lo cierto
es que la certeza del haber expresado hay que buscarla precisamente en todo lo
contrario. La época de Jovellanos transcurre
inmersa en lo que quién sabe si ilícitamente denominamos “Ilustración Española.” Bastará con decir que si bien ahora mismo
podemos haber despertado un intenso debate que enfrentará a los múltiples
seguidores de la tesis según la cual en
España no llegó a haber nunca una Ilustración real; con los escasos que no
de miras, sí tal vez de número, que aspiran a poder ratificarse en lo
contrario. ¿Que por qué entonces llega a existir tamaño debate? Porque la
certeza que la existencia de personas como Baltasar Gaspar Melchor María de
Jovellanos dejan en nuestro seno, en nuestra impronta, es tan grande; que
constituye motivo suficiente para no solo abrir un debate, sino para crear una
época que al albor de las concesiones que su propia vida alimentará, y la cual
podremos dar por cerrada en el instante inmediatamente posterior a que su
muerte se haya producido.
Es así que Jovellanos es, tal vez, el único auténticamente Ilustrado de los que se dotó
este país. Versado como tal en múltiples materias, a la par que docto en la
mayoría de ellas, éste asturiano, de Gijón sin duda, o para más seña;:
constituirá, y uso el verbo con especial cuidado en tanto que consciente de las
responsabilidades que el mismo depara; la última oportunidad que las españas tendrán en tanto no ya de
incorporarse al curso que los nuevos tiempos marcan, cuando sí más bien de no
perder definitivamente siquiera el tiempo del que ellas mismas, quién sabe si en un último ejercicio de ese chovinismo al que tan acostumbrado nos
tienen, se han dotado.
Porque sí, Jovellanos fue ya testigo de uno de esos
periplos, a partir de entonces no ya excepcional, cuando sí incluso múltiples,
en los que “La Idea de España” se veía terriblemente amenazada.
Es la materia de la que por entonces está conformada cada
una de las españas, estrictamente temporal, si es que el tiempo puede dotar de
consistencia a algo. Resulta la idea no vana, cuando sí especialmente adecuada,
si tenemos en consideración que precisamente son las ideas, que luego
degenerarán en ideología, las que terminen no tanto por justificar, cuando sí
más bien por provocar, los acontecimientos ya sean éstos reales, o incluso
metafísicos, que terminarán por hacer saltar por los aires de manera
injustificada los sueños en este caso pertenecientes no solo a Jovellanos, como
sí más bien a toda una generación.
Es así testigo Jovellanos del proceso destinado en última
instancia a poner de manifiesto el cisma que separa la España del Antiguo Régimen; del proyecto moderno
que algunos pretenden inferir a priori tan solo de la justificación que otorga
la propia época; en aras de asentar algo que sin duda y como por entonces ya
viene siendo lo habitual en la época, parece pillar siempre desprevenida a
España y que no es otra cosa que la constatación de que las tendencias propias
de esa revolución llamada Ilustración, que ha triunfado en toda el continente,
seguro que aquí también podrá pergeñar un gran desarrollo.
Tendrá así pues que luchar la Ilustración con el más
peligroso de los enemigos, el de la desconfianza
histórica. Y tal enfrentamiento, sin cuartel y sin prisioneros, lo llevará
a cabo por medio de Jovellanos.
Sería injusto decir que era Jovellanos un Hombre Especial. De hecho, afirmar tal
cosa además de mentir, supondría arrebatar a nuestro protagonista su logro más
importante; un logro que se descifra a partir no tanto de la aceptación de sus
consecuciones, como sí más bien de la comprensión de los protocolos que hubo de
pergeñar en pos de la consecución de lo que luego y finalmente se coronaría
como logro de sus satisfacciones. Primera conclusión: No es Jovellanos un
filosofo, cuando sí más bien un empirista, pero tal vez el mayor de todos los
que nuestro país ha hecho grandes a base de no merecerlos.
¿Significa esto que Jovellanos no creyera en la Filosofía?
En cierto escrito a Juan Manuel Valverde leemos: “…Y es así, amigo mío, que de
verdad te aconsejo te atreves a pensar por ti mismo, pues la experiencia me
dice que abarcarás más empleando un cuarto de hora al uso intenso de tu
imaginación, que dedicando tres años al estudio de los grandes pensadores los
cuales, por muy grandes que sea, pertenecen ya tanto ellos como sus
aportaciones, al pasado.”
Va así pues ya siendo hora de que determinemos cómo era
Jovellanos, no solo en tanto que por su obra, como si más bien por su
conciencia. Acudimos así pues y cómo no a la imagen que uno de sus amigos nos
regala, concretamente al pintor Ceán
Bermúdez, el cual de manera nada grandilocuente nos aporta las líneas del
que sin duda es un gran hombre: “Se
trataba de un hombre religioso sin afectación, ingenioso, sencillo, amante de
la verdad, aficionado al orden, suave en el trato, firme en las resoluciones,
incansable en el estudio, fuerte para el estudio.”
Empezamos pues a perfilar así la idea de un Jovellanos ante
todo, complicado. Un Jovellanos del que quizá la mejor certeza que podamos
extractar de lo dicho hasta el momento sea no tanto su desprecio hacia lo
pasado, como sí más bien su desconfianza ante la mera insinuación de que nada
del pasado pueda sernos útil.
Porque ese concepto, el de utilidad, y en especial el
sentido tan personal que Jovellanos le aplica; sin duda se conviertan en el más
importante de cuantos elementos tengamos cuando no para dibujar la imagen de
Jovellanos, sí tal vez para perfilar la línea de pensamiento de un hombre tan
sin par.
Un español que resulta y se comporta para España, de
parecida manera a como un modismo lo
hace para con un idioma. Así, resulta insatisfactorio a la hora de hacer
depender del mismo cualquier definición que al respecto queramos hacer; y sin
embargo hace pasar por insatisfactoria cualquiera definición que al respecto
queramos hacer, y pretendamos llevar a cabo sin mencionarlo explícitamente.
Pero es Jovellanos mucho más que un verso suelto, mucho más que una
pieza que nos sobra tras haber montado una máquina por primera vez. De
hecho, de darse tal verso, justificaría en sí mismo la concepción de toda una
rama del arte a partir de la cual darle noción de existencia. De ser tal pieza,
bien podríamos revisar todas y cada una de las nociones que al respecto de
ingeniería se tuvieran pues tamaña pieza, o bien mejoraría el funcionamiento de
la moto en cuestión, o nos mostraría el camino para diseñar motos más
eficientes.
Todo eso, nada más, y nada menos, era Jovellanos. Un parnasianista anticipado en tanto que se
muestra capaz de llevar a cabo todas y cada una de sus acciones como poseído
por una fuerza imparable; a la par que el primero y seguro que el último de
cuantos Kantianos pudieran haberse
consolidado en este país puesto que para tal condición sea real, hace falta
dedicarse en cuerpo y alma a la consecución de las cosas por mero respeto a las cosas mismas. Y de eso no es algo de lo que
anduviéramos muy sobrados en España por entonces.
Ni por entonces, ni qué decir tiene que por ahora tampoco. De hecho, tal vez por ahí haya que empezar a
buscar el hilo que nos lleve a desmadejar el ovillo que nos haga comprender el porqué del lamentable olvido que se
traduce cuando nadie osa mentar, ni por asomo, el que en este caso viene a ser
el 204º aniversario de la muerte de Baltasar Gaspar Melchor María de
Jovellanos. Una pérdida que hará zozobrar la por otro lado apasionante obra
de la Ilustración española, la cual a la sazón y como siempre se halla en la
base de las que son nuestras mejores cosas. Dos siglos después, tamaño olvido
supone el mismo menoscabo de la prudencia por parte de nuestras últimas
administraciones y que viene a explicar la desdicha y marasmo actuales. Se
demuestra así pues el olvido como una muestra de lo que Freud denomina lapsus memoriae, que reprime así la
imagen de quien bien podría dejarnos en evidencia
Terminamos así pues este fracaso en el que una vez más se
erige nuestro estéril intento de mostrar algo. Un intento que en este caso
concreto se perfila como nunca antes lo hemos hecho de mostrar a alguien. Por
ello tal vez el mejor Jovellanos sea una vez más el que está en nuestra mejor
pinacoteca, en El Prado. Allí, el
retrato que Goya pintara por 1798 es el único que realmente está a la altura,
como si de hecho estuviera anticipando y supliendo los desdenes. Goya pone todo
su genio, en pos de mostrarnos el drama vital de un hombre, nuestro personaje,
ya político y a la sazón ministro de Gracia y Justicia al que, nada menos, le
duele España.
En ese dolo está la raíz de esa congoja, de esa fatiga que
el cuadro describe con esa cabeza ladeada sobre el brazo izquierdo, a modo de
báculo de desaliento. Y detrás, la estatua de Minerva como apuntando la sima
inexorable que media entre lo ideal y la realidad. muestra del dolor íntimo,
incomunicable y personal porque ¿acaso puede doler un país?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.