Se mecen de forma sosegada sobre nosotros las hojas de unos
árboles que, como nosotros, en breve dejarán de estar aquí para, a partir del
inconsciente que de nuevo impera, hacernos mucho más conscientes de nuestro
propio devenir, o quién sabe si de la locura a la que a menudo se ve enfrentado
el Hombre en la medida en que como ningún otro elemento de esta creación con
tantos compartida, es en realidad conocedor de la última consecuencia, de la
terrible conclusión a la que indefectiblemente nos conduce nuestro devenir.
Conscientes pues, no tanto del árbol cuando sí más bien de
la sombra que sus hojas proyectan sobre el suelo que con todo y todos compartimos;
para comprender a la sazón de su mecer el estremecimiento que en realidad nos
proporciona el saber que somos los únicos que conocemos el fatal desenlace al
que inexorablemente nos conduce lo que por otra parte se define como nuestra
única verdadera obligación a saber: vivir.
Y si saber que vivir no es sino lo que nos conduce a la
muerte es precisamente lo que nos diferencia del resto de realidades, me resisto a decir de
creaciones, con las que compartimos todo lo que nos rodea y asumimos en
llamar realidad. ¿Qué será lo que por
otro lado nos diferencia del resto de elementos junto a los que conformamos la
realidad? Pues obviamente la diferencia habrá de estar en el procedimiento, en
la forma que elegimos para vivir nuestra vida.
Es así pues que una vez abandonada aunque sea ni siquiera
por accidente la posibilidad de ser superficial,
lo único que resulta cierto es que una vez asumida la certeza en base a la
cual la última causa de muerte es la vida
en sí misma, las consideraciones
hasta hace unos instantes trascendentales e incluso absolutas, quedan reducidas
a una nueva cuestión de semántica y protocolo: ¿Qué quiero para mi vida? Y una
vez sabido o decidido: ¿Cómo puedo conseguirlo?
Reducida la cuestión, al menos a priori, a preceptos de
dialéctica procedimental; comprobamos rápidamente que una vez más la ecuación
nos conduce a un desarrollo en el que se enfrentan condicionantes propios de la
aptitud, con otros tan o más importantes, a saber los que proceden de la
actitud.
Dotando a la aptitud de consideración estructural, por ende
natural y dogmática; y definiendo por oposición los componentes propios de la
actitud como los que proceden del uso y ejercicio natural del hombre, estando
por ello los mismos limitados como lo están los propios hombres; llegaremos a
una obvia aunque no por ello lógica conclusión en base a la cual la perfección,
compleja no tanto por su inexistencia cuando sí más bien por nuestra
incapacidad para aquiescer con los ejemplos que probablemente nos regala; habrá
de alcanzarse a partir de una suerte de conjugación de todos los elementos que
hasta el momento hemos puesto en juego.
Tal conjugación parece, en nuestro aquí, y en nuestro ahora,
inasequible por inexorable. Sin embargo un joven abulense lo consiguió. Y lo
hizo en la segunda mitad del XVI.
Respondiendo a la lógica de esa paradoja en la que acaba
convirtiéndose el hecho de que poco o en realidad nada estamos destinados a
saber de los que, al menos a priori, parecían no estar destinados a aportar
grandes cosas; nada es realidad lo que sabemos de un Tomás Luis DE VISTORIA del
que solo por referencias indirectas podemos cifrar su nacimiento, a finales de
1548, el cual seguro hubo de tener lugar en alguna de las pequeñas poblaciones
cercanas a Ávila, quién sabe si efectivamente en Sanchidrían.
Profundizamos un poco más en lo que la lóbrega documentación
archivística desea desvelarnos, lo cual es bastante poco haciendo de tamaña
percepción algo más que una impresión, para deducir, porque en un verdadero ejercicio detectivesco se convierte el
establecer conclusión alguna hasta el ingreso de un joven Tomás que a la postre
no contaría con más de ocho años; en el coro de la Catedral de Ávila, hecho que
tiene pues lugar a mediados de 1558.
De una extraña combinación de factores se extrae que estando
precisamente por entonces en Ávila nada menos que Bartolomé de ESCOBEDO, del
mismo recibiera tanto clases como por supuesto percepciones en relación no solo
a la composición, como sí más bien a consideraciones de orden si cabe más complejo
como son las destinadas a pergeñarse en los elegidos, a los cuales viene en
este caso a dotar no solo de la
exquisito de la sensibilidad, cuando sí más bien de la exclusiva capacidad que
solo los elegidos poseen y que se materializa en el poder de descubrir la
genialidad (¿tal vez de la obra de Dios?) en las cosas más pequeñas del mundo.
Y si la aportación de ESCOBEDO por sublime aunque fugaz,
merece ser muy tenida en cuenta, lo cierto es que serán Maestros de Capilla
como Jerónimo de Espinar, y fundamentalmente Juan Navarro quienes despierten
primero y moldeen después la amalgama de sensaciones, emociones y desarrollos
que la Música despierta ya de manera irreversible en un jovencísimo Tomás que
más que apuntar aptitudes, muestra ya
las que sin duda serán dotes ingentes no solo para la Música en todas sus
acepciones, como sí más bien para la revolución que de la misma habrá de
erigirse en gestor.
Porque sin duda en eso, o quién sabe si en el múltiple
compendio de aspiraciones hacia las que apuntaba la ya por entonces ingente
capacidad de Tomás Luis de VICTORIA fue
en lo que se fijó nada más y nada menos que PALESTRINA cuando a consecuencia
del que será el primer viaje a Roma de un por entonces joven Tomás, termina
siendo por él tutelado.
Accederá así pues Tomás a lo más sereno, adecuado, y por qué
no, conforme de cuanto la musicalidad del momento refiere a la hora de erigirse
en la perfecta exposición de una religiosidad que por tamaño entonces, ha de
mostrarse muy limitada, interfiriendo más que ayudando en lo que por entonces
se entendía como una mera relación de servilismo: (La Música obviamente al
servicio no tanto de la Religión, como sí más bien de los Oficios Religiosos.)
Se negará pues de
plano a que de su trabajo, o en este caso de su composición se devengue
cualquier suerte de contemporización hacia tales consideraciones, aportando a
sus creaciones un matiz incontestable que si bien viene a refrendar la tesis de
la participación del Hombre en la Comunión con Dios a través de la Música, lo hace
modificando sin duda el plano a partir del cual esta relación se desarrolla.
Estamos así pues cimentando la revolución en la que a
posteriori será incluso sencillo reconocer los principios del Renacimiento Español, pero que por aquel entonces
serán muy difíciles incluso de ubicar en pos de justificar su necesidad, toda
vez que implementados con fuerza en el devenir del que es el presente histórico
del Maestro, se hallan todos y cada uno de los cánones que por otro lado son
perfectamente obvios a la hora de escenificar si no la guerra cuando menos sí
algunas de las batallas que por entonces se libraban, las cuales no eran sino
reflejo de los cambios que apuntaban hacia los nuevos tiempos, aquéllos que
habrán de venir y que en el caso que nos ocupa se muestran en el permanente
estado de revisión en el que se encuentran cuestiones de carácter, digamos matricial tales como la relación que ha
de existir entre el poder terrenal, expresado obviamente por la Monarquía, y el
poder de Dios.
Como siempre, algo más que una cuestión de contexto. O por
ser más coherentes, al menos en este caso, una de esas cuestionas en las que
con más fuerza afecta el contexto, en sus más diversas acepciones.
Un contexto que apunta hacia un cambio. Pero no como podía
ser de suponer, hacia un cambio sutil. En España, elemento que utilizamos desde
el plano obvio, la hegemonía que a título conceptual se ejerce desde la
autoridad que da el erigirse en prácticos monopolistas del Gobierno a lo largo
del siglo XVI, Carlos I y Felipe II logran imprimir a todo lo que hacen, y su
acción de Gobierno tiene efectos que se extienden por todo el mundo; una nueva
manera de hacer a consecuencia de la nueva manera de entender el mundo que se
esta reescribiendo.
Así, un culto, elegante y a la sazón incluso sutil Felipe
II, logra entender pronto y lo que resulta más interesante, a tiempo, la
importancia que se deriva de la imprescindible revisión que los cánones desde
los que se ha comprendido todo, necesitan. La prueba, es evidente y surge de
comprender hasta qué punto los cambios imprescindiblemente apuntados para la
música son el reflejo de una Sociedad que igualmente está cambiando.
Así, de una manera en apariencia accidental, pero en
cualquier caso magnífica, identificamos en el binomio Felipe II-Tomás Luis de
Victoria a dos grandes genios, incitadores cada uno de ellos en sus respectivos
campos, de sendas revoluciones las cuales, con todo, presentan multitud de
puntos que son abierta y necesariamente, confluentes.
Podemos así pues concluir, que los radicales cambios que
Felipe II tuvo a bien llevar a cabo en aras de lograr lo que él mismo definiría
como la definitiva renovación del Mundo, habrían
de llevarse a cabo bajo el marco que la Música que Tomás Luis de Victoria
componía, bien para la ocasión, bien a causa de los efectos que la ocasión
hubiese tenido.
Es así que ambos se revelan como sendos iluminados. Felipe II veía claro el nuevo mundo hacia el que deseaba conducirlo todo y a todos. De su
clarividencia, inexorablemente, resulta que nada, incluyendo nuestro aquí y
nuestro ahora puedan no ya definirse, ni siquiera entenderse, sin tener por
otro lado muy claros los modos y las formas desde las que aquél estadista se
movía.
Para el caso de VICTORIA, no tanto sus acordes, como sí más
bien el nuevo contexto que para la expresión de los mismos construye, le llevan
a superar el Renacimiento. Lo justo pasa por expresar que anticipa el Barroco,
Y no nos quedamos cortos al observar que su presencia se hace palpable incluso,
en formas y maneras del presente dentro de las que pocos se atreverían a buscar
estructuras incipientes del Siglo XVI.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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