sábado, 8 de agosto de 2015

MIRADME A MÍ QUE ME HE CONVERTIDO EN LA MUERTE, EN LA DESTRUCTORA DE MUNDOS.

La cita, extractada directamente del diario personal de uno de los más directos colaboradores de Robert OPPENHEIMER, responsable del Proyecto Manhattan, a la sazón la estructura científica que según algunos dotó de cobertura científica a lo que no era en realidad sino un ejercicio que desde el principio se asemejó demasiado a jugar con fuego.

“El Ángel Exterminador derramó su copa. El Sello del Templo se rompió, y una voz que emergía desde lo más profundo dijo: Ya está hecho”.

De tal viso se percibe la continuación de la cita en la que lejos de hacerse necesarios metódicos procederes analíticos, lo más evidente parece, como en muchos otros casos, proceder con una visión de contexto, integradora. El resultado, parece obvio, tal vez logremos encontrar una más de las muestras que la Realidad y la Historia nos regalan en pos de identificar en nuestro hacer la ingente capacidad para destruirlo todo y a todos. Capacidad casi exclusiva en la naturaleza, la cual por otro lado tantas y tantas veces ha tenido que sufrir las consecuencias.

Así, y a la vista del magnífico carácter del que sin duda están revestidos tantos los acontecimientos como especialmente las consecuencias de los hechos de los que hoy damos si no cuenta, al menos interpretación; lo cierto es que poco a poco va tomando no solo sentido, sino que a la postre acaba por revelarse como lo único competente a la hora de evaluar lo terrible de la Historia. Una condición tan terrible que puede resumirse en una sola frase: El Hombre, incapaz de emular a Dios en su esfuerzo en pos de crear, trata de imitarlo en lo más burdo, mostrándose así como un “alumno aventajado” en lo concerniente a la otra labor, la que pasa por destruir”.
Por ello, encontrar el guión que nos conduce a nuestro presente, escrito en un compendio de mandamientos hindúes de hace más de tres mil años, dentro de los cuales el mismísimo Nietzsche hallaría sin grandes esfuerzos a su gran creación, a Zarathustra, lejos de ser una locura, o de suponer una temeridad, acaba por convertirse, si es que algo de lo referente a este tema merece tal consideración, en lo más normal, por no decir evidente.

Se convierte el destruir en una tentación para la que sin duda el Hombre está siempre preparado. Con todo, ello no significa que necesariamente haya de ser éste el mejor ni siquiera el más acertado de los planes. De parecida guisa sin duda hubo de argüir el recién estrenado Presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, cuando el 25 de abril de 1945 el Secretario de Guerra Stimson pide audiencia para comunicarle lo que literalmente constituye “un gran secreto”.
Henry Stimson procede entonces a desgranar a grandes rasgos lo que desde 1939 viene constituyendo la apuesta de Estados Unidos por el proceder nuclear. Un proceder ciertamente titubeante, al menos en sus inicios, pero que poco a poco y en especial a partir de los acontecimientos del 7 de diciembre de 1941 verán substancialmente incrementados tanto los fondos como fundamentalmente las expectativas en pos de las cuales todo se verá organizado. El Proyecto Manhattan, iniciado en 1939 estaba a punto de finalizar.
Dentro de cuatro meses habremos terminados, probablemente, el arma más temible de la historia de la Humanidad. Una bomba capaz de destruir una ciudad entera”. El Presidente tardó unos segundos en contestar: “No me siento cómodo sabiendo que semejante arma existe”.

Una vez más, y para tratar de comprender al menos en su justa perspectiva los términos bajo los que tamaña aberración se gestó, hemos ¿cómo no? de retroceder en el tiempo buscando en este caso los acontecimientos que tienen lugar en agosto de 1939, y que para más seña se desarrollan en torno a la conversación que mantienen el por entonces Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y Albert Einstein.
A título de contexto, traer a colación que en aquel momento la tensión en Europa más que presagiar, convertía en inminente el conflicto. Por ello, el científico se siente en la obligación de poner sobre aviso como así hace al Presidente de su certeza, según la cual, Alemania se encontraba, siempre según su opinión, en disposición de fabricar una bomba nuclear pues cuenta con los científicos, la industria y el uranio.
Se hace pues, siempre según la lógica de esta apariencia, imprescindible reaccionar promoviendo cuantos esfuerzos se hicieran necesarios en aras de finalizar a tiempo la construcción de un artefacto capaz de contrarrestar lo que fuera que Hitler pudiera llegar a construir.

El Presidente reacciona creando el Comité Consultivo del Uranio. Su misión: Estudiar el asunto.

Pero las otrora circunstancias que al menos en apariencia habían ayudado a Roosevelt, dilatando el proceso y permitiéndole disimular al respecto amparado si cabe en la certeza de que los métodos comunes eran los más eficaces en el desarrollo de una guerra que hasta ese preciso momento se había desarrollado atendiendo a esquemas convencionales; saltan por los aires sin el menor recato, ¿qué decir del disimulo? con un presidente que recién nombrado ha de justificar muchas cosas, entre otras el propio hecho de haber sido designado.
Es así como Truman es arrastrado a la laguna oscura que alimenta la certeza promulgada por los que defienden la utilización del arma, revistiendo de cinismo el asunto desde un argumento soez cual es de afirmar que la utilización del arma supondrá a la larga una ventaja que quedará resumida en la reducción de bajas que al respecto de la comparación que habría de hacerse de proceder con métodos convencionales, serían de suponer desde el punto de vista de la prolongación de la guerra.

Abrumado por ésta y otras parecidas exposiciones, Truman convoca lo que se conoció como un comité integrado por las más altas personalidades en el campo científico, educativo y político para escuchar sus opiniones y consejos.
Tras dos meses de debates confidenciales, se impuso el criterio de utilizar la bomba, amparado en la consigna de que la misma estaba llamada a evitar la muerte de muchos soldados… ¡Incluso japoneses!
Lo cierto es que no menor peso tuvieron otros argumentos, entre los que destacan por supuesto los que sin contemplaciones hablaban de la necesidad de justificar la inversión efectuada, o los que creían justificado su uso porque satisfaría la duda científica que se había despertado en torno a los resultados de una explosión de aquella naturaleza.

En cualquier caso, las consideraciones morales, humanitarias y por supuesto políticas, hacía tiempo que habían sido denostadas.

Como prueba de la condición de espectáculo circense de la que llegados a semejantes alturas tenían ya cuales quieran que fueran las  consideraciones que no fueran estrictamente militares; en el transcurso de las conversaciones se logró finalizar la construcción con éxito de un total de cuatro artefactos merecedores de la absoluta consideración de nucleares. Las bombas, dos de uranio y dos de plutonio respectivamente, respondían en aquel momento a todo el asombro y la expectación que levantaban, máxime cuando todavía no se tenía una imagen muy aproximada en torno a la consideración de cuál era, ciertamente, su verdadera capacidad.
A las 05:00 horas del 16 de julio de 1945 Oppenheimer apretaba el disparador provocando apenas 30 segundos después la detonación del primer artefacto de tecnología atómica construido por el Hombre. El estruendo sorprendió a los habitantes de la comarca. Hombres y animales se vieron aturdidos por lo que parecía ser la salida del sol a una hora y en un lugar que no eran los habituales, precedidos de un rugido que parecía preceder a lo que no podía ser sino la llegada del Juicio Final.

Truman es informado inmediatamente.

El 6 de agosto de 1945, a las 02:45 horas, al mando del coronel Paul Tibbets, un  B29 bombardero de incursión medio bautizado como Enola Gay, despega de la isla de Tinian en las Marianas. Transporta el artefacto de uranio denominado Little Boy.

Hiroshima apenas se ha despertado cuando las defensas antiaéreas inician una serie de tímidos e infructuosos disparos contra un bombardero que vuela a más de 10.000 metros.
A las 08:15 horas el arma es soltada, y el coronel Tibbets provoca un radical giro destinado a alejar lo más rápidamente posible del lugar tanto al aparato como a los hombres.
La bomba cae de manera libre, hasta que un pequeño paracaídas detiene su descenso y el arma detona a 580 metros sobre la ciudad. Se liberan 12.5 Kilotones, el equivalente a 12.500 toneladas de TNT.

El resto, en especial sus consecuencias, son bien conocidas y pueden, siempre según mi opinión, refrendarse en un único hecho. A día de hoy los Estados Unidos siguen siendo la única nación que ha hecho uso de armas nucleares.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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