10 de junio de 1865. La noche cae una vez más, tediosa,
impactante; pero sobre todo justiciera, sobre las por entonces todavía
mortecinas calles de una inconsciente Munich. Nada ni nadie es consciente de lo
que está a punto de ocurrir. Ricos y pobres, nobles y vasallos están a punto de
enfrentarse, lo quieran o no, con uno de los juicios más inciertos que existen,
aquél que procede de la aptitud de la que se haga gala para comprender una obra
wagneriana. El otro juicio, si es que
os interesa saberlo, es el que procede de Dios. La gran diferencia entre ambos:
De Dios cabría esperarse piedad. De Wagner…
Citarse con Wagner, consiste en realidad en citarse con la Historia. O por ser más
concretos, o quién sabe si más sinceros; con la parte de la Historia que le
interesa a Wagner; lo cual viene generalmente a coincidir con la parte de la
Historia que más le interesa a Alemania…Porque Wagner es Alemania. Para ser más
exactos la conciencia de Alemania, la certeza de Alemania…la esperanza de
Alemania.
Y todo ello en un momento en el que la comprensión del
presente convierte en decrépita toda acepción del pasado, a la vez que nos
obliga a ubicar en la neblina del futuro cualquier acepción de trascendencia
motivada en los deseos de comprensión de un futuro.
El siglo XIX colapsa. Si tamaña afirmación tiene sentido en
cualquier país de Europa, ¿en qué lugar deja a Alemania? Una Alemania que más
que no saber adaptarse, ha hecho suyo el eslogan de hundirse de manera rauda,
pero sin perder su orgullo.
Tamaños son los manantiales de los que ahora y siempre
beberá. La Filosofía de Arthur Schopenhauer. Las aventuras de Mathilde
Weshendoch. La nueva corriente de Economía de Blesmch. En definitiva los
condicionantes perfectos para, en este caso, incidir de manera directa en la
concepción de una realidad tan inexorable como unívoca, la cual redundará como
pocas en la constatación de una necesidad, la de una figura como Bismarck.
Porque si bien siempre hemos aceptado la dirección única del protocolo igualmente
aceptado que consagra la comprensión de los preceptos que definen a un Estado
así como a su Historia en la medida en que podemos comprender tales principios
en el ya convencional esquema Economía-Sociedad-Política-Religión; tal o tales
consideraciones lejos de minorar su impacto en lo concerniente a las variables
propias o con capacidad de incidencia en la Alemania de la segunda mitad del
XIX, vienen en realidad a agudizar su impacto toda vez que las mismas, su
comprensión y por ende su estudio, acaban por rebelarse como las únicas
destinadas a aportar algo de luz a la
hora de tratar de comprender no tanto el modelo de país ¿o deberíamos decir de imperio? En el que parece haberse
instalado Alemania.
Se encuentra por aquel entonces Alemania jugando al más
peligroso de los juegos, y lo hace desde la más peligrosa de las posiciones.
Cuando Alemania, que no el Pueblo Alemán, se da de
bruces con la realidad que se esconde tras las revolucionarias concepciones
que el nuevo siglo trae, los efectos del inevitable choque no tardan en
producirse. Lo que ocurre es que algo que de haber ocurrido con cualquier otro
estado, y en cualquier otro momento, se hubiese resuelto de una manera más o
menos convencional, esto es, provocando una o varias crisis de adaptación de las que todos hubiesen aprendido; tiene, en
el caso de Alemania una forma no ya tanto de resolución, sino que basta el
planteamiento, muy propia y a la sazón particular. En resumen, no es Alemania
sino el resto del mundo quien, si de verdad lo cree necesario, ha de cambiar.
En lo que concierne al Imperio Alemán. ¡Su salud sigue siendo perfecta!
Pero también lo era, al menos en apariencia, la de El Canciller de Hierro. Y al final, cumpliendo con
lo inexcusable de la última cita, éste
también salió al encuentro de la Walkíria. ¿Dónde reside entonces la
diferencia? ¿Dónde radica el elemento qué, a título de catalizador, hace
visible lo invisible; y nos ayuda a comprender lo que hasta por aquél entonces,
solo intuimos?
Pues obviamente, en el Espíritu
Alemán. Eso que permanece inalterable entre todo lo que es, hasta ahora,
relativo. Eso en lo que redunda una concepción Necesaria, protegida y a salvo en medio de un mar de contingencia.
El Espíritu Alemán. El Espíritu que subyace a la composición
de “Tristán e Isolda”.
Es entonces cuando toma sentido la diferenciación que hemos
hecho líneas arriba, y que en principio podía parecer injustificada, separando
por un lado al Pueblo Alemán, discerniéndolo de la Política Alemana ,
o por ser más escrupulosos, de aquéllos que ejercen o ejercieron la Política Alemana.
Para hacerse una idea de lo que quiero decir, basta con
ponerse en situación, más en concreto con la que se puso de manifiesto a
finales de agosto de 1918 cuando las potencias aliadas contra Alemania todavía
le ofrecían a ésta una solución dialogada
de lo que por entonces no era ya sino una situación altamente angustiosa en
lo concerniente sobre todo a disposiciones de cara a mantenerse en la I Guerra Mundial.
“No”, fue la respuesta. “Alemania aguantará”. ¿Por qué? Ahí es donde
precisamente entra en juego el Espíritu Alemán.
El Espíritu Alemán. ¿Una entelequia? Tal vez, pero lo cierto
es que en los últimos dos siglos se ha convertido en el más valioso de los
ingredientes de cuantos han venido a conformar las Alemanias que ad quore se han ido pergeñando en Europa. Alemanias que en su diversidad, cuando
no en su unicidad, esconden en
realidad las esencias trasmutables y por ende cambiantes de una Espíritu Europeo
tan contingente como el de la propia
Alemania. O que por ser más exacto, tal y
como de nuevo la actualidad se empeña en poner de manifiesto, avanza en un
trance que se traduce en una relación de proporcionalidad inversa o sea, lo que
es propicio para Alemania no lo es, incluso se vuelve pernicioso, para los
intereses del resto de europeos.
Es entonces cuando mayor sentido aunque no por ello mayor
significado adquieren las palabras del
Canciller, cuando afirma que “Nada
que requiera de la fuerza para su consecución será en realidad merecedor de la
utilización de la misma, ni siquiera para Alemania”.
¿Palabras visionarias? No, sencillamente palabras muy
lúcidas propiciadas por alguien qué, al contrario de lo que por entonces era
habitual, sí disponía de toda la información. ¿Dónde radica entonces la
diferencia? Obvio. Bismarck no es, por supuesto, una persona habitual.
Que por qué consiguió Bismarck mantener el equilibrio de
poder en Europa. Sencillamente porque conocía como nadie el espíritu alemán. Y
lo manejaba como nadie en aras de imponer una serie de condicionantes que si
bien fuera tenían una consecuencia determinada, dentro eran interpretados de
una forma muy diferente. Tal vez por ello Alemania y Europa pudieron bailar juntos sin pisarse los pies hasta
1912, aunque luego pasara lo que pasara.
Es entonces cuando de tener clara la relación entre Bismarck
y Alemania; la que existe entre Wagner y “Tristán e Isolda” emerge rauda y
cristalina con la misma si no con parecida fuerza.
No comprenderla significa reducir a Wagner a la condición de
folclorista; y decir que “Tristán e Isolda” es una ópera.
Wagner personifica el Espíritu Alemán. Se sacrifica
literalmente por el desarrollo del mismo. Y como ocurre siempre con los grandes
aspirante a mártires que más que
vivir no hacen sino pergeñar su muerte en un óbito espectacular, se sacrifica
destrozado por la grandeza de aquello que intenta sintetizar confabulándose con
la Historia al constituirse en el ingrediente final de lo que supone el Gran Dilema: “Le importaban en realidad algo
los demás, o por el contrario solo los utiliza una última vez en aras de su
último y desconocido juego”.
Sea como fuere, el resultado es en última instancia lo que
nos congratula, a la par que nos congracia con el autor.
Tristán e Isolda. Una parte dentro sin duda de un todo que,
si bien nos resulta inaccesible, no es sino asequible para los instrumentos
emocionales.
Abandonemos pues la razón durante unos instantes, y tratemos
de comprender a Wagner, en lo que sin duda se trata del grito silencioso tras el que se oculta el Espíritu Alemán.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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