Cuatro de junio de 1465, inmediaciones de la ciudad de
Ávila. Tras cumplir con la obligada celebración de una misa, quién sabe si para
encontrar en lo mítico el valor para asumir lo que a continuación iban a hacer,
o si para consolidar en una autoridad
superior la consagración de los vacíos de los que evidentemente adolecía
los que a continuación iba a suceder (y de lo que muchos de los que lo
presenciaban no estaban del todo seguros); el arzobispo de Toledo, el conde de
Plasencia y el conde de Benavente fueron, uno tras otro, arrebatando a una
figura al efecto compuesta y que de forma satírica representaba al Rey, Enrique
IV; todos y cada uno de los símbolos con los que se identificaban respectivamente
las funciones de poder de un Rey a saber: la corona, símbolo de dignidad; la
espada, símbolo de la capacidad para impartir justicia y el bastón, símbolo
definitivo y eficaz de la acción y efecto de gobernar.
A continuación, el muñeco en cuestión, desposeído ya de
manera definitiva de todos y cada uno de los elementos que a priori le habían
conferido deferencia, rodaba por el suelo tras haber sido pateado por Diego
López al grito de “¡Al suelo, puto!”
La merecida aproximación a la singular situación a la que
hoy hacemos mención, merece como en muchas otras ocasiones una predisposición
especial destinada no tanto a concienciar la sensibilidad, cuando sí más bien a
definir una percepción de los acontecimientos determinada a partir de la
comprensión no tanto de los hechos en sí mismos por más que como en el caso que
nos ocupa éstos resultan por sí mismos lo suficientemente explícitos; cuando sí
más bien a poner de manifiesto la indefectible
consecución que los mismos tenían, en tanto que valoración de la inevitable
situación a la que los mismos daban lugar.
Y todo, porque la Farsa
de Ávila se constata en sí mismo como un fenómeno tan complejo de asumir,
como más si cabe de aceptar toda vez que las consecuencias que a todos los
efectos desencadenan participa como pocos de esa certeza que convive en todos
los grandes hechos, la certeza de
saber que a partir de entonces nada volverá a ser igual.
Mas como podemos fácilmente más que imaginar, me atrevería a
decir que deducir; un hecho de la magnitud y consecuencias como el que hoy
referimos no puede ser digamos necesario esto
es, no puede tener en sí y por sí mismo toda la causa de su propia existencia.
Dicho de manera si se prefiere más clara, la Farsa de Ávila acontece como Epílogo
de una larga serie de novela en
la que ha acabado convirtiéndose el reinado de Enrique IV. Una novela que si
bien comenzó a escribirse con visos de contener muchos ingredientes propios del
suspense, ha acabado siendo superada por las certezas del terror.
No resultaría en absoluto exagerado afirmar que los veinte
años que duró el reinado de Enrique IV son el realidad, el epítome de la
desgracia asociado a la desconsideración de lo que en principio hubiera de ser,
o al menos tenido en cuenta; en lo que se supone reside el poder cuando no la
capacidad, de ser y ejercer la conducta
regia en tales tiempos.
Mas al contrario de todo ello, desde aquel 21 de julio de
1464 en el que es coronado, con el cadáver de su padre Juan II todavía
caliente; las desgracia se ceba en Enrique IV con una violencia y con un celo
pocas veces visto en la historia.
Lejos en cualquier caso de tratar de auspiciar en avatares
cercanos al azar los procederes que habrían de determinar el futuro de
Castilla, con todo lo que semejante afirmación lleva implícito; no resulta por
ende nada descabellado afirmar que una vez hecha tamaña salvedad, lo cierto
será que la aptitud, o más bien la ineptitud que el monarca presentará en los
uno y mil casos a los que habrá de hacer frente, acabarán certificándose como
la causa directa o indirecta del sinnúmero de situaciones en las que de haber
estado dotado el rey de carácter resolutivo en alguna forma, los
acontecimientos bien se hubieran desarrollado de una manera digamos más conforme, habiendo con ello estado
en posición de poner coto a las
acciones y miramientos de una nobleza que, en principio como es lógico no solo
veía bien sino qua aplaudía con gusto, el devenir que le presentaba la continua dejación de funciones de la que Enrique hacía
gala; posibilitando con su comportamiento en la mayoría de los casos el
reforzamiento de la notoriedad y autoridad de sus nobles, en tanto que la
imagen del propio iba poco a poco menguando a la vez que lo hacía su autoridad
entre sus vasallos, con el inherente riesgo que ello conllevaba.
Porque es en este preciso momento cuando hemos de hacer
referencia directa a esas diferencias a las que momentos antes hacíamos
referencia. Unas diferencias que ya sean de percepción, cuando no de
concreción, resultan de especial relevancia a la hora de discernir con pleno
conocimiento el escenario que se estaba conformando, y del que a ciencia cierta
depende como de ninguna otra variable todo lo que a continuación habría de
venir.
Nos encontramos en la segunda mitad del siglo XV, o lo que
es lo mismo, en la fase final del periodo que conocemos como Edad Media. A
título de procedimiento, la perseverancia o el declive de un periodo dependen
de la capacidad para ponderar, o en su defecto repudiar, una serie de
protocolos que por estar vinculados a los más diversos órdenes, acaban por
afectar, una vez integrados, a todas y cada una de las consideraciones que
pueden resultar de interés cuando no definitorias de la manera de hacerse y
entenderse de una forma histórica.
Dicho lo cual, resulta fácil de considerar la importancia
que a tales efectos pueden tener cuestiones tales como las relaciones que con
el poder en su visión más abstracta
puede llegar a considerarse.
Dentro de tales parámetros, resulta imprescindible hacer
mención a la concepción que del poder se tenía, la cual daba lugar a las distintas formas que la manifestación del
mismo originaba. Así no está de más señalar que el vasallaje, forma desde la que mayoritariamente se consideraba
tanto la concepción como el uso del poder, constituía una forma no exclusiva en
lo atinente a vincular a la nobleza con el rey, sino que más bien se trataba de
una manera de proceder mediante la que
los habitantes de villorrios en el mejor de los casos, o campesinos sin tierra
en la mayoría de las ocasiones, juraban vínculos extremos para con el que desde
ese momento se convertía en su amo y señor a todos los efectos. A cambio, el ya
entonces vasallo disfrutaba de una serie de “derechos” que afectaban a la
protección y a la seguridad fundamentalmente, pero que como podemos imaginar le
restaban enormemente de su condición de persona, hasta el punto de que
abandonaba la condición de Hombre Libre.
Queda así configurado insistimos un escenario en el que
queda claro lo avanzado de las
disposiciones y concepciones que para con el poder se gasta en la Corona de Castilla. A título de estimación, la
superación en apariencia definitiva de las consideraciones que cifraban en
relaciones casi mitológicas con los dioses en aras precisamente de implementar
cierta suerte de ascendencia divina entre
los monarcas; ha dado paso a la escena popularmente conocida en base a la cual
la elección de rey se hacía en una reunión de nobles en torno a una mesa y en
la que la inoperancia de un conflicto armado en pos del cual hacerse con el
poder quedaba clara en tanto que la conocida igualdad en lo tocante a medios y
recursos se traduciría en una campaña larga y sangrienta, y lo que es peor
¡costosa!, se traducía en la conocida frase: “Nos, que valemos tanto como vos, pero que juntos somos más que vos;
por ende venimos a reconocer en…”
Con todo lo dicho podemos extraer fácilmente la conclusión
por la que resulta evidente que el que se erige en mayor enemigo de la
consideración de la monarquía como institución en el momento que hoy traemos a
colación es un enemigo que lejos de encontrarse fuera de los dominios de la
institución, forma parte por el contrario de su propio genoma, hallándose pues
fuertemente vinculado a la misma, y habiendo de arrastrarlo como una suerte de
lápida en cuya inscripción bien podría decirse se describen los arquetipos en
los que de caer, la propia monarquía encontrará el principio de su colapso (en
una especie de dramático augurio de lo que en los siguientes tres siglos habrá
de acontecer).
Pero de una u otra manera, la abulia con la que Enrique IV
afrontó una y mil veces sus acciones de gobierno, o más concretamente el
abandono y negligencia que presidieron siempre su actitud a tal respeto, han de
considerarse ejemplos cuando no la justificación de que la aceptación del mismo
como Rey no supuso sino la primera de la que acabaría por ser una larga serie
de conspiraciones destinadas a promover una paulatina y a la sazón cómoda
acción de derrocamiento que habría de afectarle a él como persona, pero que en
realidad iba mucho más allá en pos de constituir un verdadero golpe de estado dirigido al corazón
mismo de la institución regia, destinado,
por supuesto a satisfacer los afanes de una nobleza que vio encarnarse en el
monarca el cúmulo excelso de debilidades desde el cual llevar a cabo el plan
magnífico. Un plan que por supuesto pasaba por enaltecerle primero, para
hacerle caer después.
Pacheco, Villena, Beltrán de la Cueva. Son y serán
nombres que con su hacer demostrarán la valía no tanto de la interpretación
dada, como sí más bien del contexto
referido y sin el cual, insistimos, nada podría comprenderse igual.
Aquí acaba el terreno de lo subjetivo, y empieza el de lo
estrictamente histórico.
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