Sumidos como episodio de rabiosa
actualidad en la constatación de que inevitablemente cuando no Europa sí al
menos su espíritu se encuentran heridos de muerte; podemos erigir este
aquí y cómo no, este ahora, en los adecuados en pos no ya de dirimir los
aspectos que habrán de hilarse en pos de tramar
la Nueva Europa , cuando sí más bien de discernir dónde
radican los fallos constatables no tanto en sí mismos, como sí más bien en el
hecho inherente que la endemoniada
crisis, en este caso no tanto económica, como si de valores, ha deparado.
Discutir a estas alturas si Wagner es o no el digno elemento
destinado a describir cuando no a definir con sus obras la verdadera esencia del que habrá de ser el Espíritu Alemán del Periodo
de Entreguerras, es algo que de tenerse en cuenta, habrá de serlo tan solo
en disposición de pergeñar una suerte de proceso hipotético-deductivo destinado no tanto a delimitar una suerte de
cuestión, cuando sí más bien a redundar en un forma de consideración cuya
inoperancia acabe redundando en la curiosa constatación de la certeza del hecho
que paradójicamente iniciaba la cuestión en pos de someterla. Dicho de otra
manera, si se prefiere más sencilla, lo
que puede restar valor de sublime: nadie
puede en principio negar de manera mínimamente seria que efectivamente, Wagner
es el Músico del Régimen.
Sin embargo, antes de
El Régimen, antes del III REICHT tanto en Alemania como por supuesto en
Europa hubo otras cosas. Antes de los
sucesivos desastres que terminarán por colapsar la Europa de la Primera
Mitad del Siglo XX, existieron personas, y por
ende sociedades, para los cuales vivir supuso, sin que ellos obviamente fueran
conscientes de ello, ir poco a poco colocando los elementos que acabaron por
generar la debacle. Y
todo ello tan solo viviendo es decir,
desde la más sencilla y hasta a veces chabacana de las formas que puede
adoptar la realidad.
A título de contexto una es, como no puede ser de otra
manera, la idea central en torno de la cual ha de girar toda la argumentación
de hoy: Las consideraciones que acompañaron el tránsito de lo que sería el paso
del XIX al XX fueron en sí mismo tan claras y propias, que lejos de desmerecer
ni por un instante a las otras mucho más conocidas y que sirvieron de contexto
tanto al periodo de entreguerras como al archiconocido del nacimiento, auge y
caída del Nazismo, vienen a constituir un bagaje de semejante tamaño y
consideración que necesita, aunque parezca incomprensible, la llegada de un
tiempo que aún no ha llegado.
Ahí es precisamente donde erigimos hoy el engarce entre
contexto, y compositor propio: en la constatación de la necesidad no tanto del
paso del tiempo, cuando sí más bien de la necesidad de que tal devenir nos sea
favorable en todos los aspectos. Porque así se expresaba precisamente Mahler en
una carta remitida a su amigo el pintor Klimt cuando de manera casi visionaria
le dice “Mi tiempo llegará”.
Sería tramposo, ventajista como mínimo, deparar por nuestra
parte de tales palabras algo más que la obvia en incluso recomendable actitud
de pervivencia tantas veces vista y expresada en el conocido duro deseo de durar. Sin embargo las
recriminaciones pronto podrían tornarse en elogios una vez aprovechásemos la
consabida posición que aporta la perspectiva no tanto para congraciarnos con
los protagonistas efímeros de la historia, cuando sí más bien para hacerlo con
los otros, con el pueblo el cual, si bien parte y generalmente acaba en
posiciones bastante más trágicas, convierte con su perdurar en definitivas bien
sean las alegrías si no las penas que perviven o presagian las revoluciones.
Estamos así pues en plenas facultades no solo para decir,
incluso para argumentar que si efectivamente Wagner fue en Músico del Reich,
Mahler lo habría sido (en caso de que se lo hubieran pedido), del periodo que
enmarca el cambio de siglo. Un
periodo que pese a quien pese se moverá inexorablemente desde las
consideraciones victorianas de Bismarck, hasta los desarrollos filosóficos de
Webber. El hilo conductor, curiosamente, el afecto por la paz. O más concretamente el
miedo, procedente del conocimiento, que a ambos les provocaba la posibilidad de
arrastrar al por entonces incipiente Imperio Alemán a una guerra cuyas
consecuencias, aunque desconocidas, se presagiaban devastadoras y cruentas.
“Nadie, y mucho menos
un imperio, puede considerar accesibles sus consideraciones cuando para acceder
a las mismas ha de recurrir al sable”. La declaración, perteneciente a Bismarck, pone de manifiesto
dos cosas: la primera y evidente, la escasa o nula predisposición del
gobernante hacia la guerra.
La segunda, la aparente imposibilidad que existe para
evitarla, lo cual se hace especialmente evidente a lo largo del último cuarto
del XIX.
De nuevo, o por qué no ¡una vez más! Alemania dejando a
Europa literalmente a los pies de los
caballos. Sin embargo en este caso una circunstancia es tan nueva como
innovadora, tanto que no se ha vuelto a dar, y que puede resumirse en la
constatación efectiva de que será el pueblo, en su diversa integración y que va desde la orgullosa aristocracia hasta la plebe
con forma de proletariado, la que arrastrará a sus gobernantes a declarar la
guerra, no importa contra quién, en este caso es contra Inglaterra, Francia, y
por supuesto sus respectivos aliados. Y a título colateral, si es que bajo tal
consideración puede tenerse alguna vez a tamaña potencia, Rusia.
Siguiendo con las citas,
aunque evitando que las mismas amenacen con viciar nuestro desarrollo; lo
cierto es que otro de los elementos que convierte en específico el devenir del
momento que hoy tenemos a bien traer a colación, pasa por el sopesado primero
en aras de la sucesiva comprensión del peso que el pópulos tendrá sobre tal devenir. Es de nuevo Bismarck el que
afirmará que indiscutiblemente, el pueblo
va siempre por delante, correspondiendo a la Política dar unas respuestas que
desde su génesis son tardías, a cuestiones que el pueblo siempre avezado,
plantea. La pregunta es entonces obvia: ¿Cuáles son, o cuando menos de
dónde proceden los estímulos que llevan a transformarse al Pueblo Alemán para
pasar de la indolencia que en apariencia describen los procedimientos de
Bismarck, a los avatares que acabarán por fraguar a Hitler?
La cuestión es en absoluto complicada, y si tantos y tantos
han fracasado en la búsqueda de la respuesta no es porque no hayan dado con la misma. El misterio queda
resuelto cuando comprendemos que la dificultad estriba en asumir el peso de la
consecuencia de la tan ansiada respuesta.
Alemania fue a la guerra, y arrastró con ello al desastre a
toda Europa desde una convicción que por primera vez no obedece a criterios
estratégicos, que por primera vez no supone respuesta a preguntas de índole
económica, que por primera vez no se funde con los afanes expansionistas de un
determinado gobernante. Alemania va a la guerra porque tocaba, si entendemos la
Fuerza del Romanticismo como un
elemento válido, incluso dictatorial, cuando se aplica en tales procederes.
Alemania va a la Guerra porque toca. Alemania se pone en hora con el reloj del
Romanticismo presagiando más que anticipando, una guerra. Pero el Romanticismo
es una idea más aún, una emoción…y las emociones son terreno específico para el
Hombre, lo que se traduce en la inexorable superación del resto de elementos o
componentes bien sean éstos propicios a la demanda, o supongan al contrario un
obstáculo. De ahí que será en Pueblo Alemán quien con un ímpetu arrollador se
lleve por delante todo, incluyendo a sus instituciones, en pos de la necesaria y por ello inevitable Guerra.
El Pueblo por primera vez como verdadero inductor de sus
motivos (salvando con ello la inevitable perversión de los mismos que viene
ligado a la aceptación de un intermediario como el Estado cuando hay que
defender tal consideración). Y por ello las emociones, expresión primaria y a
la sazón visceral del Pueblo, por primera vez no como catalizadores sino como
protagonistas en sí mismas del presente cuando no del futuro de una Nación, de
un presente, del futuro.
¿Alguien puede ahora dudar de lo conveniente que resulta la
elección de Mahler para describir todo esto?
Nadie como Mahler supo y quiso ser capaz de traducir las
emociones del Pueblo sin albergar el menor ánimo de manipularlas. La Música de
Mahler es sin duda la Música del Pueblo. Un Pueblo del que Mahler se convierte
en algo así como un notario.
Nadie como Mahler para sintetizar el tiempo. Un tiempo que
solo se mantiene en tanto que permanece inédito, pues lo único que tenemos claro
es que el presente no es más que el instante que convierte el pasado en
emociones, y el futuro en deseo anhelado.
Nadie como Mahler para describirlo de manera concisa,
brillante y tal vez por ello inabordable: Mi
tiempo llegará. Porque de lo único de lo que a estas alturas estamos
proverbialmente seguros es de que un clásico no es sino aquello que nos permite
reescribir permanentemente nuestro presente, acudiendo para ello una y mil
veces al pasado.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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