Aunque ello signifique constatar que unas épocas son,
efectivamente, mucho más grandes que otras.
Dicho de otra manera, ¿Cómo se mide una época?
Si acudimos a la calidad, bien podemos decir que la
intensidad (relación en este caso mantenida entre el impacto que una emoción
causa, y el tiempo durante el que la misma es capaz de perseverar), bien podría
convertirse en un instaurador válido.
Si por el contrario nos rendimos a factores meramente
cuantitativos, entonces necesariamente habremos de ceder ante el impulso de
conferir al tiempo, en su expresión de duración, el mando de las operaciones en
relación al ejercicio que hemos comenzado.
Sea de una u otra
manera, lo cierto es que me niego a reducir a una mera cuestión sencillamente transitable por reductos cuantitativos,
aquello que necesariamente habría
de estar vinculado a consideraciones de otra índole menos cuantitativa (es la única manera que se me ocurre para encerrar no ya en una palabra, más bien
en un concepto, lo que a mi entender construye una definición que bien podría
estar a la altura de otras consideraciones abstractas, tales como el mismísimo
Infinito).
Porque bien mirado: ¿Acaso no se trata en realidad precisamente
de eso? Definir algo, responda o no a las cuestiones funcionales a partir de
las cuales una definición se hace posible, o acaso necesaria, encierra en
realidad una suerte de acción perniciosa toda vez que la misma lleva implícito
un alarde de perversidad en tanto que definir consiste en determinar, y
semejante acto es por definición limitativo,
toda vez que encerrar a alguien, o
incluso a sus actos, dentro de los límites en los que se constituye su propia
definición; no es sino llevar a cabo un acto de maldad (consagrarnos a una
venganza cuando tal acción va vinculada a una persona), del que nadie se hace
responsable, en tanto que pocos, muy pocos, son realmente conscientes.
Por ello que desde este preciso instante renunciamos a lo
que bien podría haber pasado por convertirse en el acto central cuando no en la justificación (si es que ésta fuera
necesaria), y que bien podría pasar por iniciar una suerte de enumeración de
los múltiples actos de Karajan; o ejerciendo un acto mucho más arriesgado, un
acto que en mi humilde opinión rozaría la imprudencia; proceder con una suerte
de valoración psico-moral de los mismos, tratando de indagar en las causas de
los mismos vinculando tales causas al momento social en el que desarrolló su
obra a la par que su vida; o tratando de describir la importancia que para el
momento social a la postre vinculado hubieron de tener las acciones en este
caso vinculadas a Karajan.
Aunque como habrán podido deducir del tono, realmente espero entiendan
el que finalmente no me decante ni por lo uno, ni por lo otro. Lejos de esperar
que estén de acuerdo con mi parecer, lo cierto es que tan solo subrayo el hecho
a tenor de que tal coincidencia de opinión, de darse, nos vincularía, creando
entre el lector y éste que humildemente se dirige a él un día más, un vínculo
no imprescindible, aunque sí ciertamente lo confieso, muy agradable, que no
viene sino a hacer más agradable la otrora complicada labor del que en
cualquier caso, no tanto comunica como sí más bien se convence a sí mismo de tener
la necesidad de comunicar; acción que en el fondo no encierra sino la
convicción de que se conoce algo que es digno de ser sabido por los demás,
facultando con ello la acción comunicativa.
Es por ello que para hablar de Karajan resulta
imprescindible hablar de la época que le es propia. Y la época que le es propia
encierra un secreto realmente impresionante: Se trata de una época cuyo comienzo se encuentra definido por
parámetros escritos años atrás de ese mismo comienzo.
Karajan vive, o lo que es lo mismo, desarrolla toda su obra,
a lo largo de todo el pasado Siglo XX. Un siglo XX que, a la vista de las
conclusiones, o más incluso desde las valoraciones que a estas alturas pueden
llevarse a cabo, resultó tremendamente decepcionante, a la vista sobre todo del
notable fracaso que a tal efecto puede y debe suponer la mera noción
cuantitativa que se desvela de constatar el acontecimiento
de nada menos que dos Guerras Mundiales.
Pero lo cierto es que al Hombre, y a la sazón a la Sociedad
de la que éste forma parte, se les juzga por sus actos; y lo cierto es que
considerar al que denominaríamos Hombre
del Siglo XX competente como para haber sido algo más que mera comparsa en tamaño devenir, haría
necesario presuponer una serie de capacidades la mayoría de las cuales no se
dan en absoluto en su justa medida en el mencionado modelo de Sociedad.
Es entonces cuando hemos de echa la vista atrás, cuando hemos de retrotraernos, en pos de las
fenomenologías capaces de influir en el Hombre hasta el punto de convertirse en
catalizadores, cuando no en detonantes, de todo ese cúmulo de sucesos que
llevarán a poder definir el Siglo XX como El
Siglo de la Guerra.
Constituye la Guerra, en contra de lo que pueda parecer, un
ejercicio de pasión. De pasión ordenada, pero pasión al fin y al cabo. Por ello
que la prudencia parece indicarnos la necesidad de buscar en fenómenos propios
de tal, los orígenes de tal proceder. Y cuál es el fenotipo adoptado por la forma
cultural que más claramente alberga la disposición propia de lo pasional. La
respuesta buscada bien podría ser El
Romanticismo. Y cuándo se desarrolla, obviamente en el siglo XIX luego, la
respuesta a nuestra disquisición, al menos en el cuadro formal, queda
vinculada.
El devenir del XIX al menos en su consideración política y
geográfica, está no vinculada cuando sí más bien directamente imbuida, en la
suerte de competencias en las que se traduce el paulatino desbaratamiento del
hasta entonces inexpugnable Sacro Imperio
Romano-Germánico. Unido como es lógico en pos de evitar el tan temido
fenómeno del vacío de poder, observamos
el paulatino reforzamiento de las tesis de quienes a lo largo de los años han
abogado por la implementación del conocido como Imperio Alemán, una suerte de unidad
de intereses que inspirada por supuesto en la convergencia de objetivos, se
encuentra en disposición de ejercer cuantos esfuerzos sean necesarios, la
Historia demostrará que incluso alguno
más, con tal de ver sus ansias satisfechas.
La aceleración del proceso que se observa a tenor de los
acontecimientos de la segunda mitad del mentado siglo XIX, alcanzan un punto de
no retorno en el último cuarto del mencionado. El cúmulo de sucesos que se
erige a partir de la convergencia de los despropósitos de unos, asociados a lo
magistral de las acciones por otros ejercidas, nos depara un escenario
irreconocible escasos cincuenta años atrás, que tiene como máximo exponente la potencia alcanzada por Alemania, y como
máximo valedor al propio Canciller Bismarck.
Sin embargo las conclusiones no pueden ser por ende tan
espectaculares. Como suele ser propio en estos casos en base a ejemplos
anteriores, la abigarrada evolución en determinados campos, suele traer
aparejada enormes fiascos en otros campos. Y en este caso es el terreno de la
Ética y por Ende de la Moral donde más patentes se hacen esos vacíos.
Acudimos así al DeuslandtStill,
una suerte de Estilo de Vida del
correcto alemán. Concepto definido precisamente en esta época con la doble
determinación de, por un lado, definir lo que es y no correcto de acuerdo a lo
que se espera en todos los sentidos de lo que conoceríamos como un Buena Alemán, a la vez que como es
lógico se convierte gracias a su alta concentración elitista, en una de las
primeras manifestaciones del quehacer segregacionista que tan nefastos
resultados dará luego en Alemania.
Y en medio, la decadencia. Una decadencia de la que cada vez es
más conocedor un Burgués de talla alta como es Karajan; de la que hará todo lo
posible y algo más no tanto por escapar, como sí más bien por mantenerse al
margen de la misma.
Una decadencia que en terreno de lo musical se hace
manifiesta precisamente en el colapso de los procederes que antaño finalizaban
con el surgimiento de grandes compositores, en ausencia de los cuales ahora
hemos de sentirnos agraciados con encontrar grandes directores.
Karajan lo vio pronto. La prueba irrefutable, a los 21 años
ya era el Director más joven. Cierto es que tal nombramiento así como las
posibles vinculaciones que el mismo pudieran traer aparejadas quedan emborronadas
por el hecho de llevarse a cabo bajo las disposiciones del régimen de tiranía
que se escondía en la Alemania que va de 1931 a 1945. Sin embargo el hecho de que el
propio Karajan cediera al impulso de hacer voluntariamente el “Juramento Nazi”,
habla no tanto de las consideraciones morales que a posteriori pudieran
derivarse, sino más bien de la incuestionable
capacidad camaleónica puesta de manifiesto por un hombre capaz de unir
aspectos hasta ese momento separados por espacios insalvables, en aras de considerar
la elevación de la
Música Clásicas hasta cotas no ya solo impensables, como sí
más bien inauditas, a la vista del contexto que les era propio a unos y a
otros.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario