Abrumados una vez más por la todavía incipiente sed de
saber, tan solo la constatación de que ¿afortunadamente? en realidad todo está
aún por hacer, nos proporciona cierto grado de calma. Incluso de satisfacción,
cuando tras escudarnos en la excusa que nos proporciona la falsa humildad, no hacemos sino esconder vagamente nuestras
miserias, y entre ellas, como una de las mayores, la que pasa por aceptar que
somos sagaces buscadores de cualquier verdad
externa, cuando en realidad somos incapaces de encontrar un ápice de
consuelo en nosotros, en nuestro interior.
Inmersos en la falsa conciencia que nos provoca el saber que no sabemos, corremos por la vida impregnados
de una suerte de veneno que, corriendo por nuestras venas acaba por convertirse
en compañero inseparable no solo de los hombres como individuos, sino que
amplía sus capacidades pudiendo ser fácilmente identificable en los modelos sociales más propios como es
obvio de El Hombre como Estructura Histórica.
Este veneno, imposible de definir en tanto que furtivo a la
capacidad de comprensión de los hombres, se manifiesta ante nosotros más como
una atribución que como una certeza toda vez que solo por las consecuencias que
no por su naturaleza podemos interpretar
su mensaje.
Recordando una vez más la paradoja del pastor que en la Grecia Clásica
apacentando sus corderos es testigo de lo que el identifica como una manifestación de la fuerza de los dioses
al ver cómo un rayo golpea un árbol cercano reduciéndolo a cenizas; no
podemos sino que sonreír. Pero pasados los lógicos instantes que en buena lid hemos de conceder a la chanza, no seríamos por el contrario justos si no nos detuviésemos,
cuando menos unos segundos, para inspeccionar las muecas de incertidumbre que
poco a poco se van conformando en la facies de los que instantes antes reían
quién sabe si inconscientemente. Y cómo no, para aumentar el contraste y con
ello la sensación de desasosiego, el silencio. Silencio, manifestación cuando no
sinónimo de la actividad vinculada a la capacidad del raciocinio humano cuando
éste amenaza con ponerse en marcha, casi siempre esperando la recompensa de la
satisfacción de hallar, o al menos creerlo, la respuesta que satisface la
demanda que en cualquier caso motivó el hecho constatado.
Mas en este caso todo es imposible, puesto que la verdad, en esencia quién sabe si el
horizonte de la última frontera, queda no tanto ya lejos. Se revela como
manifiesta y francamente inalcanzable.
Para satisfacer la recriminación de aquéllos que llegado
este momento se deleitan pensando que algo falta para poder efectivamente
hablar de paradoja; procederemos a invitarles a que haciendo un esfuerzo,
localicen primero y posiciones después en la actualidad a un pastor en parecida
posición. Abrumados por la grandiosidad de la naturaleza, y tras superar los
pequeños detalles tales como los que proceden de comprobar que el sonido de los
pájaros que acompañaban a nuestro ancestral amigo han sido ahora superados por
el ruido de los aviones a reacción que siguen persiguiendo la última frontera, y reprimiendo el deseo
de construirnos con caña natural una cítara
capaz de aspirar a la belleza en tanto que lo efímero del sonido de ésta
promete aumentar los placeres, nos encontraremos en una posición ciertamente muy parecida.
Porque más allá de los
arreglos y, siendo éticamente sinceros. ¿Cuántas cosas han cambiado
realmente? A la vista del sin duda ingente poder que subyace a la caída del
rayo, aparte del miedo ¿instintivo por innato? que recorrería sin duda una por
una cada célula del individuo, sin duda que la que posiblemente constituya la cuestión central de todo este relato no
aparezca sino reflejada en la concepción de la naturaleza humana que sin duda se vería liberada en forma de un más
que previsible: ¡Ay Dios!
Efectivamente. Una vez salvados los más de dos mil
quinientos años que separan a nuestros dos pastores, solo una cosa ha cambiado,
la percepción del grado de ignorancia que
respecto de los hechos que son propios de la Naturaleza, albergan
respectivamente el uno, y el otro.
Grado de ignorancia respecto del cual uno y otro lidian haciendo de su vida el mismo
tránsito. Digo el mismo tránsito porque puestos a ser justos, la ignorancia de
ambos al respecto de cómo suceden las cosas tiende, en ambos casos, a infinito.
Por ello que no cometeremos ninguna barbaridad conceptual si las igualamos.
¿Significa esto que casi tres milenios no han supuesto sino
una pérdida de tiempo? En absoluto. El transcurso del tiempo nos ha hecho sabios,
aunque en este caso no a base de incrementar nuestros conocimientos, sino más
bien permitiéndonos ser conscientes de nuestra supina ignorancia.
Así, lejos de negar el sin duda impresionante camino que sin
el menor género de dudas hemos recorrido como especie; camino que
metafóricamente separa de manera aparentemente irreconciliable a nuestros dos
pastores; lo cierto es que insisto, sin menospreciar a los defensores de la
teoría del progreso co-substancial, me
atrevo a decir que siguen siendo muchas más
las realidades que les unen, que aquellas que les separan.
Es así que recuperando a nuestro Pastor Heleno, o recuperando más concretamente el instante en el
que es consciente de el impacto del rayo destructor, creerá ser testigo de un
acto sobre humano, por ende achacable a la actuación y voluntad de los dioses.
De hecho seguro que con paciencia podríamos incluso identificar el color de la
túnica con la que iba vestido Zeus al quedar materializado durante un instante,
el que coincide justo con el momento en el que el brillo cegador sitúa la manifestación de la voluntad de éste.
No por el contrario, cuando interrogamos al respecto a
nuestro pastor más moderno, por ende en apariencia más alejado de la innata
concepción de los matices en aras de la consecución de imágenes de carácter bucólico; nos sorprenderemos no obstante
con una suerte de relato en el que incluso la descripción de algunos aspectos
resulta del todo identificable con la efectuada por su antecesor; terminando
por diferenciarse ésta en lo esencial, tan solo en aspectos externos, que
podríamos unificar dentro de lo que llamaríamos consideraciones de índole técnica.
A título no de conclusión, salvo que la misma sea dotada de
la condición de procedimental, lo que
le hace partícipe de la capacidad de ser refutada en tanto que se convierte en
una herramienta más a ser utilizada dentro del proceso hipotético-deductivo en el que a estas alturas estamos netamente
inmersos; podremos decir que lo que convierte a nuestro pastor en más
inteligente no se encuentra dentro de lo que podríamos cuantificar como una mayor dotación conceptual. Sorprendente
(y paradójicamente) lo que permite afirmar que nuestro pastor es más sabio pasa
inexorablemente por la manifestación de humildad que conlleva su reconocimiento
al respecto de las muchas cosas que sabe
que no sabe.
Resulta así que lo que separa a los sendos ¡Ay Dios mío! que
uno y otro sin duda pudieron proferir, no es la cantidad de conocimientos a
cuya percepción renunciaban toda vez que descargaban sobre un ente superior
capacidades que al menos hoy, al menos en apariencia, pueden ser explicadas sin
necesidad de acudir a tales entes. Lo que en realidad les separa es la
traumática constatación de una realidad inefable en este caso solo atribuible
al pastor moderno, y que pasa por la inexorable constatación de que el saber,
en términos abstractos, solo nos conduce al dolor que produce la renuncia. La renuncia
que pasa por afirmar que la constatación de las respuestas que surgen de las
eternas preguntas conduce sino a la intangibilidad de otra pregunta.
Lógicamente, no todo el mundo está capacitado para asumir
semejante certeza. Una certeza que puede resumirse en la pesadilla de constatar
que lo único que diferencia a ambos pastores es la tranquilidad con la que duerme nuestro protagonista Heleno. Una
tranquilidad que choca de plano con el estrés al que sin duda estaría sometido
nuestro moderno protagonista cuando comprueba que su mayor conocimiento de las
cosas no le diferencia de su homólogo más que en la necesaria comprensión de lo
en apariencia absurdo de su búsqueda si es que ésta, de verdad alguna vez
persiguió acercarse al conocimiento absoluto. ¿Podría esconderse tras semejante
actitud una forma de desafío a Dios?
Es así pues que, lejos de cerrar el círculo, anunciamos la
inconsistencia del procedimiento toda vez que atacamos con instrumentos contingentes, la resolución de conceptos que
son enteramente necesarios.
Resultan así no solo comprensible, diríamos pues que casi
inevitable, la adopción por parte del Hombre de una suerte de menesteres
destinados no tanto a acercarle a Dios, como sí más bien a alejarle, aunque sea
de manera estéril y baldía, de su propia condición de inexorable debilidad. Una
debilidad que si bien resulta compartida con el resto de animales, resulta
una anomalía excepcional en tanto que él y solo él es enteramente consciente de
la misma a la vez que él es el único ente
creado competente para ser consciente
de sí mismo.
De esta manera podemos ahora sí concluir que el denominado Paso del Mito al Logos constituye un
proceso mucho más costoso de lo que en un principio podríamos haber imaginado.
Un proceso dinámico, en perpetua evolución, dentro del cual y a pesar o tal vez
gracias a haber erigido al Hombre como Principio
y Fin, hemos de terminar por asumir que de manera absolutamente natural, hayamos de acudir a Dios, de vez en cuando.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.