Se nos presenta hoy, en bandeja diría yo, una ocasión
difícil de despreciar en aras de dar respuesta a una de esas preguntas cuya
respuesta, a menudo por evidente, otras por problemática, nos es escamoteada.
Me refiero a la manida cuestión del cómo
se configuró, cuando no cómo se comprende, la actual Europa.
Partiendo de la evidencia de que Europa es por encima de
todo mucho más que una suma de estados, yo diría más bien que la resultante de la suma de estados
(emocionales) que confluyen en la concepción de cada uno de sus habitantes; no
es menos cierto que los acontecimientos que desencadenados a partir de 1813,
con Napoleón como protagonista indudable, serán sin duda los que de mayor utilidad
resulten a la hora no tanto de pergeñar una explicación, cuando sí más bien de
integrar todos y cada uno de los hechos que la Historia ha tenido a bien
regalarnos, los cuales sin duda alguna pivotan
en torno a la insigne figura del que probablemente haya sido el último Emperador de Europa. Porque
lejos en mi ánimo el resultar dogmático, me atrevo a decir que quien a estas
alturas se crea que Napoleón fue solo emperador de Europa, debe tal
consideración quién sabe si a un ataque de ceguera, o a un empecinamiento
vinculado a una suerte de neurosis.
Resulta el empecinamiento sin duda el peor de los puntos de
partida de todos cuantos se pueden elegir, a la hora de defender una posición,
sea cual sea la naturaleza de ésta; hecha por supuesto la salvedad propia de
aquéllas en las que la pasión se revela como la única fuente de argumentación a
partir de la cual defender las tesis que resulten de rigor. Sin embargo, ajenos
por supuesto, al menos todavía, a ceder a la tentación de la pasión, lo cierto
es que no habiéndose conformado todavía el escenario a partir del cual
configurar el fragor de una batalla
dialéctica en pos de las muchas que tanto el protagonista como su contexto
pueden desencadenar por sí solos; lo cierto es que lo único que tenemos claro
es la escasa necesidad de tales procederes en tanto que el asunto está, ante
todo y por encima de todo, perfectamente documentado.
Sin ceder a la tentación de acudir al denominado Acta Final del Congreso de Viena, cuya
rúbrica será estampada por los cuatro integrantes de la denominada Gran
Coalición , (Gran
Bretaña, Rusia, Prusia y Austria) tal
día como el 18 de junio de 1815; lo cierto es que cometeríamos no ya un
desgraciado error, cuando sí más bien una falta de respeto tanto hacia la
Historia como hacia sus protagonistas si de verdad pensásemos que incumpliendo
una máxima de procedimiento histórico; La
lectura y aparente comprensión de un solo hecho serviría para dar cumplida
respuesta a un hecho, ya sea éste grande o pequeño. Así que qué podemos
decir cuando la lo que nos enfrentamos es, en definitiva, a tratar de demadejar la madeja en pos de cuyo hilo
puede llegar a encontrarse una de las respuestas a la pregunta concreta sobre
la constitución de la
actual Europa , al menos en lo concerniente a la cuestión de
los repartos territoriales, con el
grado de afección que tal hecho lleva aparejado.
Desde 1813 Napoleón lleva cosechando derrotas. Rusia,
Vitoria, y cómo no la Batalla de las
Naciones tendrán tanto sobre Napoleón, como más bien sobre su proyecto, un
efecto destructivo. En contra de lo que pueda parecer, máxime por tratarse de
batallas, lo que parece conducirnos a pensar que el resultado de las mimas ha
de valorarse en términos y lenguajes estrictamente bélicos, lo cierto será que
la realidad maniobrará de manera perniciosa en pos de conducir la aparente
objetividad del lenguaje militar (que es expresa en lo inequívoco que resulta
el batalla ganada, batalla perdida), hasta
la ambivalencia más propia del lenguaje diplomático, en base al cual la derrota
más colosal puede acabar convirtiéndose en el
primer paso de un largo camino que acabó por…
Logramos así pues desplegar sobre la mesa todos y cada uno
de los componentes destinados a lograr describir el mundo de principios del XIX y lo más importante, lo hacemos
habiendo logrado, al menos en apariencia, mantener la cordura.
Nos encontramos así pues ante un escenario en el que
manteniendo al margen al menos de momento la
importancia de los personalismos, Europa dirime sus problemas por primera
vez en su historia repartiendo a partes iguales la trascendencia de lo
diplomático, y de lo militar.
En Viena, auspiciado por Francisco I, lo más florido de las
Cortes Europeas se encuentra reunido desarrollando lo que podríamos denominar, la componenda diplomática por el que la VII Coalición (el
cuatripartito), se va a repartir Europa.
La operación, no carente de riesgos ni en lo concerniente a
los territorios que pueden suponerse, como especialmente en aquellos que no
podemos ni tan siquiera llegar a imaginar; tiene una doble vertiente: por un
lado hay que contentar a los que funcionando como aliados, merecen un
componente de aparente respeto en pos de
agradecer su participación contra Napoleón en las diversas batallas, sitios
y demás conductas en las que a lo largo de los últimos años, y cómo no a lo
largo y ancho de todo el territorio, han ayudado a la derrota del Emperador.
Sin embargo, lo más interesante está por llegar. Fruto de la
lectura atenta de la ingente documentación que el proceso deja tras de sí, toma
fuerza una certeza propiciatoria para alimentar no ya la especulación, cuando
sí más bien la más pérfida de las teorías, y que pasa por la constatación de
que tanto el proceso de negociación como por supuesto la toma de conclusiones
que del mismo se derivaron, estuvo
sembrado de tensiones que pueden concentrarse en la elaboración de una serie de
tesis ocultas cuyo desarrollo y
conocimiento estuvo solo al alcance de
los cuatro grandes integrantes de la coalición. El resto de países, quedaban fuera de tal proceder.
El hecho, lejos de resultar anecdótico, o incluso
descriptivo, adquiere más bien un carácter trascendental en tanto que solo así
podemos introducir nuevas variables en la interpretación de la Historia a
partir de las cuales comprender conductas desarrolladas por algunos de los
participantes las cuales, al menos hasta ahora, resultaban no tanto
preocupantes, como sí más bien sumamente difíciles de justificar, sobre todo en
términos de lo que daríamos en llamar responsabilidad
histórica.
Para empezar a comprender el escenario que se puede estar
configurando, diremos que en la voluntad de los integrantes de la mayoría de
las delegaciones que concurrieron al Palacio Hofburg, no se encontraba por
supuesto el dejar su nombre en la Historia.
Consolidándose como una insigne prueba de la maquiavélica voluntad que estaba detrás
de la consolidación del Congreso de
Viena, lo que queda claro es la indiscutible habilidad demostrada por
quienes confeccionaron la lista de
invitados a saber, una lista que bien podría confundirse con la lista de agraviados. Una lista que,
lejos todavía de comprender, se supone más que numerosa porque a estás alturas
¿Qué país o potencia no se ha sentido de una u otra manera agraviada o
perjudicada por la conducta despótica y tirana de Napoleón? A lo sumo el Mundo de Nunca Jamás.
Partiendo de la premisa de lo elevado del número, y anticipando de manera magistral la
consideración que resulta evidente, la cual procede de entender que la unión en pos de un objetivo común, de
potencias que si bien hasta el momento parecen irreconciliables, puede
obstaculizar e incluso impedir los deseos que los “Cuatro Grandes” tienen
claros; es cuando el gran Robert
Stewart, a la sazón vizconde de Castlereagh, y secretario de Estado para
Asuntos Exteriores de Reino Unido, llega
al Continente directamente enviado
desde Liverpool como representante del Gobierno Tory. El objetivo, evidente: Coordinar a las cuatro grandes
potencias integrantes, en pos de la consecución de un acuerdo duradero por la robustez de sus ingredientes; logrando a
la par, y no por error cuando sí más bien a consecuencia de la propia
negociación, la redistribución del prestigio y por ende del poder que
legítimamente a ésta le es asociado y que les correspondería al resto de
potencias europeas, que pasarían a ser residuales,
al considerarse su participación en el mismo plano del desempeñado siempre
por las denominadas Tropas Auxiliares.
Huela señalar el éxito de tales ardides. Baste como prueba
el desastre que para la España de Fernando VII supuso el racanear Ducados como el de Parma o Guastalla a favor de María Luisa de
Borbón.
Constituye ésta pues, la mejor visión que hoy por hoy
estamos en condiciones de aportar, de uno de los hechos más importantes de
cuantos han venido a desarrollarse en la Europa de los últimos años. Un hecho
abrumador en el que sin duda echamos de
menos la presencia de esos Grandes
Héroes, quién sabe si como respuesta en este caso a la ausencia de los Grandes Villanos cuya naturaleza
justifica en sí misma la consolidación de esos grandes momentos que se llevan a
cabo, de una u otra manera para pasar a la Historia.
Y mientras en Viena la diplomacia europea juega a los dados,
Napoleón, al frente de un importante ejército claramente armado experimentado y
a la sazón perfectamente formado busca ansioso su último enfrentamiento.
Como dirían en Esparta: Volved
con vuestro escudo, o sobre él. Ni para Napoleón, ni por supuesto para
Europa, las opciones son muchas más.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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