Porque siguiendo en este caso de manera absolutamente
extraordinaria con lo implementado en nuestra última cita; de lo único de lo
que a estas alturas podemos estar absolutamente seguros es de que las
maniobras, ardides y detrimentos de los que ahora se cumplen doscientos años
vinculaban de manera inexorable su designio, fuera éste cual fuera, al destino
de Europa.
Sin poner en duda a los que afirman que lo que allí ocurrió
ha de quedar implícitamente vinculado a una batalla más; lo cierto es que el
que esto escribe declara su adhesión a la línea que prefiere considerar la
posibilidad de que por bien o por mal, allí, entonces, comenzó a escribirse
cuando menos el prólogo de lo que hoy conocemos como Realidad Política y Social de Europa.
Retrotrayéndonos a lo expuesto en la disertación de la
semana pasada, de las conclusiones no ya del Acta de Viena cuando sí más bien
de la consolidación de todas las premisas que de una u otra manera sirvieron
para alumbrar las consideraciones de
composición de la denominada VII
Alianza ; han de extraerse de manera inequívoca toda una serie
de conclusiones la mayoría de las cuales puede atribuir su mención a varios
ámbitos; lo cual lejos de suponer un problema, no hace sino poner de relevancia
lo ampliamente diversos de las
consecuencias de los actos traídos a colación los cuales, actos y
consecuencias, sirven sin duda precisamente en su diversidad para enfocar sin
miedo a pecar de ingenuos, la firme posibilidad de que efectivamente, la suma
de acuerdos que por activa o pasiva se alcanzaron en Viena respondan por sí
solos a la mera posibilidad de esperar que efectivamente, allí se fraguó la
esencia de los procesos que tendrían ocupados a Europa en los siguientes dos siglos.
Nos encontramos sin duda ante el fin de una época. Toda una
manera de entender la vida, y cómo no, de actuar en consecuencia, se ve
substancialmente modificada. El colapso, por otro lado evidente, parece
abocarnos de forma una vez más indefectible a la sucesión de acontecimientos
una vez más indefectibles, que en la mayoría de las ocasiones se resume en la
certeza de que conocidas las premisas, y reforzado en la experiencia el modo de
proceder derivado del razonamiento que ha de ampararlo; nada ni nadie podrá
evitar un resultado que, cuando menos, se librará dentro de los cánones que son
previsibles.
Citando así pues a Heródoto, probablemente el mejor Trágico, en la cita que probablemente
mejor resuma la esencia del pensamiento pesimista: “Es difícil para el hombre cambiar el sentido de aquello que ha de
suceder por voluntad de los dioses. Y la peor de las penas humanas es
precisamente ésta: el prever muchas cosas y no tener el menor poder sobre
ellas”.
Prescindamos pues de los dioses, al menos en el sentido en
el que Heródoto promueve, y sustituyámoslos por alguien de quien la Historia ha
dado sobradas muestras de creerse casi uno, al menos en lo que concierne a la
fuerza con la que apuntalaba lo que conformaba su firme catálogo de voluntades.
Una vez caídos los dioses, hubimos de conformarnos con
Napoleón.
Militar, político, estratega…Napoleón unifica en su persona
algo más que un largo catálogo de consideraciones probablemente encaminadas a
consolidar la bella definición de ese concepto aplicable por última vez de
manera coherente a los hombres del XIX, tal
vez porque con la expiración del mismo desfallecen los tiempos y los contextos
en los que las conductas y los méritos cabían.
Hombre polifacético por excelencia, la multiplicidad no
obstante ajena a la ambigüedad de la que el
corso hará gala a lo largo de toda su vida nos sirve para definir los
rasgos de proceder, toda vez que la complejidad del personaje avala desde la
prudencia la tesis de guardar siempre un importante margen ante el impropio en el
que se puede convertir el creerse capaz de escribir una línea más de las que ya hay escritas encaminadas a decir algo
nuevo no tanto de la mentalidad, sino a lo sumo de la sintomatología que a lo largo de toda su vida acompañó cuando no
definió a Napoleón.
Mas ciñéndonos escrupulosamente al análisis de los hechos,
ni siquiera así resulta viable el éxito en la tamaña empresa que poco a poco se
dibuja cuando queremos emitir un juicio de valor vinculado a las conductas del francés.
Hombre de agudo ingenio. Capaz como nadie de analizar los
hechos, erigiéndose por ello en un alumno
aventajado dentro de la categorización que precisamente Heródoto profería,
toda vez que efectivamente su comprensión de las variables que determinaban su
presente le permitían no obstante pergeñar un futuro que a modo de niño bien educado se presentaba siempre
fielmente a la cita que con él había establecido; consolidando con ello no en
vano la percepción nihilista y precursora de los ámbitos que en pocos años
habrán de iluminar el camino de la que gráficamente denominaremos Filosofía de la Sospecha, la cual en
este caso amamantará el embrión del deseo de frustración convenida que se devenga de saber que conocer con
lucidez clara y distinta lo que habrá de suceder no hace sino alejarnos del común toda vez que la virtud que a tenor
de los acontecimientos redunda en tal categoría,
pone a los confortantes de tal categoría en nuestra contra, alimentados,
cómo no, por el odio que se desprende a título de corolario de la que no es
sino su aliada natural, a saber, la envidia.
Tenemos así a un ya no tan joven Napoleón que desde la
Revolución hasta su particular hoy, 18
de junio de 1815, echa la vista atrás, aunque solo sea para tomar impulso, y
más allá de la visión de un campo de batalla que no le es plenamente
satisfactorio, puesto que su reducido tamaño le imposibilita ya de entrada para
el desarrollo de las que son ya sus conocidas maniobras envolventes por los
flancos; observa en realidad el desarrollo de la que ha sido la película de su vida. Una vida promovida
a partir de la complicada acción encaminada a homogeneizar tendencias de por sí
abiertamente incoherentes, que de darse en cualquier otro sin duda hubieran
promovido la concepción de un monstruo. Pero si de algo estamos seguros es de
que Napoleón merece casi cualquier trato menos, por supuesto, el que puede
devengarse de considerarle un cualquiera.
Por eso que al imaginarle erguido sobre su caballo sobre
aquel promontorio en este caso no estratégicamente elegido, tras perseguir a su
enemigo durante jornadas que sin duda entre otras cosas por su inferioridad en
los medios, se han traducido en una época agotadora; es por lo que podemos
cuando no imaginar, sí al menos hacernos una idea de las torrenteras de
emociones que discurrían por la mente del que en aquel momento actuaba de nuevo
según las atribuciones de un brillante mariscal de campo.
Lo cierto es que nada apuntaba en la dirección correcta.
Ateniéndonos a lo estrictamente cuantitativo, los esquemas convencionales
detraían de la voluntad de plantar batalla toda vez que la enumeración de
recursos y efectivos declaraba, sin duda sobre el papel, la demoledora ventaja
del Frente Aliado en lo concerniente
a medios y recursos. Del cerca de medio millón de hombres, más de cinco mil
piezas de artillería desplegadas, y más de sesenta mil jinetes llamados a la
batalla; las proporciones más que no alentar, lo que hacían era negar
científicamente cualquier opción en pos de apostar
por las opciones del corso.
Sin embargo de la
lectura atenta de los hechos que desde la premisa histórica podemos llevar a
cabo, una vez esgrimida la virtud de la perspectiva implícita en el paso del
tiempo; que podemos afirmar que si Napoleón entró en batalla fue sencillamente
porque no le quedaba ninguna otra opción.
Ajenos a cualquier otra consideración más allá de las
estrictamente militares, toda vez que las mismas ya han sido convenientemente
tratadas, podemos afirmar que las acciones desarrolladas por el ejército aliado
desde su salida de Francia, las cuales podemos simbólicamente resumir bajo las
connotaciones del hacer militar conocido como práctica de la política de tierra quemada, arrojaron poco a poco a
Napoleón al acantilado que supone constatar que la lejanía por un lado de sus base de avituallamiento; junto a la
constatación de que sus enemigos iban destruyendo por delante todo lo que no
les era de utilidad, abocaba a Napoleón a la certeza de que la confrontación
final se hacía no solo inevitable, sino más bien necesaria ya que de cualquier
otro modo el hambre y las penurias acabaría por diezmar su dolido ejército, ya
fuera por la acción del hambre, o de las deserciones.
Por ello que la elección de aquel lugar de la actual Bélgica ,
sobre el que al menos a priori nada parecía prejuzgar la posibilidad de que
hubiera de ser el elegido para detener durante
unos instantes los designios de Europa, y por ello los destinos del mundo; se
desencadenó una de las mayores tormentas
bélicas de cuantas a partir de ese momento se mostrarán como herramientas
imprescindibles de cara a comprender la
Europa que está por venir. Una Europa que había comenzado a pergeñarse
meses atrás, a finales de 1814 en los despachos
de los consulados europeos de los países que conformaban la VII Alianza : Gran
Bretaña, Rusia, Prusia y Austria pero que de justicia resulta decir que hasta
que no se apagó el último eco de la Batalla de Waterloo, hasta que el disipar
del humo del último cañonazo disparado no permitió ver un nuevo horizonte;
resulta de justicia admitir que todo el mundo contuvo el aliento, a la espera no en vano de lo que tuviera que
decir quien ha sido el Último Emperador
que ha tenido Europa.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario