Inmersos como estamos en las vivencias que determinan
nuestra vida las cuales, aunque no seamos conscientes de ello están a su vez
determinadas, ¡cómo no! por la sociedad de la que formamos parte, y que por
ende nos cataloga y determina; somos
cada vez menos testigos de nuestra propia vida, convirtiéndose con ello en casi
una paradoja el esperar ser conscientes de la vida de los demás.
Sumidos en una época dada a la paradoja, que en este caso se
materializa precisamente en constatar que la sociedad de la comunicación no conduce sino a la concepción de un
individuo cada vez más aislado, que sobrevive gracias a la alienación; es
cuando asciende al grado de necesidad, una vez abandonado el de posibilidad el
plantearnos ciertas cuestiones de cuya respuesta dependerá no tanto la
superación del actual estado catatónico en
el que no encontramos, como sí más bien la superación del paso previo y a la
sazón imprescindible; el que pasa por identificar que efectivamente, estamos
muy enfermos.
Conocidas que no superadas las depravaciones que
caracterizaron las conductas de, pongamos, el Hombre de principios del Siglo XX. Abrumados cuando no ciertamente
consternados ante la capacidad que para emocionar tenía el Hombre
de mediados del Siglo XIX; lo cierto es que basta un vistazo en nuestro
derredor para comprobar, aumentando con ello de manera inexorable la creciente
sensación de envidia en absoluto sana que procede de constatar el grado de
mediocridad no ya reconocible sino ampliamente identificable como único vector
que preconiza el vector que determina el rumbo de El Hombre del XXI.
Ya sea como causa, o quien sabe si como consecuencia, lo
único que a estas alturas no ofrece la menor duda es el alto grado de
depravación en el que redunda la conducta de lo que podríamos identificar como el Hombre tipo del Siglo XXI. Lejos de
perdernos en elucubraciones, ajenos con
mucho a cualquier tentación en pos de entrar en comparaciones, no tanto
porque sean odiosas, sino más bien porque en este caso el resultado sería
francamente desalentador, lo cierto es que la actual sociedad se encuentra
instalada en lo que bien podríamos denominar una suerte de abulia irresponsable
toda vez que semejante conducta, además de condenarla a la destrucción
inexorable, impide al individuo que en definitiva la compone, a perderse la
ingente variedad de situaciones cuando no de procederes a partir de los cuales
evolucionar hacia lo que en principio parece el objetivo de todo este gran experimento a saber, lograr ser
cada vez mejores personas.
Identificamos así pues la actual crisis como el punto final de un largo viaje cuyo
arranque se sitúa en calendas lejanas, aunque no demasiado remotas, y que
comienza en ese instante en el que unos y
otros, empeñados en enarbolar la bandera
del derrotismo que viene a simbolizar la moral del esclavo perfectamente identificada por algunos de los más
grandes pensadores del pasado siglo, se empecina a sumir al hombre en una
crisis absoluta partiendo del imperdonable axioma según el cual el exceso de
felicidad no puede conducir a nada bueno.
Una vez pervertido el epicureismo,
tan solo resulta imprescindible un poco de Retórica Lasciva para crear la nueva
atmósfera en la cual ingredientes tales como la mediocridad, los complejos
e incluso la hipocresía se confabulen en aras de conciliar un modelo en el que
el miedo deje de ser algo denostable para pasar a ser el estado natural en el que el individuo ha de desenvolverse, y desde
el cual ha de llevar a cabo la toma de todas las decisiones que determinan su
proceder.
Conciliamos pues poco a poco todos los ingredientes que
determinan un escenario opresivo, reflejo de una sociedad enferma, que incapaz
de dar respuesta a las pretensiones de una suerte de individuos que antaño se
decidiera por no aceptar las fronteras que impuestas, se convertían en cadenas
lapidarias que impedían su desarrollo, se lanza ahora a gestar una convicción
basada por supuesto en preceptos manipulados fruto a menudo de silogismos
disyuntivos que a menudo no han sido sino burdamente manipulados, con la
deleznable voluntad de alienar al Hombre persiguiendo quién sabe si los
terribles objetivo tan magistralmente descritos ¿cómo no? en las que a la
postre son obras maestras primero de la Literatura, y luego del Cine, como
pueden ser 1982 o Fahrenheit 451.
Convencidos así pues de que el Cine acaba por convertirse
casi por obligación en el último refugio de los sueños, huelga pues casi anotar
la definición que sobre el mismo afirma que es precisamente eso, una fábrica de sueños. Y el cine
evoluciona y como es obvio, lo hace a través de la evolución de todos y cada
uno de los que son sus componentes imprescindibles, destacando de manera
fundamental la Música, en una relación que aunque nunca fue anecdótica ni
casual, no será hasta precisamente este último periodo cuando alcance todo su
esplendor, traducido en una simbiosis inaudita de la que hoy por hoy podemos
extraer la afirmación en base a la cual el cine actual no podría concebirse tal
y como de no contar con la Música actual, y por supuesto con sus compositores.
Definimos así los esbozos de una relación que en la
actualidad resulta no solo inestimable, sino que más bien parece extenderse de
manera infinita, tanto en el tiempo como en el espacio, de manera que
actualmente resulta imposible imaginarse el destino de la una sin la otra.
Porque la relación que se establece entre la Música, en
forma de Banda Sonora Original; y el cine, lejos de ser algo anecdótico o ni
tan siquiera experimental, da rápidamente paso a un vínculo solo comprensible
empleando los parámetros de lo que con arreglo a la Naturaleza se conoce como Simbiosis en grado de Mutualismo esto
es, una relación en base a la cual todos y cada uno de los integrantes de la
misma ven inequívocamente reforzados sus potencialidades precisamente por su
participación en dicha relación.
Se convierte así pues el Cine en el refugio de los sueños, y
por ende la Música recibe la encomienda de llevar a cabo la traducción imprescindible en base a la cual
la Razón, inequívocamente vinculada a lo cerebral, pueda acceder a los impulsos
del devenir sentimental, ampliando con ello de manera indiscutible los
parámetros del Hombre.
Será entonces cuando los compositores identifiquen en las
potencialidades que ofrece este nuevo escenario, el espacio natural en el cual
continuar el desarrollo a veces flemático, pero siempre único y magistral que
desde la instauración de la
Música Sinfónica en pos de convertirse en el marco ideal
y definitorio desde el cual aportar al Hombre el marco imprescindible desde el
que satisfacer con garantías su necesidad de expresión afectiva.
Instalados así pues en esta nueva realidad, los grandes
compositores de B.S.O. toman sin el menor género de dudas el relevo a los que a
finales del XIX se habían constituido en los últimos responsables de velar por
el tesoro de emociones que desde el periodo
barroco se preserva y expresa por medio de la Música; y que en este caso
había tenido en los músicos de entre época, los que conectan el Romanticismo
con el Realismo, a los últimos veristas.
Tenemos así pues al compositor
de BSO erguido en este caso sobre un atril virtual ya que, si bien su obra
no está en principio destinada a ser interpretas ex profeso de cara al público
(hecho hoy en día nada extraño en tanto que los conciertos de BSO son algo
habitual en la actualidad) si que conserva, y aún potenciado, el compromiso que
de cara a la emotividad y a la transmisión de sentimientos ha estado siempre
vinculado a la Música, cuando ésta se escribe con mayúsculas.
Se describe así casi por sí sola una relación que cuanto más
profundizamos en ella, más se parece a las relaciones que siempre han
caracterizado a la Música en sus distintas acepciones a lo largo de los
tiempos.
Así, como ésta, su relación para con los mecenas ha vivido
momentos tortuosos. Nadie duda de que Mozart o Rossini desesperaban de rabia
cada vez que se veían en la obligación de suprimir tal o cual pasaje o alarde
técnico, simplemente porque el que
pagaba, se empecinaba en imponer su criterio, a menudo impulsado por la
ignorancia, amparado en el poder de su bolsa.
De parecida manera, hoy podemos imaginarnos a Horner echando pestes contra Spielberg porque
el director no ve claro esto o aquello.
Sea como fuere, lo cierto es que sin entrar por supuesto en
valoraciones tácitas, nadie habría de dudar en la evidente relación que existe
entre el cine y la música.
Una relación que como ocurre en las grandes ocasiones
beneficia casi por igual a todos sus componentes, a la vez que en este caso se
ha erigido en una forma de mecenazgo que garantiza la continuidad de unos modos
cuando no de unos procederes cuyos orígenes y finalidades como ya hemos dicho,
se sumergen en lo más profundo de los principios que conciliaban a la postre
que garantizaban la supervivencia de la Composición Clásica
en sus más diversas concepciones y modos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.