Aunque solo sea, tal y como ocurre con la mayoría de las
cosas importante, cuando éstas son accesibles para la razón cuando han sido tamizadas por el bello surco de la dialéctica a saber, el resultado de
mucho más que la mera disputa propia de lucha entre contrario.
La disputa, el duelo, la controversia. Elementos
a priori beligerantes, y a la sazón y por ende exclusivamente vinculados a la
enajenación propia de lo destructivo; que alcanzan tras la metamorfosis a la
que el Hombre los somete, una suerte de condición productiva, cercana a la creatividad. La
capacidad de gestar, de promover un Génesis,
allí donde lo propio bien podría ser en exclusiva el Apocalipsis.
Lucha de contrarios, principio y fin. En todo caso la implementación
definitiva de la que es una de las constantes del Ser Humano, tal vez la más
difícil de comprender, si no de aceptar. La que redunda en sabernos capaces
literalmente de lo mejor y de lo peor, avergonzándonos a cada instante no solo
de no ser capaces de elegir siempre lo mejor, sino que con demasiada alevosía
somos capaces de llevar a cabo lo peor, condicionando con ello como de ninguna
otra manera nuestra evolución, en tanto que somos incapaces de mejorar en
nuestro propio autoconcepto.
Surgen entonces, tras sucederse tales conductas, tras
postergarnos el tiempo en el análisis de las mismas, cuando tal vez fluye la razón por derroteros diferentes,
permitiéndonos presenciar un atisbo de nuestra propia esencia, aquélla que por
otro lado permanece oculta en la mayoría de ocasiones. La verdad no sé hasta
que punto lo que vemos nos resulta o no atractivo. En cualquier caso, hermoso o
no, bello o grotesco, de lo que no cabe duda es de que lo percibido, quién sabe
si en realidad mas bien intuido, posee una fuerza arrebatadora, única y a la
sazón casi mística. Una fuerza solo comparable a la atribuible a todo lo
procedente de lo esotérico, de lo vinculado con los sueños.
Sueños contra realidad, de nuevo otra forma de Dialéctica. O
en este caso, tal vez no tanto. La vinculación entre los sueños y la realidad
es en realidad mucho más cercana y directa de lo que podríamos llegar a
imaginar. De no ser así, cómo entender la mera existencia de muchas de las
realidades que conforman, hoy por hoy, nuestra evidente Realidad. No se trataría de aceptar que todo aquello propenso a ser imaginado es
realizable. Me atrevería a reconducir la frase, y por ende sus efectos,
declarando desde su nueva consideración que nada
de lo que hoy por hoy forma parte de nuestra Realidad, lo es si haber pasado
antes por nuestra imaginación.
Me bato ya por ello en retirada, sin que de tal actitud se
derive presunción de cobardía, cuando sí más bien aprovecho la cinética
estructurada en los atisbos de la esencia del movimiento para dar un salto
dimensional, pasando por ello al terreno de las propias esencias, campo
propiciatorio a realidades no menos reales que las anteriores, cuando sí más
bien a realidades más cercanas si cabe a los aspectos más integradores del Ser
Humano. Aquellos aspectos que le ayudan a definirse, toda vez que definen todos
y cada uno de los elementos que conforman su realidad, ayudándole como ningún
otro a conferir crédito a esta misma realidad, que se va poco a poco volviendo
más real a medida que va siendo aprensible por el propio Hombre, que a su vez
se hace más hombre cuanto más competente se muestra para llevar a cabo tamaña
labor.
Y es entonces cuando el Hombre empieza a tener consciencia
de sí mismo. Una vez que dominado el proceso de sistematización de la Realidad,
ha de enfrentarse irreversiblemente no ya con la fuente de las respuestas, sino
más bien con el principio del que surgen
las respuestas.
De nuevo, reflexiva e irreverente, la Dialéctica. Porque
si bien las respuestas son difíciles, resultan comprensibles en la medida en
que de su propia esencia se deriva la comprensión del medio, en la medida en
que subyace el dominio de la naturaleza que
la compone pero, ¿cómo enfrentarse con la ardua labor de hacer frente a la
cuestión de las preguntas, sabiendo por definición que la naturaleza de éstas
difiere estructuralmente de la de las respuestas, en tanto que tal?
Lejos aquí y ahora de explorar tan siquiera el
procedimiento, lo cual sin duda como el
Kraken, nos devoraría, lo cierto es que de la mera proliferación de los
elementos que componen el razonamiento, hemos de extraer y así lo hacemos la
consideración de que bien podemos haber llegado a ese instante tan habitual en
los procederes en los que es el propio Hombre el objeto del estudio; en los que
hemos de aceptar en principio sin más la ubicuidad
de la esencia, o en términos más asépticos si cabe, la constatación de que la
magnitud del objeto estudiado es tan
enorme, que requiere de la aceptación de premisas envolventes y justificativas,
entre otras de las maniobras, a menudo antinaturales, que resulta
imprescindible desarrollar en pos de hacer creíble lo que en principio no lo
es.
Es entonces, una vez comenzamos a intuir la dificultad que
expresamente se esconde tras la tarea que hemos emprendido, cuando el olor de
algo no desconocido, aunque sí olvidado, comienza a envolvernos. Como el
recuerdo de un mal sueño, con el énfasis de un sueño de infancia; el atisbo de
la posibilidad del fracaso entumece nuestros miembros, vuelve mortecina nuestra
mejilla, y ensombrece el brillo de nuestras otrora palpitantes miradas. La
posibilidad del fracaso se hace patente, emergiendo rauda como presunción de
tormenta en el horizonte.
“Un milagro es la
planta que crece, aunque no dé flores extrañas.” Desde la constatación de las posibles
certezas que de tamaña afirmación puedan extraerse, lo cierto es que la mera
posibilidad de que no haga falta llegar a la consecución del objetivo, esto es
concebir que el disfrute del camino puede resultar en sí mismo lo
suficientemente atractivo, o al menos lo suficiente como para animarnos a
emprenderlo, constituye en sí mismo la comprensión de un logro de tal magnitud que bien podría
suponer asumir a título casi de corolario que, la mera existencia de la pretensión,
hace albergar suerte de credibilidad a la posibilidad de que la mera
consideración, haga proclive su aceptación como acertada.
Nos acercamos con ello una vez más, de manera otra vez
inevitable, a la enésima constatación de la certeza en base a la cual lo único
que queda meridianamente claro es la tremenda complejidad del Hombre, no tanto
en este caso en lo atinente a su configuración, como sí más bien por las
consecuencias propensas al estudio metafísico que tales configuraciones
albergan.
Vislumbrando de nuevo en la lontananza, y cambiando sin duda
a causa de ello el rumbo de nuestras consideraciones; la condición binomial del
Hombre nos lleva una vez más a renunciar tan siquiera a la presunción de
enumerar un escenario tan rico como controvertido, propenso en cualquier caso a
perder en un mar de consideraciones a cualquiera que se atreva, como Ulises, a
acercarse a sus costas.
Es la complejidad de lo humano lo que subyace a la paradoja
de ser el único ente propenso por un lado a necesitar comprenderse, haciendo de
la imposibilidad para ello motivo de grandeza. Del análisis tanto de éste, como
de semejantes razonamientos, extraemos una vez más la esencia inacabada del
Hombre, la que pasa por no solo asumir su fracaso, sino más bien por hacer una
suerte de chanza del mismo.
“Cuando nadie me ve,
como ahora, gusto de imaginar a veces si no será la música la única respuesta
posible para algunas preguntas.”
La frase, de BUERO VALLEJO, encierra a mi entender como
ninguna otra no tanto la esencia de las respuestas que en apariencia estábamos
buscando, como sí más bien la esencia de las preguntas que en realidad habrían
de resultar imprescindibles. Es a través de la comprensión de tamaña
afirmación, como nos erigimos poco a poco en entes válidos para comprender lo
que nos rodea, paso éste previo para ser digno de entendernos a nosotros
mismos.
Y lo digo, porque la frase encierra como nadie la
integración no solo de las esencias que vienen a componer la naturaleza del
Hombre, sino que de la misma se concibe la integración en tamaña naturaleza de
las variables de contexto, las destinadas a conformar el escenario espacial y
temporal, que nos acompañan de manera manifiestamente inexorable a la hora de
confeccionar tal realidad.
Porque ensimismados ya en el proceso, llevamos a gala el
empleo de otra máxima del autor, integradora como pocas de lo hasta ahora
expresado: El tiempo somos nosotros,
siendo por ello imposible detenerlo.”
Comenzamos así pues de manera sencilla, paralela a como
empezamos. Tal y como resulta preceptivo para cualquier ejercicio dialéctico
que se precie. Porque la dialéctica se diferencia de la mera lucha entre
contrarios, en que de la misma se espera conciliar la energía suficiente para
ser generadores de algo.
Aunque llegados a este punto, lo mejor pasa por recordar que
efectivamente, también el silencio es
necesario.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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