Pasando, cómo no, por Halloween.
¿Tradición extranjera? ¿Quién sabe si renuncia a la propia?
¿O se trata más bien de algo mucho más profundo, de nuevo mucho más inconfesable? De nuevo, otra vuelta de
tuerca. Una restauración desmembrada, propia
no ya solo del siglo XIX, sino más bien algo incomprensible, de no ser porque
en semejante caos se percibe palpitante la verdadera Historia
de España; una historia que, como en tantas otras ocasiones, ha de ser sentida,
por no ser conciliable con lo racional.
Y es por ello qué, a la par que nos alejamos de la razón, nos adentramos sin lugar a dudas
en los escenarios propios de lo mítico, de
lo inabordable; quién sabe si de lo eternamente
español. Esos lugares en los que solo los más apócrifos se mueven con
solturas, donde otras son las medidas que ciñen al Hombre, cuando medita la
solvencia de sus azañas.
Lugares pues, extraños, donde convergen en uno solo
corrientes antaño dispersas. Lugares carentes de ubicación, por no disponer de
espacios a los cuales asemejarlos. Lugares atemporales, precisamente porque
hablan de cosas tan propias, a la par que imprecisas, que todos los instantes
resultan contemporáneos, quién sabe si porque en realidad en ellos descansa la
esencia del tiempo, aquélla que tiene la pleitesía de responder siempre a
cualquiera que tenga la fuerza, pues no resulta bastante con mostrar destreza,
para hacer la pregunta adecuada.
Son entonces lugares y tiempos propios de otros Hombres,
propios de otros tiempos. Lugares limitados en el tiempo por Espronceda, por Rosalía de Castro, y cómo no, por Becquer. Lugares asintomáticos de
vida, quién sabe si porque en realidad en ellos se escondía no tanto la esencia
de la vida, como si más bien la esencia del Hombre. Lugares llenos de
inspiración, una inspiración inaudita por eterna, en la que la propia Historia
acudía a jugar con los Hombres, a los que se permitía el lujo de tratar como a
niños, al mostrarles sus miserias, perdonándoles a continuación todas sus
deudas, justo un segundo antes de humillarles hasta el infinito, un infinito
que el Hombre del Romanticismo Español reconoce
en el instante previo a tener que esgrimir
sus asuntos, una vez que éstos no tienen ya solución fundada.
Tiempos propios para la exaltación de un pasado, tan nacionalista unas veces, como regionalista otro, pero siempre y
en todas lleno hasta la saciedad de borbotones. Borbotones en los que se
reconoce el exceso con el que se reconoce además el Castellano que dará después, pese a quien pese, origen al Español.
Castellano unas veces, español otras, pero siempre hombre y
a la sazón pasional. Y será por ello que la pasión se convertirá en la nave
que, capitaneada desde la exaltación, permitirá a estos bravíos recorrer
tierras cuando no mares hasta unos confines por la mayoría ni tan siquiera
soñados. Confines de desazón unas veces, de triunfo otras. Pero siempre lugares
prestos a la paradoja de saber que lo que hoy no es sino territorio límite en
tanto que frontera ante lo desconocido, así mañana habrá de ser poco menos que
un puente destinado a unir espacios para nada comprometedores.
Mas ahí reside otro de los encantos, si no el mayor, de
cuantos residen en la esencia del Romanticismo Español. El encanto que pasa por
la capacidad tantas y tantas veces demostrada de mostrarse especialmente hábil
para negarse a sí mismo, consagrando
de tamaña suerte de prestidigitación, el deleite del que se sabe preexistente,
por no ser sus detractores capaces de delimitar ni tan siquiera el momento en
el que nació. ¿Pues cómo hacer entonces para decidir cuándo ha muerto el que
decimos a ciencia cierta que no ha vivido?
Y como prueba de tal paradoja, Gustavo Adolfo BÉCQUER. El
que nació muerto, en tanto que es el primero, cuando no el único ser verdaderamente romántico que conjuga
su existencia dentro del verdadero
Romanticismo Español, precisamente cuando el Romanticismo ya ha muerto en
Europa. De nuevo, cómo no, la paradoja española.
Paradoja que se repite, aunque ni por asomo amenaza con ser
reiterante, toda vez que nada de lo que ocurre en España, tiene parangón con lo
que ha ocurrido, ocurre, o está por ocurrir en Europa. Porque solo desde la incomprensión que supone aquél entonces,
aquél allí, podemos llegar a intuir el cúmulo de desazones que como país
predisponen todos los ingredientes en pos de satisfacer la demanda de una
felicidad a todas luces imposible al estar esencialmente impregnada de una
melancolía sutilmente contaminada no por la búsqueda de la libertad, sino por
la exaltación de un yo incompatible con el propio Hombre. Un Hombre, un yo,
incompatibles con el tiempo que les es propio, y que tiene en la contumaz
persistencia del Individuo Español su última esperanza no de sobrevivir, cuando
si de pervivir, aunque sea tan solo como eterna promesa porque, ¿Qué es el
Hombre sino una eterna promesa? A lo sumo una realidad inabordable, intratable
a la par que imposible de asumir hasta para los que compartimos genes, espacio
e instantes.
Surge así el rechazo como forma de encajar lo
inconmensurable del espacio, lo inabordable del tiempo. Es así como lo infinito, en su doble dimensión de
continuidad espacial, de longitud temporal, aborda sus propios límites,
superando con ello a los del Hombre, arrojándole a un torrente en el que el
propio espacio y el propio tiempo son concebibles a lo sumo a partir de la
integración que las emociones nos proporcionan. Es entonces cuando las últimas
fronteras, los últimos límites, caen ante el impulso del nuevo Hombre, quién
sabe si del Superhombre del que habló
Zarathustra, o si en realidad incluso éste no fuera sino una vaga
aproximación en tanto que éste es concebible.
Superado el Hombre, hemos de asumir la valía de sus
contextos. Es entonces cuando la Naturaleza se vuelve trascendente, y su
presencia, lejos de ser contextual, se redime en esencial. Es el momento de las
confidencias, el momento en el que los lobos, sus aullidos; el viento y su
ulular, se convierten en protagonistas tan importantes, cuando no más, de lo
que pueden llegar a serlo aquéllos caballeros que sobre blancos e indomables
corceles recorren El Moncayo el pos
de la prenda que Beatriz perdiera. ¿O en
realidad la dejó caer? Porque en definitiva de eso se trata, de eso se ha
tratado siempre. De dirimir las grandes cuestiones,
para tratar de localizar después al Hombre que de las mismas resulte. Un
Hombre nuevo en tanto que viejo. Un Hombre que se recompone a sí mismo, en
tanto que se reconoce en las tradiciones.
Tradición, el otro gran ingrediente. Una vez superada la
Historia, aquí no tiene cabida lo objetivo, ¿Qué nos importa la Realidad
pudiéndola suplir por una buena interpretación? Por ello, o quién sabe si a
pesar de ello, la distorsión propia del dramatismo se adueña de todo, logrando
lo imposible, haciendo el milagro, volver cultivables incluso los espacios que
otrora resultaron estériles.
Y como siempre, como elemento integrador, como único
referente en el que humanos y hombres se sienten cómodos, a la par que sirve
para identificar a las bestias…El Lenguaje, efectista, recargado, exagerado
como en ninguna otra ocasión, sirve, mediante la ordenación desordenada que
prometen las antítesis violentas, para poner al Hombre frente a su paradoja. La
de saber que lo único que diferencia al Hombre de las Bestias se resume en el
conocimiento de lo inexorable, ni más
ni menos que saber que va a morir. Lo que sin duda le condena a tener que vivir
plenamente, aunque por ello se condene eternamente, en tanto que vivir
plenamente no le lleve sino a enfrentarse con Dios.
Y como siempre, una vez más, la conclusión funesta, la que
pasa no por la conclusión, como sí más bien por la eterna reformulación del
siempre presente dilema, a saber el que enfrenta al Hombre Racional y frío, con
el Hombre Pragmático, conocedor de las sensaciones, cadente con ello hacia lo
pasional. KANT creyó haber logrado la restitución de ambos los dos Hombres. Sin
embargo las pasiones del Don Juan de
Zorrilla, o el cinismo mal disimulado de Isabel en El Monte de las Ánimas de Bécquer, no vendrán sino a reafirmarnos
en nuestra convicción de que el Hombre
del XIX, si es que existe, ha de buscar su esencia, cuando no el motivo de
su existencia, más en las brumas del monte que hay cercano a las ruinas del
Monasterio del Temple, que en las ruinas de una idea de España que es tan fruto
de la imaginación, cuando no más, que el propio tañido de campanas que a unos y
a otros sobrecoge.
Morir por una idea, acaso por una ensoñación. Por una
locura. ¿Hay acaso forma más gratificante de morir? Si es que la muerte alguna
vez fue grata.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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