Resulta una vez más que, fruto del proceso cifrado a partir
de la observación atenta de algo tan aparentemente rutinario como podría llegar
a considerarse el propio fenómeno del paso de el tiempo, podemos llegar de
manera más o menos rotunda, de manera más o menos rápida, a la casi evidente
aceptación de lo inexorable del relativismo del que el mismo se halla
recubierto.
Así, constatando una vez más la eficacia de la letanía que
redunda en pos de observar el inaudito paso del tiempo, proceso éste que queda
maravillosamente implementado en el conciso gesto de ver cómo las hojas del
calendario transitan, haciendo obvio que el tiempo, al menos el correspondiente
al instante que vivíamos, es ya pasado, se empecina en arremolinarnos en torno
a la concesión de los espacios necesarios para aceptar, no tanto para asumir,
la contingencia de nuestra existencia; contingencia de la que somos conscientes
solo en tanto que asumimos nuestro propio relativismo.
Porque al final, o quién sabe si al principio, es de eso y
nada más de lo que se trata. De la contingencia,
traducción evidente de nuestra necedad; último bastión al que puede optar a
merecer un Hombre cada vez más
sumiso, cada vez más derrotado. Un Hombre
que se hace merecedor de semejante constancia de derrota precisamente en la
medida en que sus débiles conatos de revuelta, implícitos en su cada vez mayor
empeño de parecer ante sí mismo y los demás más lleno de verdad, refuerzan
ahora ya sí de manera consciente, la evidencia de que el final se aproxima.
Prueba evidente de ello, el siglo que hemos dejado atrás. O
para ser más certeros, la interpretación que del mencionado transitar del
tiempo hemos sido capaces de extraer.
El Siglo de la Ciencia para unos, el Siglo de las Luces para
otros, lo cierto es que el Siglo de la Guerra para todos. Lo único que podemos
aseverar, quizá lo único en lo que unos y otros podemos llegar a estar de
acuerdo, sea en que el pasado Siglo XX ha acumulado tanto por intensidad como
por violencia del Hombre contra el Hombre, el mayor grado de violencia del que
especie alguna ha sido nunca capaz a lo largo de todo el periodo de la Historia
de la Humanidad.
Inmersos todavía en los
ecos de las conmemoraciones del I.º Centenario del comienzo de la Primera Guerra
Mundial ; lo cierto es que precisamente en esta semana,
concretamente el pasado día once, se cumplieron 96 años de la firma del
armisticio que ponía fin al mencionado conflicto, a saber, el mayor conflicto
que hasta ese momento había azotado a la especie humana. Y considero adecuado
emplear estos términos sencillamente porque el conflicto alcanzó sin duda a
dañar la esencia de lo que se supone debe ser un Ser Humano.
Pero como nada o casi nada ocurre por azar, el azar es a
menudo una delación en la que la Razón cae a medida que evoluciona su vínculo
para con el Hombre; lo cierto es que todo o casi todo lo que ocurrirá en el
siglo XX después de los hechos acontecidos aquél miércoles 11 de noviembre de
1918, estarán para siempre vinculados a
los mismos, viniendo unas veces motivados por ellos, siendo en otras
consecuencia propia y casi inexorable de los mismos.
Tenemos así que empezar, no por cuestiones cronológicas, más
bien por una mera consideración de orden, a entender que si bien la Primera Guerra
Mundial comienza en 1914, lo cierto es que no se tratará de
la primera guerra del recién estrenado siglo XX. Es más, la propia existencia
de la guerra, la contingencia en la que se ve reflejada, pone de manifiesto que
más allá de la mera condición cronológica, de hacer caso a las emociones,
dejándonos guiar por las sensaciones que éstas nos trasladan, bien podríamos
decir no solo que el siglo XIX no ha llegado, sino que a la vista del contexto,
sus realidades y contingencias están en aquel 1900 más vivos que nunca.
Las causas no ya de
estas aseveraciones, sino de que las mismas tengan en realidad sentido hay que
buscarlas, como en la mayoría de ocasiones en las que el objeto de lo apremiante
posee una verdadera importancia; en la contingencia derivada de la
implementación de múltiples variables que inciden a la vez, creando éstas a la
vez un escenario de potencialidades tan elevado, que convierten en casi
anecdótico cualquier esfuerzo categórico por aproximarnos a la realidad.
Dentro de tamaña irrealidad, resulta no necesario, casi
imprescindible, buscar un elemento categórico que por ende ser encuentre
presente de una u otra manera en todos los escenarios, a la vez que en todos
los tiempos, en los que se hayan desarrollado acontecimientos con alguna
solvencia de cara a lo que estamos estudiando.
Vista la amplitud de los escenarios que se abren a partir de
tamaña consideración, resulta casi evidente el marcado carácter de abstracción de
los que habrán de gozar cualquiera de las directivas consideradas como dignas
de ser tomadas en consideración a la hora de escenificar lo comentado.
Rebuscando pues entre los por otro lado tampoco muy
numerosos catálogos en los que poder encontrar tamañas variables, acabamos por
ceder a la conclusión de que solo factores estructurales, propiciatorios de la
propia esencia del Hombre, pueden figurar como dignos elementos desencadenantes
de tamaño conflicto.
Surgen así estructuras propias de la Razón, o a la sazón
frutos de ésta, como responsable quién sabe si indirectos, no tanto del
conflicto, cuando sí más bien del cúmulo de contingencias que tras evolucionar
a realidades, terminaron por condicionar una realidad en la que solo el
conflicto a escala mundial podía llegar a suponer ¿solución? a lo planteado.
Resulta así que, sin caer en la tentación de manipular el
escenario, todos estaremos más o menos de acuerdo en declarar al XIX el Siglo del Romanticismo. Sin
embargo, lejos de contradecirnos a nosotros mismos propiciando una suerte de
neurosis, no es menos cierto que la velocidad con la que esta línea de
pensamiento fue superada, concretamente por el Realismo, nos obligan a aceptar
que las consecuencias que éste trajo para el pensamiento del XIX, a pesar de su al menos en apariencia corta
duración, supusieron en realidad una trascendencia tan grande cuando no
mayor, de lo que las premisas implementadas por el Romanticismo habían
supuesto.
Asumidas como propias las premisas según las cuales resulta
cada vez más difícil discernir la direccionalidad de las implicaciones surgidas
entre realidad e idearios; o dicho de otra manera aceptando la imposibilidad de
saber si la realidad genera las ideas, o son las ideas las que conforman la
realidad; lo cierto es que a estas alturas ya casi resulta evidente la
determinación de la transición que existe entre el desastroso arranque del
siglo XIX, y la corriente de insatisfacción que tras el mismo se cierne, que
puede quedar resumida en la constatación evidente de la existencia de una
sensación en base a la cual la transición entre el XIX y el XX en realidad no
se había producido.
¿La conmiseración de semejante certeza? La realidad en sí
misma, o a lo sumo la asunción que de la misma hacía el Hombre de comienzos del
XX.
El Hombre no se enfrenta a la realidad, lo hace a la
interpretación que de la misma hace y…¿Qué realidad tenia ante sí el Hombre del
primer cuarto del XX?
Basta un ligero vistazo a las encomiendas bajo las que se regía efectivamente no solo el
tránsito, sino más bien todo el proceso desarrollado por el Hombre para
posicionarse respecto de la realidad, y comprobaremos sin el menor esfuerzo
como la transición del 1800 al 1900 fue ficticia, exclusivamente cronológica
cuando menos.
Todo, absolutamente todo, Economía, Sociedad, Política,
incluso la Religión, parecían conspirar en tal dirección. Una dirección que
como en tantas otras ocasiones empuja al Hombre convenciéndole de su obligación
para desarrollar procesos, a menudo utopías para las que no solo no está
preparado. Y lo peor de todo no es solo eso, lo peor de todo es que las heridas
que dejan estos fracasos, más concretamente su recuerdo, actuarán como freno
limitando ostensiblemente las capacidades de las futuras generaciones en
momentos imprescindibles.
Vamos consolidando así un escenario muy elaborado, cuyo
elemento de cohesión, a saber el propio Hombre, se muestra no obstante como un
ente un tanto débil, si no por acción, si por supuesto por omisión ya que, sin
duda alguna, el Hombre de principios del XX es en realidad una suerte de
continuidad del Hombre del XIX. Pero la pregunta es ahora ya inexcusable: ¿Ha
llegado a haber un Hombre del siglo XX?
La pregunta, clara, requiere pues una respuesta clara. Lo
cual no hace sino incrementar las dificultades propias, ya de por sí elevadas.
Si buscamos en sus logros, quién sabe si para encontrar en
sus motivaciones un ápice de su esencia, y tirar de semejante hebra en pos de
diligenciar una forma de aproximación, nos toparemos de frente con la paradoja
que supone el comprobar hasta qué punto el
Siglo de la Ciencia ha supuesto en realidad, el siglo de la deshumanización. Es
como si cuanto más investigaba el Hombre del XX, más se alejaba de sí mismo. En
el colmo de la perversión, haciendo del paroxismo otro modelo propio de VALLE-INCLÁN, el Hombre del XX se ha
alienado voluntariamente entrando en una escala de decadencia inducida que se
mueve en términos de proporcionalidad respecto del grado de aparente éxito que
en su alocada carrera obtienen.
Así, de parecida manera a como el 11 de noviembre de 1918 no
vio el fin de la I.ª Guerra Mundial ,
sino que alumbró lo inexorable de una segunda, es como la no consecución de los
objetivos propios del XX parecen convertir en inexorable una forma de retorno
no sabemos si sobre nuestros pasos, pero que en cualquier caso supongan cuando
menos un instante de reflexión sobre lo alcanzado o no en estas décadas de
alocada carrera.
El paso del tiempo supone poco más que lo que las huellas lo
son para el camino; la conjunción de polvo y viento las hace estériles. Al
final, lo único que importa es si hemos aprendido algo en el propio caminar.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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