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Difícil, muy difícil resulta llevar a cabo una aproximación
no ya objetiva, cuando a lo sumo no demasiado velada por las interpretaciones,
del que ha sido no ya uno de los acontecimientos bélicos más importantes de
toda la Historia de la Humanidad, a la par que el desencadenante de tantos principios, como necesariamente, de finales.
Tratar de traducir la I GUERRA MUNDIAL
a términos categóricamente comprensibles para
el Hombre de hoy, requiere de un ímprobo esfuerzo cuyo recelo procede no tanto
del esfuerzo en sí, como de la incapacidad para garantiza que tal esfuerzo
valga la pena en tanto que nada puede garantizar, ni tan siquiera someramente,
que nos encontremos en condiciones de reproducir el tapiz de emociones, sentimientos nacionalistas, y fervores patrios sin
los cuales resultaría imposible entender no ya la guerra, como por supuesto y
tal vez más los grandes entresijos que
vienen a condicionar de manera absoluta el tejido de Europa, no solo a niveles
estratégicos y geográficos, sino absolutamente sociales, y por ende morales.
¿Qué es el pasado, si
no el prólogo del presente? Parafraseamos a SHAKESPEARE
no para ensalzarle, ni mucho menos para mitificarle. Osamos traerle a
colación al considerarle tanto a él, como por supuesto a su obra, en el más
acertado compendio a partir del cual tratar de contemporizar la obra de otro
gran inglés, a saber Norman ANGELL, quien con su excepcional obra The Great Illusion, logra, aunque de
manera casi accidental, ir exponiendo con suma brillantez, lo que no será sino
un verdadero ejercicio de alarde y talento, al adelantar en casi cuatro años un
magnífico compendio de la práctica totalidad de circunstancias que acabarán por
inflamar Europa, a partir de los sucesos acaecidos en Sarajevo, hace hoy cien
años.
Lo único negativo de cara al prestigio del Sr. ANGELL pasa
por comprender que su enumeración, así como por supuesto la sucesión de
argumentos que a colación se esgrimen, lo hacen precisamente para demostrar la
que en su apariencia es “constatación
franca y evidente de la imposibilidad que a todas luces se demuestra a la hora
de considerar como posible un nuevo enfrentamiento en Europa (1910) (…)
resumiendo en principio las conclusiones en el francamente elevadísimo coste
que a todas luces y en todos los aspectos el mismo traería aparejado.”
Ciertamente, de la lectura atenta no solo de la obra de
ANGELL, como sí incluso de la mera interpretación de la realidad del momento;
extraer con franqueza una mera conclusión favorable de cara no ya a provocar,
cuando tan siquiera a comprender un conflicto armado parece, a todas luces, más
que descabellado, francamente malintencionado.
Así, el siglo XX había comenzado en medio de un verdadero
remanso de paz en Europa. Las grandes potencias habían alcanzado el equilibrio,
y la guerra parecía algo francamente inconcebible.
Sinceramente, parecía como si el continente hubiera
aprendido la lección. Era
como si el recuerdo de por ejemplo el siglo XVII, en el que a lo largo de toda
la centuria apenas podemos contabilizar quince años de paz; hubiera engendrado
definitivamente no ya una conciencia, habría bastado con un principio
estrictamente pragmático a partir del cual desarrollar el Principio de Paz Eterna promulgado por E. KANT.
Volviendo a ANGELL, y concretamente a su libro The Great Illusion, ningún otro ejemplo
de positivismo hallaremos que refleje
mejor no ya el deseo y en definitiva la ilusión, de alcanzar verdaderamente la Plena
Paz en Europa.
Se trata así, de mucho más que de un simple entramado de
posibilidades. Estas son positiva, y por
ende científicamente superadas, a partir del momento en el que se proceden
a enumerar de manera más o menos categórica el sinfín de realidades que hacen
creíble la posibilidad de una paz duradera para el continente y por supuesto
para sus habitantes.
El mundo se hallaba, ciertamente, renovado. Cierto es que en
todas las épocas, el progreso por definición procede con tales propósito,
dependiendo el grado de implementación del mismo en la mayoría de los casos de
la valía de los medios con los que el agente renovador cuenta, los cuales a su
vez suelen ser directamente proporcionales al grado de modernidad de la época
en la que hayamos detenido nuestra voluntad.
Pues en el momento determinado al que estamos haciendo
alusión, todo parece dar testimonio de
un mundo transformado, en este caso por la cultura, y el desarrollo
tanto tecnológico, como por supuesto económico.
Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de tales
reflexiones, las cuales son elegidas precisamente al ser consideradas por
nosotros como el mejor testimonio de la corriente
positivista que recorría Europa; llevan a pensar que “efectivamente el mundo progresa, porque tiene que progresar, porque el
progreso es una cualidad inherente a la Historia. Han
llegado los tiempos mejores, en los que es posible la reconquista del Paraíso.
Una sociedad tecnológicamente culta, avanzada…tolerante, que posee
efectivamente la capacidad de organizar un mundo mejor con la seguridad de que
todos serán de hecho, más felices.”
Nos encontramos así ante toda una “Declaración de
Intenciones”. Ante un desarrollo encaminado tal vez en apariencia a enumerar
como hemos dicho El Decamerón que, a
modo de listado objetivo de argumentos, contemple de forma pormenorizada la que
sería larga lista de motivos en contra de
una confrontación con la que el hombre racional de principios del Siglo XX
contaría a la hora de declarar inverosímil la posibilidad de una guerra.
Entonces…¿Dónde hay que buscar la otra lista? Aquélla que
contiene los atributos que justifican una contienda, y que tal y como la
realidad demuestra, acabó por demostrarse como más creíble.
Una vez más, hemos de buscar tales componentes dentro de los
campos semánticos de estructuras que, bien por no haber estado nunca
comprometidas dentro de anteriores, bien por haberlo estado a unos niveles completamente
diferentes; nos llevan en cualquier caso a inferir otro significado de esa
realidad que inexorablemente pasa por comprender que la Gran Guerra
constituye, además de un elemento novedoso, la certeza de ser un ente dinámico, esto es, capaz de inventarse
a sí misma, una y otra vez, hasta el punto de dar un nuevo significado a la
condición del tiempo.
Y es al revisar el catálogo de esos nuevos conceptos, donde
encontramos uno novedoso, a la par que fundamental. La Economía, algo
sorprendente al menos hasta ese momento, y más si se refiere a consideraciones
de guerra, lleva a cabo la que bien podría ser considerada como su aparición
estelar, pasando rápidamente a demostrarse como uno de los considerandos más
influyentes a tener en cuenta a la hora no solo ya de entender la contienda,
como incluso de poder llevar a cabo un pronóstico bien aventurado sobre el
destino que la misma puede llegar a alcanzar.
Se trata pues, no solo de comprender el concepto de la novedosa Economía de
Guerra. Se trata más bien de considerarla en su amplia acepción.
Desde la Revolución Industrial , ningún otro elemento había venido a
introducirse en la ecuación, con tanta intensidad y provocando unas incidencias
de tamaña repercusión. Así, no se trata como en el caso de otras contiendas, de
tener en cuenta variables que afecten a hechos tales como la necesidad de
mantener operativas las estructuras de subsistencias de los estados en
beligerancia. Por primera vez, la necesidad generada por el propio desarrollo
de las beligerancias origina un mercado que
no solo exige prioridad, sino que además promete beneficios.
Estamos pues, ante el fenómeno definitivo. El Gran Monstruo, La Guerra, supera
todas las expectativas, al ser capaz de regenerarse minuto a minuto al
encontrar en sí misma, he ahí otra novedad, motivos y recursos que no solo
justifican, más bien provocan, el desarrollo de más y mejores acciones
destinadas a matar, que requieren así mismo la participación de recursos que
garanticen más y mejores resultados a la hora de lograr el objetivo, matar.
Es entonces cuando comprendemos el error de ANGELL: El siglo
XX había supuesto la efectiva desaparición de los caballos del Apocalipsis a saber, La Peste, La Guerra y El Hambre.
Sin duda se olvidó del más peligroso. El que impera en la
sinrazón del Hombre cuando se ve atosigado por el miedo, o peor aún cuando se
ve azuzado por el odio.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.