Sumidos como estamos en una malsana corriente naturalista, en base a la cual parece de obligado
cumplimiento abrazar máximas tales como las que obligan a comulgar con tesis en
base a las cuales el mero paso del tiempo lleva inexorablemente aparejado
progreso; lo cierto es que resulta ahora, más que nunca, imprescindible el
detenernos unos instantes en pos de observar nuestro derredor para, una vez
adquirida la imprescindible perspectiva, poder retomar el hábito cuando no
tanto de la emisión de conclusiones, si al menos el propio de la obtención de
someras posiciones.
Inmersos en el trauma propio de la brusquedad con la que la
realidad se ha cobrado su tributo, y una vez que todos empezamos a ser de nuevo
conscientes de la que vuelve a ser de nuevo nuestra posición. Tras comprobar,
no sin sorpresa todo hay que decirlo, que en realidad el mundo no ha girado más
deprisa, ni por supuesto la Humanidad ha sido capaz de ir mucho más allá de
donde en principio le correspondía según el recuento de medios desde el que
partía, lo cierto es que bien mirado, la profunda desazón podría no ser la más
adecuada de las fruiciones desde las que otear el horizonte que ante nosotros
se abre, si bien en el caso de que decidamos venga a convertirse en la fuente
desde la que partirán nuestras consideraciones, las mismas no será de justicia
sean excesivamente criticadas por ello.
Porque una vez el mito
ha vuelto a dejar paso al logos, y
los cánones han sido restablecidos, lo cierto es que tal y como le ocurre al
general que desde su colina de observación observa las consecuencias de la
batalla; sea cual sea el resultado la responsabilidad le obliga a volver a
plantearse si de verdad todo aquello fue necesario, si de verdad no había
ciertamente otra forma de hacer las cosas.
Es entonces desde tales consideraciones, o más concretamente
desde el momento en el que las mismas adquieren su rigor, desde donde podemos
llegar a intuir, aunque en realidad sea vagamente, el escenario donde mejor se
comprende el significado de términos como inexorable,
inevitable, y si se me apura, imprescindible.
Términos enormes, magníficos todos ellos, y por ello si cabe
más dignos de respeto. Pero términos igualmente que, soliviantados por el
relativismo imperante, el cual no hace sino reducir el talante de los hombres
ante su inexpresividad ante tales logros; poniendo de manifiesto la indolencia propia del cretinismo desde
el que hoy por hoy parece observamos todo aquello que nos parece inaccesible.
Es así que, una vez desnortados,
perdidos, sometidos al devenir de fuerzas que no acertamos a comprender,
las cuales escenifican su magnitud dándose al desasosiego mordaz de la tropelía
inicua; hemos de asumir lo inaccesible de afrontar por nuestros propios medios
la salvedad de un futuro oscuro por incomprensible, en el cual los
acontecimientos y su literal tránsito adoptan la postura del franco devenir,
obligando al Hombre, al menos en principio, a asumir tal trasiego desde una
resignación cuyos frutos cada día se parecen más a los que produce la hiel
cuando es ingerida.
Es a partir de entonces cuando más necesario resulta, tanto
para la salud del individuo, como para la pervivencia de la especie, remontar
el largo río de la Historia y de la Moral, en pos de los conceptos, y no en
menor medida de las consideraciones, en virtud de las cuales otros antes que
nosotros afrontaron si no éstas, sí parecidas realidades. Unas realidades que
sin duda, generaron en ellos parecidas, si no las mismas, emociones.
Los grandes conceptos: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Conceptos dueños de la eternidad, toda vez que sobre los mismos descansa la
infranqueable certeza de la ausencia de efecto del factor tiempo. Conceptos que
son atemporales, en tanto que de los mismos participa activamente la esencia
del propio Hombre. Una esencia así mismo, atemporal en tanto que substancial.
Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los conceptos por naturaleza. Definitivos, a la vez que
definitorios. Presentes en toda categorización digna que de El Hombre o de su
Obra desee hacerse; y que por ello han de estar presentes de una u otra manera,
en un proceso como el actual. Un proceso dictado en pos de lograr no la
continuidad del Hombre, sino su superación.
Un proceso que, en contra de lo que pueda parecer, o de lo
que algunos pretendan hacernos creer, no solo no es nuevo, sino que más bien es
indiscutible para cuantos pretendan comprender al Hombre en toda su extensión.
Inexorable especialmente para cuantos crean poder hacerse un idea del Hombre Español, en su dimensión más
absoluta.
Cuando Juan Bautista AZNAR-CABAÑAS entraba en el Palacio de
Oriente de Madrid aquél 13 de abril de 1931 para celebrar en principio el
habitual Consejo de Ministros, del cual era Presidente; fue interrogado por un
periodista en relación a la aparente
crisis que el resultado de las elecciones del día anterior podían haber
suscitado. “¿Qué si habrá crisis? ¿Qué más crisis espera usted de un país que
se acostó monárquico, y se ha levantado republicano?
Más allá de constatar lo periodístico
del cometario, lo cierto es que el mismo resulta especialmente recomendable
de cara a las tesis que hoy defendemos toda vez que en el mismo se encuentran
maravillosamente dibujados los aspectos de redundancia temporal desde los que
hemos comenzado a dotar de tesitura hoy nuestras observaciones.
Así, resulta evidente que una vez superado el shock que
parece acompañar a un escenario en el que bien podría darse por hecho que nada
parece más desaconsejable que imprimir velocidad, cuando no instantaneidad al
devenir de los acontecimientos, lo cierto es que si a su vez somos nosotros los
que nos damos unos segundos para proyectar la necesaria perspectiva,
rápidamente acabaremos por comprobar cómo la supuesta velocidad con la que
parecen precipitarse los acontecimientos no procede de los acontecimientos en
sí, cuando sí más bien de la trascendencia de las fuerzas que participan en pos
de los hechos.
Por eso aquel despertar
republicano acontecido el 14 de abril de 1931 no puede ni debe ser
analizado desde el punto de vista de un error, de una casualidad, ni por
supuesto de una aparente transición de acontecimientos que a priori no podían
desembocar en ninguna otra realidad.
Más bien al contrario aquel reencuentro con la Responsabilidad Republicana que España adoptó aquel domingo de abril de 1931, viene a
representar una recapitulación que, en contra de lo que pueda parecer, no mira
hacia el pasado sino al futuro. Un futuro de ilusión, de futuro y esperanza. Un
futuro dedicado al hombre en su más amplia concepción.
Un futuro otrosí, predecible. Predecible, en tanto que
inexorable. Un futuro que lleva a España a reconciliarse consigo misma, toda
vez que viene a permitir la reconciliación de los españoles con ellos mismos, y
con el propio país.
Un reconciliación que permite a España superarse a sí misma,
en tanto que trasciende por primera vez los límites materiales que tiene como
país, y que muestra los logros al ser la primera vez a efectos en la que se
supera el endémico trauma en el que se
debate el eterno presente de España y de los españoles.
Se supera así el ¡qué
país! De Mariano José de Larra. Superamos el En este país…Ésta es la frase que todos repetimos a porfía. Frase que
sirve de clave para todo tipo de explicaciones, cualquiera sea la cosa que a
nuestro ojos choque en el mal sentido. ¿Qué quiere usted….? Decimos. ¡En este
país! Cualquier acontecimiento desagradable que nos sucede, creemos explicarle
perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de este país! Que con vanidad
pronunciamos, y sin pudor repetimos.
Sustituyamos
sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdo del ayer y veamos si teníamos
razón en decir a propósito de todo: ¡Cosas de este país!
Son estas palabras pertenecientes a LARRA, extractadas
directamente de El Censor, en su
edición de 1830, el más firme reflejo de otra de esas grandes paradojas que
acompañan siempre no tanto a España, como sí al hecho de ser, y tener que
conducirse, como español. Si bien y como el propio Larra había dicho ediciones
atrás “….éste ha dejado poco a poco de ser un país donde conducirse como
caballero.” Lo cierto es que una vez superados los condicionantes propios de la
perspectiva, la cita nos devuelve a la certeza de que las grandes cosas son no
ya tanto predecibles, como sí más bien necesarias. Necesarias, porque tienen
efectivamente en sí mismas la causa última de su existencia, naturaleza ésta
que les dota de la certeza imprescindible para superar el aquí y el ahora que pueden no obstante serles propio, y terminar
desembocando en la generación de sus propias primacías.
Es así como la resignación, antaño síntoma de prejuicios
dolosos, adopta ahora una tesitura mucho más imperturbable. La que precede a la
certeza de que cuestiones y conceptos tales como Libertad, Igualdad y
Fraternidad, bien podrían formar parte durante siglos del recuerdo, pero lo
inexorable del vínculo que con el Hombre tienen, redunda en la certeza de que
siempre, antes o después, han de terminar aflorando.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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