...Cuando se tiene la certeza de que existen instantes
capaces de resumir por sí mismos, toda la eternidad.
Asistimos, una vez más, a un momento histórico. Pero como
suele ocurrir muy a menudo, la incapacidad para dar un paso atrás, en busca de
la debida y siempre imprescindible perspectiva, nos aleja de manera inexorable
de la posibilidad de apreciarlo en toda su magnitud.
Nos despertamos hace algunos días con la que sin duda,
debería ser una de las noticias dignas de figurar entre las más reseñables de la historia. En el
Ártico, y después de un largo trabajo, lo que sin duda viene a ser el eufemismo
detrás del que los científicos competentes esconden sus múltiples fracasos; un
grupo norteamericano ha sido capaz de detectar el que sin duda alguna parece
ser el rastro dejado por el primer llanto del universo.
El rastro del infinito, un rastro que lleva recorriendo el
tiempo, y por ende el espacio, desde hace más de catorce mil ochocientos
millones de años. Un eco que, lejos de intimidarnos, sencillamente nos da la
medida de lo que en realidad somos.
Pero, ¿se trata del recuerdo que un principio dejó en el
universo? O por el contrario se trata de una especie de consecuencia. Algo así
como suponer que un algo previo, se aseguró de que el momento quedaba
registrado. Tal vez para que algún día, o lo que es lo mismo, un instante,
alguien recogiera el guante. Quién sabe si a modo de constatación, cuando
no a modo de reto.
Casi quince mil millones de años os contemplan. La frase,
aunque hermosa, ¡qué duda cabe!, no es exacta. Y no lo es sencillamente porque
entre aquélla primera detonación, y el comienzo de la formación de nuestro
planeta, aún habrían de pasar otros diez mil millones de años.
En lo concerniente a la aparición de la vida, en sus formas
complejas, incluyendo obviamente entre ellas a la representada por los seres
humanos, mejor casi ni hablamos.
En términos de juego gráfico, podríamos decir que si
comprimiésemos de manera proporcionada los tiempos expresados, en el símil que
vendría a estar representado por la duración de un día terrestre, el total de
las acciones desarrolladas por la Humanidad, habrían de estar concentradas en
el último minuto.
Mas en cualquier caso, y lejos de hallarse en mi ánimo en el
día de hoy someter a consideración, y mucho menos minusvalorar uno solo de los
múltiples logros alcanzados por el Hombre, lo cierto que toda vez, al
contrario, hemos de considerar seriamente la interpretación que de los mismos
ha de referirse a la vista de los efectos que para todo y para todos, los
mismos han tenido.
Acudimos una vez más a la obra de ARISTÓTELES, y nos
detenemos aunque no haya de ser más que unos segundos, en pos de referir la
importancia que pensamientos y desarrollos mentales de la talla del Motor
Inmóvil, o la causa incausada, a saber el primer hecho activador, en tanto
que puede transmitir movimiento a otro sin que él necesite buscar en agente
externo el origen de su primer movimiento; generan en pos de sí, y para
siempre, una sucesión de pensamientos cuya importancia no ha de residir tanto
en las conclusiones a las que pueda conducirnos, como que sí han de ser
buscadas más bien en el mero hecho de que tal pensamiento pueda llegar a
permitirse, cuando más a formalizarse.
Pero al igual que el universo no solo no se detuvo, sino que
más bien comenzó una eterna carrera hacia adelante, es así, cuando no de
parecida manera, que el pensamiento humano hizo lo propio, salvando como el
primero, con paso firme y decidido, el cada vez más impactante cúmulo de dificultades que se interponían con peor o
mejor suerte, a su paso.
Será así como Tomás de Aquino plantee la que si bien es
continuación de la teoría del Maestro
Griego, venga en realidad a matizarla, cuando no a implementarla, al poder ésta
aplicarse tras sus modificaciones, en campos de exposición más amplios,
afectando con ello a un nivel de logro de profundidad que supera, posiblemente
con mucho, a la profundidad más extensa que la más extensa de las galaxias
pueda en realidad sugerirnos.
Viene así Tomás, a someternos al dilema eterno que a priori
abriese ARISTÓTELES, con la excepcional paradoja de que, según él, de manera
inequívoca, el mismo quedará para siempre resuelto.
Estamos hablando, obviamente, de la existencia o no de una entidad
superior, de un Motor Inmóvil, de una Causa Incausada la cual, permaneciendo
por siempre, para siempre y desde siempre, hubiera estado ahí desde incluso
antes de ese primer llanto.
Dirá Tomás que, en la medida en que: “ (…) es así que la
existencia de Dios es objeto de la intuición. En la medida en que el Hombre puede
pensar en ello, supone el mero hecho de la presencia de tal pensamiento, una
prueba en previsión inequívoca de la existencia del mismo ya que por ser éste
un pensamiento a priori, esto es, al no poder proceder de la experiencia en
tanto que el Hombre no puede acceder a constatación alguna del infinito; hemos
de finalizar la concesión de tal concepto como un a priori. Tal afirmación
coincide con la asunción de que tal pensamiento ha sido insertado en nosotros
por una fuerza suprema, el propio Dios.
Esto es que, a título de conclusión, el mero hecho de poder
pensar que la infinidad de Dios existe, ha de ser prueba palpable y casi
flagrante de la existencia del mencionado Dios.”
Descansa en la base de esta exposición no tanto la necesidad
de expresar la grandeza de Dios, como sí más bien la de hacerlo a tenor de la
grandeza del Hombre. Un Hombre que, a pesar de ser capaz de retroceder eones
embarcándose en el viaje más impresionante al que nada ni nadie puede
aspirar, a saber el viaje que supone buscar el propio origen; no dudará un solo
instante, al minuto después de haber hallado aquello que buscaba, en retroceder
sobre su propio esencia, buscando en la inmensidad de la idea de un Dios cuya
presencia solo intuye, la protección que cree necesitar ante la grandiosidad de
lo que acaba de descubrir.
¿Humildad? ¿Honestidad? ¿Generosidad desmedida? Yo creo que
en realidad es algo mucho más sencillo, y por ende más universal. Se trata de
simple miedo. Miedo a comprender que efectivamente, está solo. Miedo a la
soledad, que se traduce en miedo a la libertad. Miedo a
la certeza definitiva de que, definitivamente, es responsable de su pasado, de
su presente, y por supuesto de su futuro.
Desandamos así pues parte del camino andado, y nos situamos
en este caso ante el Hombre del XVIII. Se trataba de otro Hombre Nuevo. Un
Hombre que, por primera vez en mucho tiempo será causa, que no consecuencia de
los actos que le son propios. Un Hombre que no solo no durará un instante en
enfrentarse con los problemas que su tiempo le depara, sino que afrontará tales
retos con ilusión. Con la ilusión del Hombre Libre, con la ilusión del Hombre
Científico. En una palabra, con la ilusión del Hombre Ilustrado.
Porque será sin duda La Ilustración el fenómeno que pese a
su radicalismo, mejor enfrente al Hombre con su destino. Un destino que pasa,
de manera ya sí más que en apariencia, de forma en realidad imprescindible, por
hacer de tales enfrentamientos algo que no solo merece la pena, sino que bien
mirado podría merecer la pena incluso, buscarlo.
Por eso el Hombre de la Ilustración apuesta por la Razón, La
Ciencia y la Filosofía. Por eso el
Hombre de la Ilustración busca, ante todo, emociones nuevas.
Por eso, y tal vez a pesar de eso, el Hombre de la
Ilustración necesita ahora más que nunca, de la existencia de hombres como el
que hoy viene a protagonizar nuestras reflexiones.
Nace Johann S. BACH el 21 de marzo de 1685, en el ducado de
Sajonia, Sacro Imperio Romano Germánico, donde desde muy pronto asombrará a
todos no ya solo con su especial talento, que le permitirá mostrar unas dotes
insaciables a la hora de mostrarse en el manejo del teclado y del órgano,
Pero no radica en la incuestionable competencia técnica de
BACH; no siquiera en su casi impronunciable talento, donde nos fijaremos hoy a
la hora de erigirle en inmejorable ejemplo de la impresionante capacidad que
tiene el Ser Humano. Aquélla que pasa por ser ejemplo incomparable de la
manifiesta concesión que supone ser obra a la par que obrante, del que bien
podrá considerarse como el mayor éxito de la Ingeniería Universal ,
y que pasa por hacer del Hombre su mejor ejemplo.
Mas bien, y sin esconder la paradoja que al menos en principio
parece divisarse, acudimos a BACH desde el ánimo de hacer de su figura la más
digna y representativa de cuantas conforman la curiosa perspectiva de un Hombre
que considera imprescindible esconder su grandeza tras la sutileza que
proporciona la siempre alargada sombra de la Fe en un Dios.
Una Fe que, lejos de impedir le legítimo desarrollo del
Hombre, bien puede, como en el caso de BACH, incrementar hasta límites infinitos
las que por ende han sido desde el principio capacidades incuestionables,
aportando con ello un marco incomparable dentro del cual albergar sin la menor
displicencia, la que es una genialidad tranquila, para nada mitómana, y en
cualquier caso alejada de otras que tiempo adelante podrán incluso recibir la
connotación de diabólicas, como es el caso de la Leyenda de Paganini.
Conformamos así pues la visión de un hombre que supo
conciliar de manera impagable la tesitura propia de un genio, que engrandecía
con cada paso que daba la larga lista de brillantes creaciones que convierten
en sin parangón la Historia del Hombre; con la necesidad de piedad que
inexorablemente aparece en la mente de los genios que, conscientes de lo
transcendental que sin duda su obra es, se alejan de manera igualmente
inexorable del resto de los mortales, con los que solo comparten instantes y
espacios (es así que son coetáneos, pero no contemporáneos), para indagar de
manera más o menos vacilante en las siempre impetuosas aguas de la duda
existencial, sobrellevando cada uno como mejor puede, las dudas propiciatorias
que como colofón a cada pregunta insatisfecha, se van formando.
Es así que bien podríamos situar en tal disposición, la suma
de elementos que nos llevan a comenzar nuestra reflexión de hoy en pos de un
hecho inexorablemente científico, para terminar de manera aparentemente
opuesta, refiriendo la faceta transcendental del Hombre.
Y Johann Sebastian BAHC como elemento de tránsito. Tal vez,
porque sin duda que de existir un Dios, éste hubiera querido hacer del músico
alemán su interlocutor.
Y entre las pruebas irrefutables de esta predisposición, el
catálogo de posesiones de BACH a su muerte a saber: cinco clavecines, dos
laúd-clave, tres violines, tres violas, un violonchelo, una viola de gamba, una
espineta...y 52 libros sagrados (entre los que, para incrementar la paradoja se
encontraba Flavio Josefo).
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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