Una vez superado el trance en el que algunas veces se ven
convertidas las fechas, es cuando suele aparecer de manera propicia, para nada
eventual, y casi siempre adecuado; el instante desde el que la perspectiva nos
propone la línea adecuada no ya de cara al discurso, sino fundamentalmente de
cara a lograr la comprensión de aquello desde cuya formulación, fuere ésta la
que fuere, todo comenzó.
Es así que, alejados de la supuesta lozanía que determinadas
calendas parecen propugnar, e inmersos, eso sí, el la dosis de realismo que
bien el momento, bien el asunto a tratar, nos permita, es entonces cuando nos
lanzamos a la exposición, no importa por supuesto si una vez más marginal, de
algunos aspectos que para nada tienen por qué formar parte de corolario alguno
a tenor de los logros de la nuestra rotunda actualidad; aunque, o más bien tal
vez por ello, sí que interesas a éste que un día más se muestra osado por
perturbar no ya su tranquilidad, sino por manifestarse como un activo ladrón
de su tiempo.
Me desvinculo así una vez más de la aparente realidad que
conforma nuestro mundo, para ponerme pues en mejor disposición no tanto para
expresar, como sí más bien para comprender incluso, aquellos parámetros que de
una forma u otra habrán de venir a conformar el escenario donde emplazar la
disquisición que habrá de servir para dar forma, en este caso, al empleo que
una vez más de forma absolutamente libre, decidamos dar a nuestro tiempo.
Sumidos de manera inexorable, aunque no por ello menos
indecorosa, en un tiempo de modas, presagios, y en cualquier caso de conductas
light, les ruego me permitan la
licencia de emplear semejante término asociado a toda conducta ambigua, o
carente en todo caso del suficiente sustrato científico como para lograr la
inferencia de ni tan siquiera una ínfima posibilidad de proliferar en el
tiempo; lo cierto es que no por el hecho de que denostemos, al menos sobre el
papel, semejantes conductas, las mismas estén por ello más alejadas del
compendio que viene a denotar la nuestra realidad.
Es así que entrando manifiestamente en materia, hemos de
anunciar, y de hecho anunciamos, la absoluta desazón que al respecto del uso de
tradiciones en pos de su abandono al servicio de las mencionadas modas, cuando
no vencidas por actitudes si cabe aún más comerciales; se hace de tradiciones
más o menos perversas, de las que como perfecto ejemplo podría sin duda significarse
el uso que de lo mencionado se hace a tenor de acciones como las
propiciadas por la en mayor menor grado falacia, en que se constituye la
utilización del ejercicio de San Valentín.
Lejos de ni tan siquiera presuponer los acontecimientos
desde los que traer a colación una mera disquisición en pos de substanciar lo
dudoso de las intenciones, al menos a priori de las fuerzas que tanto y
tan alto abogan en la actualidad por el sostenimiento, cuando no manifiesto
aumento de la supuesta tradición ligada al fenómeno en el que hoy se ha
convertido San Valentín; lo cierto es que la intención que libra la
manifestación de lo que hoy compone estas líneas, pasa más bien por la
necesidad que al autor se le plantea a la hora de hacer una clara distinción
entre dos conceptos, cuando no entre dos ideas, que aparecen falsamente ligadas
en la mayoría de los casos. Me estoy refiriendo a la necesidad de diferenciar
con total claridad sentimentalismo, de Romanticismo.
Constituye el sentimentalismo a menudo, la consagración de
un instante. Ya sea procedente de la
materialización de un logro, o de la mera y sucinta presuposición del mismo, lo
cierto es que el denominador común bajo el que bien cabría unificarse a todos y
cada uno de los ejemplos de fenomenología achacables a la semántica del
sentimentalismo, pasa precisamente por los parámetros que aparecen ligados al
fenómeno de la instantaneidad.
Convergen por el contrario en el Romanticismo, tanto
realidades como suposiciones, en cualquier caso lo suficientemente sólidas,
como para litigar en pos de considerar que el mismo reúne suficientes atributos
para componer por sí solo, o lo que vendría a ser lo mismo en tanto que tal,
un compendio lo suficientemente válido como para ser considerado digno de
inaugurar por sí solo no ya tanto una mera corriente, como absolutamente un
movimiento.
Porque llegados a este punto del itinerario, consideramos
suficientemente validada la tesis en función de la cual El movimiento del
Romanticismo surge como algo que va mucho más allá de constituirse a partir de
la mera convergencia de un cúmulo de realidades conceptuales surgidas por mera
oposición natural a los cánones propios de un movimiento, el de la Ilustración,
cuyo declive, por aquél entonces más que evidente, no solo permitiera, sino que
casi promoviera por necesidad el auge de una realidad opuesta (como ocurre
con todo precepto histórico una vez analizamos la Historia desde el punto de
vista de los que la conceptúan desde los preceptos logicistas de la teoría
pendular.)
Más bien al contrario, es el Romanticismo una manifestación
viva, real, independiente y por supuesto autónoma, que surge no como respuesta
a nada, ya que tal consideración imprimiría a priori una limitación conceptual
inaceptable. Es el Romanticismo toda una estructura vinculada a serios y para
nada someros pilares, que viene a satisfacer mucho más que la inocua necesidad
de superar los excesivamente rígidos principios, que al menos en el terreno de
los estrictamente humanos, habían sido implementados desde los
quehaceceres de la Ilustración.
Es así pues el Romanticismo, el triunfo de las consideraciones
del Hombre, sobre el propio Hombre. Tal afirmación, lejos de ser una
incoherencia, ha de ser interpretada como la consagración de la certeza de la
grandeza que converge de la constitución del Hombre, cuando él mismo es la
única realidad para cuya plena definición no se halla capacitado.
Es así pues que el Romanticismo no surge, sino que más bien
se alcanza. Se alcanza como fuente de inspiración, se alcanza como fuente de
consideraciones; pero sobre todo, y por encima de todo, se alcanza como elemento
destinado no tanto a definir al Hombre, como sí más bien a traer manifestación
expresa de la evidente complejidad del mismo toda vez que una definición de
ambos, a partir de los preceptos diferenciados, parece una manifestación del
todo utópica.
Si bien el ámbito desde el que tales consideraciones han de
ser emuladas puede resultar altamente complicado en caso de plantearse de
manera absolutamente abstracta, lo cierto es que, y sin duda por ello hemos
decidido plantearlo expresamente desde este medio; que el terreno de la Música Clásica es,
sin el menor género de dudas, el ámbito definitivamente inmejorable a la hora de hacer de las
disquisiciones propias, territorio expreso para la experimentación porque,
indefectiblemente, el vínculo existente entre la Música Clásica y el
Romanticismo no solo es uno de los más prolíficos, sino que sin ningún género
de dudas es el ámbito en el que más implícitas quedan todas y cada una de estas
realidades.
Porque es sin duda alguna a través de los cánones que se reservan
como propios, inaccesibles por ello para la mayoría del resto de
consideraciones humanas, desde donde más profunda, e incluso más estrictamente
tiene lugar la creación, consolidación y fusión final, de la mayoría de los
caracteres que bien podrían escenificar no solo al Ser Humano que resulta una
vez superadas las limitaciones emotivas a las que había de hacer frente El
Hombre Ilustrado, como que en realidad podemos afirmar de manera taxativa y
por ello definitivamente, que el Hombre Romántico es, en sí mismo, mucho más
que un resultado, para erigirse ciertamente como una realidad cuantitativa,
pero sobre todo cualitativamente suficiente, a la hora de mostrar sus
credenciales para liderar las corrientes de pensamiento del siglo XIX,
postergando en muchos casos su campo de actuación en algunos años más, hasta el
funestos en lo que a tales consideraciones toca, del siglo XX.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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