sábado, 15 de febrero de 2014

DE SAN VALENTINES, EXCUSAS, Y POR SUPUESTO DE MALENTENDIDOS.

Una vez superado el trance en el que algunas veces se ven convertidas las fechas, es cuando suele aparecer de manera propicia, para nada eventual, y casi siempre adecuado; el instante desde el que la perspectiva nos propone la línea adecuada no ya de cara al discurso, sino fundamentalmente de cara a lograr la comprensión de aquello desde cuya formulación, fuere ésta la que fuere, todo comenzó.

Es así que, alejados de la supuesta lozanía que determinadas calendas parecen propugnar, e inmersos, eso sí, el la dosis de realismo que bien el momento, bien el asunto a tratar, nos permita, es entonces cuando nos lanzamos a la exposición, no importa por supuesto si una vez más marginal, de algunos aspectos que para nada tienen por qué formar parte de corolario alguno a tenor de los logros de la nuestra rotunda actualidad; aunque, o más bien tal vez por ello, sí que interesas a éste que un día más se muestra osado por perturbar no ya su tranquilidad, sino por manifestarse como un activo ladrón de su tiempo.

Me desvinculo así una vez más de la aparente realidad que conforma nuestro mundo, para ponerme pues en mejor disposición no tanto para expresar, como sí más bien para comprender incluso, aquellos parámetros que de una forma u otra habrán de venir a conformar el escenario donde emplazar la disquisición que habrá de servir para dar forma, en este caso, al empleo que una vez más de forma absolutamente libre, decidamos dar a nuestro tiempo.

Sumidos de manera inexorable, aunque no por ello menos indecorosa, en un tiempo de modas, presagios, y en cualquier caso de conductas light, les  ruego me permitan la licencia de emplear semejante término asociado a toda conducta ambigua, o carente en todo caso del suficiente sustrato científico como para lograr la inferencia de ni tan siquiera una ínfima posibilidad de proliferar en el tiempo; lo cierto es que no por el hecho de que denostemos, al menos sobre el papel, semejantes conductas, las mismas estén por ello más alejadas del compendio que viene a denotar la nuestra realidad.

Es así que entrando manifiestamente en materia, hemos de anunciar, y de hecho anunciamos, la absoluta desazón que al respecto del uso de tradiciones en pos de su abandono al servicio de las mencionadas modas, cuando no vencidas por actitudes si cabe aún más comerciales; se hace de tradiciones más o menos perversas, de las que como perfecto ejemplo podría sin duda significarse el uso que de lo mencionado se hace a tenor de acciones como las propiciadas por la en mayor menor grado falacia, en que se constituye la utilización del ejercicio de San Valentín.

Lejos de ni tan siquiera presuponer los acontecimientos desde los que traer a colación una mera disquisición en pos de substanciar lo dudoso de las intenciones, al menos a priori de las fuerzas que tanto y tan alto abogan en la actualidad por el sostenimiento, cuando no manifiesto aumento de la supuesta tradición ligada al fenómeno en el que hoy se ha convertido San Valentín; lo cierto es que la intención que libra la manifestación de lo que hoy compone estas líneas, pasa más bien por la necesidad que al autor se le plantea a la hora de hacer una clara distinción entre dos conceptos, cuando no entre dos ideas, que aparecen falsamente ligadas en la mayoría de los casos. Me estoy refiriendo a la necesidad de diferenciar con total claridad sentimentalismo, de Romanticismo.

Constituye el sentimentalismo a menudo, la consagración de un instante. Ya  sea procedente de la materialización de un logro, o de la mera y sucinta presuposición del mismo, lo cierto es que el denominador común bajo el que bien cabría unificarse a todos y cada uno de los ejemplos de fenomenología achacables a la semántica del sentimentalismo, pasa precisamente por los parámetros que aparecen ligados al fenómeno de la instantaneidad.

Convergen por el contrario en el Romanticismo, tanto realidades como suposiciones, en cualquier caso lo suficientemente sólidas, como para litigar en pos de considerar que el mismo reúne suficientes atributos para componer por sí solo, o lo que vendría a ser lo mismo en tanto que tal, un compendio lo suficientemente válido como para ser considerado digno de inaugurar por sí solo no ya tanto una mera corriente, como absolutamente un movimiento.

Porque llegados a este punto del itinerario, consideramos suficientemente validada la tesis en función de la cual  El movimiento del Romanticismo surge como algo que va mucho más allá de constituirse a partir de la mera convergencia de un cúmulo de realidades conceptuales surgidas por mera oposición natural a los cánones propios de un movimiento, el de la Ilustración, cuyo declive, por aquél entonces más que evidente, no solo permitiera, sino que casi promoviera por necesidad el auge de una realidad opuesta (como ocurre con todo precepto histórico una vez analizamos la Historia desde el punto de vista de los que la conceptúan desde los preceptos logicistas de la teoría pendular.)
Más bien al contrario, es el Romanticismo una manifestación viva, real, independiente y por supuesto autónoma, que surge no como respuesta a nada, ya que tal consideración imprimiría a priori una limitación conceptual inaceptable. Es el Romanticismo toda una estructura vinculada a serios y para nada someros pilares, que viene a satisfacer mucho más que la inocua necesidad de superar los excesivamente rígidos principios, que al menos en el terreno de los estrictamente humanos, habían sido implementados desde los quehaceceres de la Ilustración.

Es así pues el Romanticismo, el triunfo de las consideraciones del Hombre, sobre el propio Hombre. Tal afirmación, lejos de ser una incoherencia, ha de ser interpretada como la consagración de la certeza de la grandeza que converge de la constitución del Hombre, cuando él mismo es la única realidad para cuya plena definición no se halla capacitado.
Es así pues que el Romanticismo no surge, sino que más bien se alcanza. Se alcanza como fuente de inspiración, se alcanza como fuente de consideraciones; pero sobre todo, y por encima de todo, se alcanza como elemento destinado no tanto a definir al Hombre, como sí más bien a traer manifestación expresa de la evidente complejidad del mismo toda vez que una definición de ambos, a partir de los preceptos diferenciados, parece una manifestación del todo utópica.

Si bien el ámbito desde el que tales consideraciones han de ser emuladas puede resultar altamente complicado en caso de plantearse de manera absolutamente abstracta, lo cierto es que, y sin duda por ello hemos decidido plantearlo expresamente desde este medio; que el terreno de la Música Clásica es, sin el menor género de dudas, el ámbito definitivamente  inmejorable a la hora de hacer de las disquisiciones propias, territorio expreso para la experimentación porque, indefectiblemente, el vínculo existente entre la Música Clásica y el Romanticismo no solo es uno de los más prolíficos, sino que sin ningún género de dudas es el ámbito en el que más implícitas quedan todas y cada una de estas realidades.

Porque es sin duda alguna a través de los cánones que se reservan como propios, inaccesibles por ello para la mayoría del resto de consideraciones humanas, desde donde más profunda, e incluso más estrictamente tiene lugar la creación, consolidación y fusión final, de la mayoría de los caracteres que bien podrían escenificar no solo al Ser Humano que resulta una vez superadas las limitaciones emotivas a las que había de hacer frente El Hombre Ilustrado, como que en realidad podemos afirmar de manera taxativa y por ello definitivamente, que el Hombre Romántico es, en sí mismo, mucho más que un resultado, para erigirse ciertamente como una realidad cuantitativa, pero sobre todo cualitativamente suficiente, a la hora de mostrar sus credenciales para liderar las corrientes de pensamiento del siglo XIX, postergando en muchos casos su campo de actuación en algunos años más, hasta el funestos en lo que a tales consideraciones toca, del siglo XX.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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