Si a cualquiera de nosotros, así, de repente, se nos
interrogara en relación a términos tales como poder y autoridad, y se nos instara después, en función de nuestras
respuestas, a establecer un catálogo de diferencias existentes entre ambos, es
muy posible qué, una vez más, nos diéramos cuenta de la gran verdad según la
cual existe una gran diferencia entre la
lengua que hablamos, y el lenguaje que
lo sustenta.
Pero, más allá de connotaciones semánticas, propias más bien
de la bella sutileza de la que es virtud
el lenguaje, y que se desarrolla y manifiesta en la belleza de los Sofistas, la
realidad pasa inexorablemente por comprender cómo, efectivamente, la única
diferencia exhaustiva que existe entre las dos acepciones pasa por el efecto
distinto que el mismo hecho, el ligado a las implicaciones de dominio, causa en
los dominados.
Así, bien podríamos decir que la autoridad es una aptitud, esto es, una predisposición o
capacidad de la cual gozan determinadas personas, y que les lleva a estar
especialmente capacitados en consecuencia para asumir responsabilidades, dar
órdenes y, efectivamente, dar por hecho que las mismas serán cumplidas. Es en
consecuencia la autoridad magnífico
recurso de los líderes, en especial de aquéllos que lo son de manera
aparentemente innata. Llega a
convertirse incluso en virtud, para los que ejercen en mando de manera
no otorgada, sino aparentemente natural, o sea, carácter propio de revolucionarios, o de líderes que gozan de
la autoridad en la medida en que luchan contra injusticias.
Por el contrario, la dedicación al término poder es, ante todo, mucho menos
romántica, si no auténticamente contraproducente a tal efecto. El poder es algo de lo que no se goza, de
lo que no se predispone, sino que es algo encomendado. De esta manera, al ser
algo atribuido, resulta a menudo que su concesión es errónea, e incluso ajena
en el individuo a las condiciones requeridas.
Confeccionamos con ello un cóctel imposible de dirimir, en
base al cual, a menudo líderes que justamente hubieron gozado de autoridad, se
vieron no obstante privados del poder imprescindible para aplicar ésta de
manera adecuada; en tanto que verdaderos villanos
que accedieron al ejercicio del poder por adjudicación externa, se vieron
carentes de toda aptitud para con la autoridad,
Y si el debate es prolífico en materia de individuos o
personas, imagínense por un momento hasta dónde podemos trascender en el caso
de aplicarlo a instituciones, o a las fuentes mismas del propio poder porque,
¿Qué nos ha llevado a lo largo de la Historia a obedecer?
Evidentemente, la resolución de éste corolario, no es en realidad más sencillo que el de la cuestión
primaria. Aplicado a términos originales, la cuestión nos lleva a plantearnos
por el origen de la autoridad, del poder, y de la relación existente entre el
mando, y el que lo sufre.
Reubicando la escala de nuestra propensión, es los anaqueles
de la Historia que nos son más propios, podríamos ir llevando la estructura a
de nuestra duda hasta la cuestión máxima. Esto nos llevará a reformular la
cuestión más o menos en los siguientes términos: ¿En qué puede apoyarse en
última instancia la justificación del poder de una determinada estructura, como
puede ser el propio Estado, cuando en realidad no está sino compuesto por
iguales a aquéllos sobre los que ejerce su control?
La cuestión acaba siendo peliaguda, ya que su origen parece
estar inmerso en lo más profundo de las consideraciones anarquistas. Mas una
vez superado el primer instante de duda, o abiertamente de miedo, nos damos
cuenta de que, efectivamente, uno de los ingredientes primordiales del
ejercicio del poder, pasa inexorablemente por la constatación de una
diferenciación expresa entre los que ejercen el poder, y los que lo sufren.
Diferenciación que puede ser de origen natural, para aquéllos que acepten la
existencia de diferencias estructurales entre los hombres; o de origen
artificial, propias de los que, de cualquier manera, detestamos la conformación
de tales diferencias; eso sí, ajenos a la necesidad de parodiar al Hombre a
partir de la imposición de que todos
somos iguales.
Continuando con esta progresión, y aceptando como en el caso
de las vías tomistas, la imposibilidad de
retrotraernos “ad infinitum”; habremos de aceptar la existencia de una
fuente, en apariencia superior, sobre la que descanse la capacidad de ejercer
el poder de manera absoluta.
El mero uso de términos como absoluto, nos lleva de manera
natural a territorios metafísicos, esto es, territorios en los que el dogma, y
la propensión a aceptar términos como el de necesario,
esto es, la existencia de realidades que poseen en sí mismas la causa de su
propia existencia, apropiándose con ello de las implicaciones de la Teoría del Motor inmóvil de Platón, no
parecen más que alejarnos de nuestra ya a priori remota pregunta inicial.
Pero una vez superada la aversión inicial, comprobamos con
agrado que el aparente distanciamiento responde a la cuestión, tantas veces
comprobada, de que a menudo conviene modificar la perspectiva, para llegar a la
respuesta por otros caminos.
Con todos los ingredientes hasta el momento relacionados,
tenemos que el poder o ejercicio del mismo es algo que surge de la diferencia. Que
ésta diferencia en el caso de ser cimentada entre hombres, es fruto de una
diferenciación interesada, fraguada en acciones artificiales, y por ende,
extensas al Hombre en tanto que tal. Procedentes entonces de Dios.
Similares a estos son los razonamientos que expondrá, de
manera brillante El Papa Inocencio III una
vez que tras su coronación como Sumo
Pontífice, convertirá en eje
procedimental básico de su hegemonía el demostrar los orígenes divinos de las
relaciones de poder entre la Iglesia y los Hombres por supuesto, pero que luego
extenderá al ejercicio de poder que los Hombres hacen respecto de si mismos.
Inocencio III llega al cargo en medio de la que será
definitiva crisis del Sistema Feudal. Una nueva categoría social, la Burguesía, amenaza no sólo con modificar las
relaciones de poder hasta el momento perfectamente establecidas en la pirámide social; sino que la procedencia
y la forma de obtener sus riquezas, a través del comercio, en lo que bien
podríamos considerar origen de la especulación,
precursora de la
Revolución Económica y Social que se avecina; queda en
cualquier caso fuera del control magno de la Iglesia, en la medida en que el
mismo se ejerce en función de la relación que respecto de la posesión de tierra
como tal, se posee.
Dudar del poder, significa dudar de la fuente de procedencia
del mismo. Y de ahí, a su cuestionamiento, hay un paso demasiado corto. Por
eso, Inocencio III, amparándose en el texto bíblico de Mateo en el que Jesucristo provee a Pedro de las llaves del Reino, afirma que el poder de
la Iglesia es eterno y absoluto, en tanto que emana directamente de Dios. Es
por ello superior a toda cuestión terrenal conocida, incluso por supuesto del
Emperador. Y de esta manera, las funciones a desarrollar por La Iglesia le son
confiadas al Imperio, en este caso el Sacro
Imperio Romano Germánico en la medida en que es su instrumento, porque el
Imperio procede de la Iglesia, no sólo en su origen, sino por supuesto en sus
fines.
Queda cimentada de esta manera la relación más sólida sobre
la que jamás ha podido soñar apoyarse cualquier mando. El ejercicio de poder
regio es siempre el adecuado, a pesar de que a veces puede estar en manos de
cretinos, “bobos” o eunucos, en tanto que está bendecida por Dios. El acto de
mandar, de ejercer el poder, queda así liberado de la necesidad de autoridad
por parte del que lo ejerce, ya que esta es propia de Dios. Incluso la
estupidez que a menudo se esconde tras la excesiva humildad, es, para el caso,
motivo de felicitación.
Quedan así fusionados, poder terrenal y poder divino. No
sólo comparten fines, sino medios. La Administración queda así, definitivamente
separada de los Administrados. La primera no puede equivocarse, en tanto que
sus decisiones emanan de lo alto. A los segundos no les queda más que obedecer,
porque de lo contrario no se les aplicarán sanciones terrenales, sino que estas
tendrán sin duda, consecuencias en el más allá. ¿Existe verdaderamente
motivación para la obediencia más eficaz?
Y si para con la chusma propia del ejercicio autoritario son
estos medios innegables, la verdad es que no lo son menos para con estructuras,
en principio superiores. La
Iglesia Católica , Apostólica y Romana, observa no sin recelo
las más que sospechosas maniobras de poder que se están llevando a cabo,
principalmente en Inglaterra y en Francia, en pos de consolidar estructuras de
poder no sólo propias, sino que amenazan con alcanzar el poder suficiente como
para llegar a hacer sombra al Sacro
Imperio Romano Germánico. La adopción de las medidas de concatenación
relatadas en torno a la abierta justificación de la intromisión de la Iglesia
en las decisiones de poder, incluyendo en ello las designaciones regias,
proporciona a la Iglesia el arma definitiva de cara a influir de manera
decisiva en tales nombramientos. De ésta manera, la Iglesia puede proponer candidatos
a ceñirse la corona que le sean abiertamente afines, en casos por ejemplo de ausencia de heredero, o de escasa
legitimación de éste. Y estos hechos acaecerán varias veces en Europa, a lo
largo de los siglos XIII al XVII.
Sin embargo, como igualmente nos enseña la Historia, es la
avaricia causa extempórea de ruina entre aquéllos que la practican sin límite.
En el primer tercio del Siglo XVI, conocido era el esfuerzo
que Carlos I de España desarrollaba en pos de conseguir la designación como
Emperador del Sacro Imperio. Las continuas manipulaciones desarrolladas
conforme a los ardides referidos por parte de la Iglesia Católica
para interferir de manera más o menos evidente en los designios de los
gobernantes en los territorios de Alemania, Inglaterra y Francia
fundamentalmente; llevan a estos a consolidar una Liga con la que defenderse de la Iglesia, y en este caso de su brazo armado, que no es sino el
ejército del Emperador Carlos.
La Guerra se desarrolla, en principio favorable a los
intereses de los La Liga de Cgnac. Esto
lleva al Papa Clemente VII a aliarse con ellos, en un doble juego que no
persigue sino limitar el creciente a la par que sospechoso exceso de poder de
Carlos, como Emperador del Sacro Imperio. Pero La Liga se va debilitando, engrosando con ello el coeficiente de
moral de los propios del Emperador. Las tornas han cambiado, es como si Dios no tuviera claro de qué lado
está.
Sin embargo, una variable completamente terrenal, entra en
juego. La burocracia es incapaz de garantizar que la soldada esté en los bolsillos de los militares a tiempo. Así, los
34.000 soldados que componen la tropa imperial obligan a Carlos III Duque de
Borbón y Condestable de Francia a liderarles en el Saqueo de Roma. El objetivo, cobrarse sus sueldos.
El seis de mayo de 1527. furibundas y sin control las
tropas, carecen de mando que proporcione
raciocinio una vez muerto Carlos III en la muralla; las tropas entran en Roma.
El 80 por ciento de la
Guardia Suiza da su vida para que Clemente VII pase un rato
junto a las ratas en el passetto,
corredor secreto que comunica El Vaticano con el Palacio de SantÂngelo.
Las consecuencias del hecho son incalculables. De entrada,
Todo el proyecto de Inocencio se va al traste, al deponer algo tan terrenal
como los arcabuces españoles, las señales divinas del supuesto control de Dios.
En otra índole, el Renacimiento Italiano verá cortados sus
suministros, pudiéndose fechar aquí su fin.
En definitiva, el 6 de mayo de 1527, cambió la forma de
relación entre los hombres, Dios, y sus respectivos dirigentes.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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