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Así, uno comprueba con incipiente satisfacción cómo la crisis, ese gran cajón de sastre en el que todo cabe, está trayendo, realmente,
consecuencias impredecibles. Como argumento más que suficiente para agudizar el
ingenio, podemos no ya ni tan siquiera
sorprendernos cuando por fin empezamos a ver rastros de vida inteligente, sin
que para ello resulte imprescindible abandonar La Tierra; y así comprobamos que
por fin algunos han desistido en la búsqueda
de soluciones peregrinas, para pasar definitivamente a la acción, y buscar en el pasado, si no la solución a los
males que acechan al mundo, sí al menos un camino elegante y más prometedor
para llegar a los mismos. No en vano, “La
utilidad de la Historia pasa no ya porque se repita, sino porque se matiza a sí
misma.”
Inmerso en tales reflexiones llevaba ya varios días, cuando
en mitad de un debate en principio destinado a analizar, una vez más las
consecuencias de nuestra situación económica; los contertulios, por otro lado
sorprendentemente eruditos en sus respectivos temas, terminaron introduciendo
en el dilema, nada menos que a la todopoderosa
por definición Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Tocado el sensible tema, ya casi por morbo hube de
permanecer atento al resultado del duelo que,
evidentemente, estaba por producirse. Y entonces llegó el hecho que justifica
todo lo expuesto hasta el momento. Uno de los contertulios, fiel defensor del dogma, a pesar de verse repetidamente
contras las cuerdas, mantuvo el tipo mientras pudo. Y cuando ni la defensa numantina era suficiente, dejó
caer una máxima que personalmente me
dejó helado: “El Estado Español no se
halla en condiciones de presionar a una institución como La Iglesia, que está
aquí antes incluso que ellos.” Como es evidente, no podía permanecer
impávido ante semejante declaración de
intenciones. Por ello, rápidamente me puse manos a la obra, y reformulé la
cuestión.
¿Desde cuándo y por qué es España Católica?
Coincidiendo con el abandono definitivo del Muro de Adriano, año 386, y aceptando
como tal el momento que marca el comienzo del colapso definitivo del Dominio de Roma, al menos en lo que
concierne al Extinto Imperio Romano de
Occidente; podemos establecer en esa época el principio de la llegada
masiva de Suevos, Bándalos e incluso
Sajones, al territorio de la por entonces calmada Hispania. Un territorio en el que aún perduraban a todos los
efectos los acuerdos que durante la IIª
pero sobre todo IIIª Guerra Púnica, sirvieron para el establecimiento de
importantísimos acuerdos no sólo entre los pueblos que poblaban el territorio
antes de la llegada de los romanos, fundamentalmente Celtas e Íberos, sino luego, y con resultados mucho más importantes,
los que se firmaron entre éstos y los propios romanos, una vez finalizado, al
menos en parte, el conocido proceso de
romanización.
Para hacernos una idea de la importancia y el rigor de esos
acuerdos, basta citar por ejemplo que, por el lado de Roma, los acuerdos que Publio Cornelio SCIPIÓN alcanzó con los pueblos por ese entonces ubicados por encima del Ebro, tuvieron vigencia
conceptual hasta mucho después no ya de la muerte de éste, sino incluso décadas
después, una vez que su nombre hubo sido
olvidado (si semejante hecho realmente alguna vez acaeció,) y fueron pilar central de la constitución del Derecho
Visigodo, plasmado en el “Liber Ludiciorum”. Supusieron, en cualquier caso,
el límite conceptual primario en el
que se apoyaron los muchos que alzaron sus voces en pos de impedir que la tradición germana constituyera, tal y
como de hecho parecía, la única fuente de la que bebiera la legislación que
regiría los designios del pueblo resultante de un proceso en el cual, a pesar de la derrota, Roma se había
impuesto.
A pesar de haber pasado
por encima de Las Legiones de Roma, habiendo alcanzado una victoria que en
lo concerniente al lado oriental era
absoluta, los pueblos vencedores se encontraron con una serie de hándicaps que, en caso no sólo de no ser
resueltos, sino de no serlo rápidamente, bien podían convertir aquéllas
victorias en un mal capaz de arrastrar en la sed de la victoria, todas las
incipientes estructuras que traían consigo.
Porque, al contrario de lo que ocurría en el caso de las Victorias Romanas, que venían
acompañadas por una rápida incorporación de población que tomaban posesión de
los territorios vencidos, que pasaban de manera eficaz a la condición de,
conquistados, imponiéndose con ello las normas, costumbres, y metodologías
romanas, en lo que se ha denominado acertadamente romanización, y que es de justicia decir se constituye en un
elemento si cabe más fuerte de cara a garantizar la Pax
Romana , que el
que por otro lado podía significar el miedo a las propias legiones. En el caso
de los pueblos germanos no sólo no se
daba, sino que en la mayoría de ocasiones, habían de comprobar cómo los
métodos, formas de vida y avances que manifestaban éstos, superaban incluso con
mucho, a los que traían tras de sí los supuestos conquistadores.
Tal y como es hecho reconocido, y repetido en la Historia, el sentido común adopta generalmente la
forma no de las decisiones que los gobernantes toman, y pretenden imponer al Pueblo. Más bien lo que ocurre es al
revés. Adoptando principalmente la forma de mujer, en su condición de madres,
esposas, y dueñas de sus hogares, las mujeres germanas dieron el paso que una
vez más el orgullo tal vez impedía dar a los hombres, y decidieron adoptar las
consignas, métodos, tradiciones y tecnologías, que los en este caso bárbaros del sur, poseían.
Y entre ellos, lógicamente estaban sus creencias, y con
ello, la Religión
Cristiana.
En ese tiempo, lo que procedía de Roma era la corriente cristiana del arrianismo. Había sido Arrio un presbítero en Alejandría, que
había alcanzado respeto como predicador en torno al final del Siglo III de
nuestra era. Su importancia reside en ser el portavoz, y a la par redactor más
capacitado de las tesis que supusieron uno de los debates más encendidos antes
de la adopción del Cristianismo como Religión
Oficial del Imperio. Arrio sostenía, entre otras tesis polémicas, que Cristo no había sido siempre Dios, en tanto
que no había sido siempre Hijo del Padre, ya que éste, no fue siempre Padre,
sino que lo fue después de haber sido Creador.”
El encendido debate sirvió, por otro lado, para promover una interesada limpieza que
allanó el camino para que el Concilio de
Nicea (año 325) lo declarase herejía. Todo estaba así en condiciones para
que Constantino pudiera terminar el trabajo iniciado por Teodosio; declarando
al Cristianismo, Religión Oficial del
Estado.
Esto, como todo lo que ocurría en Roma, tenía consecuencias
abrumadoras, tanto por el número de personas a las que afectaba, como por la
magnitud del grado de esas afecciones. La estabilidad
religiosa era una cuestión que afectaba no sólo al terreno de lo
individual, de la
creencia. Se convertía por el contrario en una cuestión de
máxima condición pública, que en el caso de los estados podía provocar tanto el
establecimiento de alianzas y pactos nuevos, como la ruptura de otros de
vigencia en el tiempo. Y todo ello, claro está, salpicado de las consecuencias
sociales, políticas y principalmente económicas, que podamos imaginarnos.
Y en esa estamos, cuando la rotura con el arrianismo coge al
territorio de Hispania, a pie cambiado. Hispania
se alineaba, fundamentalmente, con la mencionada corriente. Pero la llegada
desde la Metrópoli de preocupantes
noticias, ponen de manifiesto que en el caso de perseverar en semejante hechos,
las relaciones con la misma peligran.
Por ello, el 8 de mayo del año 589, dentro del a tal efecto
convocado III CONCILIO DE TOLEDO, El
Monarca Godo de Toledo, Recaredo, decreta
el fin del arrianismo, y abraza definitivamente el Cristianismo Católico como religión oficial.
Las consecuencias no se hacen esperar, y son proporcionales
a la magnitud del hecho. Como muestra, la fuerza de los insumisos que permanecieron fieles al arrianismo, constituye uno de los argumentos que sirven para
interpretar la llegada y fugaz conquista del territorio Cristiano por el Islam,
un siglo después.
Por ello, queda así contestada la pregunta relativa a ¿Desde
cuándo y por qué somos Cristianos Católicos en España?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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